Felipe Cabrerizo
Gainsbourg: elefantes rosas
Expediciones Polares, San Sebastián, 2015
448 páginas, 22.50 €
POR JULIO SERRANO

Somos, dijo Huizinga, Homo ludens, hombres que juegan porque ¿hay motivos para la gravedad? ¿Para tomarnos demasiado en serio? ¿Para atribuir una gran importancia a la vida o a la muerte? Algunos son Homo sapiens ludens, hombres que saben que juegan porque, al borde del precipicio del azar que determina las leyes de la vida y la muerte –¿caerá una maceta del tercero mientras paseo?–, aspiran a la diversión del ahora, no del mañana (quimera), sino a lo lúdico de este instante (veraz, tangible) en el que el mundo nos pertenece. La física cuántica afirma que algunos procesos cuánticos son resultado del azar puro. Los surrealistas hallaron explosiones poéticas como resultado de la azarosa unión de objetos o realidades aparentemente extrañas. Recuerden la atribución de belleza de Lautréamont al «encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas». Pues bien, sería una sucia palangana la azarosa coincidencia que determinaría el nacimiento de uno de los músicos más polémicos de la Francia del siglo pasado: Lucien Ginsburg, futuro Serge Gainsbourg (1928-1991), compositor, cantante, actor y director de cine, próximo en actitud y forma de ver el mundo a algunos de los surrealistas y homo sapiens ludens por excelencia.

Se hizo mundialmente célebre tras el escándalo que supuso la canción amorosa –nunca antes una canción había sido tan apasionada– Je t’aime, moi non plus, interpretada primero con Brigitte Bardot y luego con Jane Birkin, y con la que vendió cinco millones de singles. Y como Salvador Dalí, a quien admiraba (Gainsbourg fue un pintor frustrado), sacó provecho del escándalo. Que hablen bien o mal de mí pero que hablen, decía Dalí. A Gainsbourg le divertía provocar, fabricar máscaras (rentables como pudo comprobar) que coquetearon con la misantropía, el incesto, con la burla hacia lo respetable. Fue un jugador expuesto a la bofetada que resulta de jugar públicamente a tomarse la vida en broma en una sociedad que quiere proteger el sentido lógico, la importancia de lo que somos. No nos gustan demasiado los existencialistas burlones, no por mucho rato: tienen demasiada razón (relativa) al ningunear los valores sobre los que construimos la sociedad, pero es que formar una ética universal y válida para todos los seres humanos facilita mucho las cosas, lo cual no es menos razonable, aunque les pese a los más descreídos.

Pero regresemos a la palangana, al origen. Cuando, embarazada de Serge, su madre acudió a un sórdido apartamento de Montmartre para practicarse un aborto y vio el recipiente donde aún quedaban los restos de la anterior operación, decidió seguir adelante con el embarazo. «Serge siempre decía que su única suerte en esta vida se la debía a una mugrienta palangana», recordaba su pareja más estable, Jane Birkin. Un origen demasiado arbitrario como para tomarse en serio a sí mismo. Si la vida de uno no es designio de un dios, ni siquiera de una querencia de los progenitores, la cuerda floja en donde la vida sigue su camino está inevitablemente a una cierta altura. Es difícil cualquier mitomanía de uno mismo con una palangana arraigada a los cimientos del ser. Así que hizo de sí un canalla, un seductor magnético y obscuro, un amante de la extravagancia, la belleza, el lujo y el juego de la provocación. Le divertía incomodar a su público como quien escandaliza a una abuela algo reaccionaria a quien le cuesta aceptar lo nuevo.

De fondo, un orgullo herido y resentido que buscó la forma de devolver los ultrajes. Tras esa primera humillación prenatal siguieron muchas otras: una fealdad que le haría blanco de burlas durante toda su vida, pero de manera más hiriente en la infancia y adolescencia; la estigmatización de ser judío en la Francia ocupada o una hostilidad social que le haría pagar la osadía de ser cantante con un rostro marcado por la carencia de belleza. Las convenciones sociales determinan, a priori, la belleza como condición sine qua non para salir a un escenario, o al menos no la fealdad manifiesta. A un feo se le deja ser bufón, debe compensar con simpatía la hostilidad que produce mirar su rostro, pero feo y altivo es algo que a nuestra frivolidad (en general, no la de usted en particular) le cuesta digerir. Que se mueran los feos es el irónico título de una de las novelas del amigo y referente para Gainsbourg Boris Vian, quien con su estilo agresivo, irónico y humorístico fue un fogonazo para él. Serge respondía con hostilidad a la mirada crítica de un público que pareciera tener como máxima ese título de Boris Vian, lo que alimentaba una circularidad de aversión que más tarde sería parte de su lóbrego atractivo.

Y comprendía demasiado bien la sed de belleza que nos domina pese a padecer esta tiranía, ya que él mismo era un enfermizo esteta. Veneró la belleza –tuvo un historial de conquistas apabullante entre el que se hallaron algunas de las mujeres más hermosas de su tiempo, como Brigitte Bardot o Jane Birkin– y trataría de recrear, como el personaje de A contrapelo, de Huysmans, en quien veía un semejante, un mundo artístico en el que hallar refugio a su misantropía, un mundo acorde con sus gustos decadentistas, propios de un dandi. Cínico, encontraría un gran placer en la perversidad estética como forma de invertir los valores convencionales que imperaban en la sociedad de su tiempo. Sus letras coquetearon con un amplio abanico de cortesías misántropas y se rió del orgullo nacional (fue muy polémica su versión reggae de La Marsellesa) y de todo lo que pilló de solemne por el camino. Quemó un billete de quinientos francos en una aparición televisiva porque quería, tal vez, ser detestado, y detestar a su vez, dándose perfecta cuenta de lo lucrativo que podía llegar a ser este divertimento. Nada como una barbaridad para azuzar las ventas en la sociedad del espectáculo. Era consciente de su prostitución, pero usaba lo que despreciaba de la sociedad en beneficio de sí mismo, con el riesgo que esto conlleva: el riesgo de convertirse en aquello que el dedo acusador señala como deleznable.

El pseudónimo de Serge Gainsbourg le sirvió para dejar lejos a ese tímido e insignificante Lucien Ginsburg, tan acomplejado que magnificaba su trivialidad porque le pesaba más el deseo de no estar en boca de nadie, de pasar desapercibido. La máscara Serge Gainsbourg fue una exitosa construcción pública para revolverse contra la humillación. Como dandi y como bon vivant, le sonreían más la suerte, el dinero y las mujeres. Accedió a una diversión que la virtud o la discreción le negaban. Halló además un modo de amar que le hizo ser correspondido –parece ser que pese a sus continuas infidelidades e incluso malos tratos ninguna mujer dejó un testimonio negativo de él, más bien todo lo contrario–, híbrido de pