Juan Carlos Marset
Días que serán
Tusquets, Barcelona, 2017
208 páginas, 16.00 € (ebook 9.99 €)
POR JULIO CÉSAR GALÁN

 

 

Antes de empezar con el desglose del nuevo libro de Juan Carlos Marset (Albacete, 1963), Días que serán, aludamos brevemente a sus obras anteriores. Nos situamos en sus inicios, Puer profeta, único poema extenso del cual Claudio Rodríguez destacó «su profundo sentido del ritmo». Se trata de una cuestión central en su obra, la cual, en su última entrega, se perfila con esa cita de Unamuno que dice: «A fijar con ritmo y rima / el fluyente pensamiento». En el verso se modula la palabra a través de la armonía y en ese movimiento se construye un espacio musical por donde el lenguaje suena a origen, a canto, a danza. Esta capa rítmica se enlaza —y no sólo en este libro— con los laberintos del pasado, con las lecturas que lo hacen existir y con vivencias expresadas mediante la hondura y la precisión. Y todo en un marco más amplio: lo urbano. Este asunto se concreta en ciudades que ha vivido y que tienen diversas concreciones, por ejemplo, Puer profeta, con Nueva York; Laberinto, con Londres; Leyenda napolitana nos lleva a la urbe mediterránea y, en Días que serán, se corta este hábito, aunque aparece la ciudad de Sevilla.

Este último poemario de Marset está divido en tres fragmentos: «Lo que pasó», «Partida parte» y «Está por ver», más un apéndice, el libreto de ópera, «Lázaro», el cual se acopla perfectamente a la propuesta anterior y que ya se había proyectado de manera similar en Leyenda napolitana con «El secreto de las sirenas», texto escrito por encargo de la ciudad de Múnich para la Mönchener Biennale. Este apartado se puede tomar como una cuarta sección, ya que no resulta ajeno al conjunto poético, de hecho, en el primer poema, «En el naranjal», aparece ese tuerto que resucita.

Sin embargo, en Días que serán se produce un cambio de tono, como bien ha indicado Álvaro Valverde. Y esta mudanza ¿en qué afecta a la poesía Juan Carlos Marset? Lo primero que desaparece a primera vista es el constituyente vertebrador de la ciudad, la extensión de los poemas y su concepción como texto único. Se podría de decir que este libro abre un ciclo que recoge algunas constantes anteriores y expone diversas novedades.

Apuntaba Vicente Valero, a partir de su interpretación del libro de poemas Laberinto, que la poesía de Juan Carlos Marset «no tiene parientes cercanos, tal vez alguno lejano», y no le falta razón, pues, a lo largo de su obra, ha construido un arte diferente de hacer versos, alejado de modas y modismos, con un estilo reconocible tanto desde un punto de vista formal como en sus contenidos; con sus laberintos verbales, con sus rimas sorprendentes, con su cuidado métrico, con su armazón retórico (sabiamente utilizado). Además de un conocimiento de la tradición no sólo apegada a lo contemporáneo, sino con autores como Gómez Manrique, Juan de Tapia o Comendador Escrivá.

Todo ello está distribuido en esa primera unidad titulada «Lo que pasó», en la cual vemos una subdivisión que parece advertirnos de un viaje ascético, de un soltar lastres, desde esa mirada de celosías o ese camino por lo que no se ve, ahí tenemos ese joven ángel que prensa las semillas en la arena en el poema «Plantación». Este mirar enjuto, breve y certero posee su correspondencia en cada texto, entre los cuales asoma la constante del tiempo, con sus ritos y ejecuciones, con sus diversas metamorfosis, las de la cepa anclada en la tierra o la del perro que agoniza.

Llegamos a la segunda sección, «Partida parte», con su parada en «Memorial de Juan Muñoz», en el que se vuelve al poema de larga extensión, como en Laberinto; pero aquí el metro heptasilábico encuadra los años 2001 y 2012. Llegamos a la memoria y, por lo tanto, a la recapitulación, al homenaje y, finalmente, a la admiración: «Tu libertad es logro, / no lugar de partida: / partida entre lugares». Este recorrido por lo memorístico prosigue por el blanco y el negro de las visiones de Ángel Alonso y de su hijo. La blancura deposita su peso y su pensamiento en cada verso, sobresale su luz a pesar de su opuesto, a pesar de los claroscuros. Juan Carlos Marset sabe sacarle provecho a esa vereda: «Del blanco al negro: tierra, / piedra, terrón, arena, / harina, moscas y alas / de mosca, golondrinas / cruzando el aire quietas». El color nos lleva a la presencia de la pintura (antes fue la escultura con Juan Muñoz) y de aquí vamos al paisaje del horizonte y al bodegón; los extremos se tocan en el poema. Entre lo borrado y lo escrito surge también el borrador en forma de trenza de intertexto, cadena de voces que se reproducen y se transforman de unos textos en otros. La literatura dialoga consigo misma, con la lengua y otras artes. La literatura genera, a su vez, literatura.

En la otra punta del pasado reside el futuro y desde aquí nos vamos a «Está por ver», tercera parte anunciada con citas de Juan Ramón Jiménez y Pedro Salinas. Nos quedamos en esta última: «Que tu voz fue una pura / sombra de voz…», la cual nos indica una certidumbre posterior, el carácter amoroso de esta travesía subdividida en cuatro. Cuando entramos en los primeros poemas, pongamos por caso, «Abrazable», nos encontramos ante un pequeño cancionero amoroso y se prosigue con un verso dinámico, ágil y lleno de tensión lírica. Sin duda, con una expresión alada y un diseño textual diestro. De aquí pasamos al contrapunto: el desengaño y la presencia de la muerte advenidera. El «ser» y el «ha sido» como camino circular, como sendero hacia el desnudamiento de uno mismo. Y en círculos concéntricos se vuelve al inicio, porque el comienzo es el final. Reaparecen los homenajes como muro de contención de esas idas y venidas de la gran belleza, de esas idas y venidas por el desencanto. Concluye esta tercera parte con las «Parcas», con un adelgazamiento del verso hasta la esencia y con Juan de Mena diciéndonos una de las bases de Días que serán, la paradoja: «Dexando su fin atrás, / toma comienço adelante».

Como punto final, Juan Carlos Marset nos deleita con un apéndice operístico, «Lázaro», de Cristóbal Hálffter, el cual se estrenó en Kiel durante el verano de 2007. En un acto nos introduce por «una reflexión equivalente sobre la vida como una forma del sueño de la muerte». Una vez más enlaza no sólo con la tradición métrica, que se mantiene en todo el libro, sino que engancha y renueva esa palabra hecha música, esos lugares comunes en cuanto a contenido y retórica. Nos hallamos en la existencia como ensayo para la muerte y viceversa; en los límites entre la realidad y el deseo, entre lo verosímil y lo ficticio.

Sobre la obra poética de Juan Carlos suele repetirse que está ajena a modas y es un hecho que debemos subrayar, tanto en lo que la antecede como en Días que serán. A lo largo de las doscientas páginas de este libro, el lector podrá encontrarse con una manera de hacer poesía que se sale de lo común, que demuestra el manejo del oficio y que aporta una profundidad de escritura que salta lo habitual.

 

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