Juan Manuel Silvela Sangro
Diario de una vida breve
Selección y prefacio de José Muñoz Millanes
Epílogo de Julián Marías
Pre-Textos, Valencia, 2016
238 páginas, 22 €
Curioso este diario de Juan Manuel Silvela Sangro (1932-1965), madrileño, hijo de una familia de clase alta y adinerada, ilustrada (tanto los Silvela como los Sangro), inteligente, políglota, licenciado en Derecho, lector, melómano, amante de la pintura vanguardista, delgado y muy alto, estilo Anthony Perkin, como él mismo insinúa. El diario fue publicado a los dos años de su muerte, muy pronto si se tiene en cuenta que no era escritor, aunque sin duda pretendía serlo. Muy probablemente su madre, mujer culta, amante de la literatura, la música y la pintura, tuvo algo que ver con esa inmediata publicación, a la que siguió, en 1970, la correspondencia que mantuvo con una novia suya, italiana, Cartas a Anna, escritas en francés, que era la lengua que utilizaban. El diario fue prologado por Julián Marías, que fue amigo suyo y de la familia; y las cartas fueron precedidas de un texto de Federico Sopeña, que tuvo en cuenta las referencias musicales del diario, que dan noticia de algunas de las actividades madrileñas. También señaló cierta falta de énfasis católico, a pesar del indudable cristianismo de Silvela, pero la época era así de vigilante de sus dogmas. Junto a estos lectores notables de primera hora, hay que mencionar a Guillermo Díaz Plaja y Vintila Horia. La edición actual (una selección, no sabemos por qué), basada en los manuscritos, se debe a José Muñoz Millanes, que nos da una valiosa información del autor y de su familia en la introducción, aunque olvida darnos algunas fechas y datos que podían haber sido preciosos, si es que los tiene, porque sospecho que la madre de Juan Manuel Silvela, Pilar Sangro, fue un personaje digno de algunas páginas. He podido ver por la esquela de ABC, que la madre del autor falleció en Madrid en 1997, ya viuda (aunque estaba separada de su marido desde la adolescencia de «Manolo Silvela»).
El diario, comenzado en enero de 1949, es valioso por varios aspectos que han sido señalados desde que se publicó por primera vez, y que Millanes amplía. Por un lado, como ya he dicho, es rico en comentarios sobre la vida musical madrileña, prestando especial atención a la música que ya la había renovado (Stravinski, Bártók, Hindemith) durante la primera mitad de siglo. Silvela fue amigo, por ejemplo, del compositor danés Gunna Berg, en cuya casa de París se hospedó en alguna ocasión. Por otro lado, por generación y afinidad, fue amigo de los pintores de lo que sería el grupo abstracto de Cuenca (cuyo Museo de Arte Abstracto Español, empresa en la que colaboró su madre, fue inaugurado en 1966), especialmente de Gerardo Rueda. El diario también es valioso por el testimonio de primera mano de la muerte y entierro de Ortega y Gasset, con cuya familia tenía amistad la madre y él mismo. Silvela fue sensible al arte moderno, tanto musical como pictórico, y también en lo literario. Está lejos del realismo anecdótico en pintura y persigue «lo puramente plástico». Durante algunos años siguió las conferencias y cursos del Instituto de Humanidades y del cine Barceló, donde Ortega dio a conocer sus ensayos de filosofía de la historia que forman su libro El hombre y la gente. Ahí asiste también a las conferencias y coloquios de Julia Marías, Garagorri, Vela, García Valdecasas y otros. Entre los poetas españoles del momento, lee con mucho interés a José María Valverde, también a Luis Felipe Vivanco, pero al parecer ignora a Valente y Gil de Biedma. De literatura foránea: ama a Rilke, Proust y Kafka, y admira a Supervielle, Eliot, Katherine Mansfield…. Pero no sólo se dedica a los estudios jurídicos, en los que finalmente no prospera, aunque acabó la carrera, sino que es un apasionado del ajedrez, el fútbol y el bridge.
Como señala Muñoz Millanes, se trata de un diario de formación o aprendizaje. De hecho, los primeros años son ricos en pequeños apuntes relacionados con las reflexiones filosóficas del mundo orteguiano, que luego va desapareciendo, como si se fuera despojando de filosofía y se acercara a un mundo descriptivo, sensible a lo biográfico, a lo visual y sonoro. De hecho, creo que estos dos últimos aspectos marcan todo el diario: Juan Manuel Silvela es alguien para quien las cosas tienen color, y no los olvida. Y el mundo suena: no sólo hay música formal, sino que está lleno de sonidos. Es un escritor que sabe oír el sonido de las calles, o el del tic-tac de un reloj en mitad de la noche desde su cuarto; y que señala siempre el color de un traje, de un sombrero, de un objeto. Gerardo Rueda, al que el autor le dejó leer algunas páginas del diario, le confesó que era una obra «de sensaciones. Sensaciones producidas por cosas, más que por personas. Manolo y su paisaje». Desde el comienzo, el tono del diario tiene algo que le da fuerza y lo lastra: la percepción de la ausencia de futuro, de la fugacidad. De ahí, creo, el hincapié en lo ya vivido, leído, experimentado, como si la vida ya hubiera sido vivida. Sin duda esto tiene que ver con la grave dolencia cardíaca que padeció desde niño y que, tras varias intervenciones, le causó la muerte en mayo del 65, en Neully. Pero el diario se interrumpe en 1958. Veremos al final por qué.
El diario, con ausencia de noticias durante semanas y hasta meses, está escrito en un tono sencillo, nada pedante, cercano a la prosa de Azorín, a quien admira, pero menos puntillista y elaborada. Tiene un tono rápido, algo conversacional, aunque de pronto se cuaja como una pequeña pintura de pocos pero esenciales elementos. Silvela es al comienzo del diario un adolescente maduro intelectualmente, que quiere pensar serio y con amplitud. Quiere ser todo un intelectual «y al mismo tiempo lo más aristócrata posible». Es un hombre tímido que busca lo confidencial. Pero es un tímido extrovertido: se lanza al mundo y el mundo existe para él. Tras escuchar a Gómez de la Serna en el Ateneo (1949) afirma que «yo no soy conferenciante ni conferencista, sino confidencial». Habla para pocos y en voz baja. Su tiempo es minucioso, de ahí su atención al reloj «que se empeña en hacer picadillo el tiempo y mi paciencia» (¿eco de las greguerías de Ramón?). Lo más personal se mezcla con noticias del mundo: «Fuimos a la boda de Joselín Ortega» (con Simone Klein, con cuyo libro de cocina hemos aprendido todas), o bien: «Se murió el hijo de Julián Marías y fui con mamá a verlos». Se mira a sí mismo y define las actitudes que lo identifican: recordar, esperar, soñar. Aunque es un hombre activo, que toca el piano, callejea, va a exposiciones, se para en los bares a tomar un vino y busca siempre «una novia» (sin encontrarla), en realidad esas tres palabras lo perfilan como un hombre –dada su juventud, estático– o que gira sobre lo mismo: el recuerdo y el sueño que apenas lo lleva a la acción. Sobre todo, en relación con las mujeres pareciera que le causa angustia (no dudo en emplear el término) kafkiana. De hecho, analiza al detalle a cada chica que conoce y acaba concluyendo, desanimado, que no puede enamorarse de ella. Frente a estas sucesivas desilusiones (Casy, Bela, Coqui, Ürsula, Inés María), prestigia, de manera obsesiva, la imagen de alguna chica, vista un solo día, como en el caso de Françoise Legonidec, «un recuerdo de un día, de un único día en París […] cuya memoria, sin embargo, me acompaña y me asiste desde hace tres años en los momentos más caóticos de mi vida». Hombre piadoso, y muy sensible, busca en la mujer la sencillez, los valores, y la afinidad cultural, «amor como comunidad de pasado», pero ninguna resiste el escrutinio. Él mismo se extraña de «hasta dónde llega mi capacidad de apreciación de defectos físicos femeninos». A pesar de todo es un denodado buscador de novias, quiere tener «su novia».
Su momento del día favorito es la tarde, un momento de contemplación. Tiempo de reflexión, de observación, de dejarse llevar por la atracción del pasado. No es desdeñable que algo haya contribuido, en su percepción del tiempo, el hecho de que una hermana suya, Carmen, muriera con tres años, cuando él tenía seis. Es lo contrario de su madre, que calculo que vivió más de noventa años: «Mamá», dice su hijo en este diario, «es la acción. Mamá vive proyectada hacia el futuro […]. Está recogida en sí misma pero abierta a las cosas, como una corola». En 1955 define su diario como el álbum de fotografías de su vida. Instantes fijos a los que vuelve una y otra vez, obsesivo y melancólico, soñador y estático: «Estoy hecho de la misma sustancia de los espejos; de tal manera pienso en lo que vivo, y reflejo lo que pienso, y vuelvo a reflexionar sobre la reflexión misma». La lentitud, por un lado, y por el otro la conciencia de que no hay tiempo, ese es el espíritu que alimenta estas páginas, que no quisieron ser más que las que fueron, que no se quejan de los meses en los que no deja noticias, ni trata de contarlas en diferido, porque lo que su diario busca es el instante que está anotando, cercano, a pesar de que él es un soñador (futuro) y un recreador acucioso del pasado, pero siempre en la fisicidad del ahora, corporal. Ahí está su cuerpo, ese que al parecer no encontraba en tantas jóvenes a las que se acercó y de las que se alejó.
Juan Manuel Silvela interrumpió el diario el 31 de diciembre de 1958. Por José Muñoz Millanes sabemos –y por el volumen de Cartas a Anna, desde 1960 a 1965– que sintió una gran necesidad de dejar Madrid, de apartarse de su familia, cuya presencia llegó a agobiarle; y se marchó a Zúrich en 1959, donde dio clases de lengua y literatura española, y también de alemán para inmigrantes. Su falta de interés por lo jurídico y sus fracasos amorosos también fueron decisivos en su abandono de España. En Suiza, aconsejado por algunos, comenzó a psicoanalizarse. «Comprobé», le escribe a Anna, «que mi relación con mi familia, especialmente con mi madre, estaba sicológicamente “neurotizada” […], al fin he sentido también que mi relación con algunos aspectos de la vida y del ambiente de Madrid están neurotizados. También supe que la imagen de Dios, por mi creada, lo estaba igualmente». Con Anna se encuentran alguna vez en Zúrich y en la costa ligur, hablan de casarse, pero Juan Manuel Silvela, convaleciente de una operación, fallece en mayo de 1965. Es una pena que no sepamos mucho más de su psicoanálisis. ¿Por qué no llevó un diario? Sin duda habría sido otro diario, que sólo podemos conjeturar. El 19 de diciembre de 1954 escribió: «Noche, ventana negra, lámpara, mis manos sobre el cuaderno; la música, la alegría, las sombras poblando los rincones». Ahí lo dejamos, en su intimidad ya fija para siempre.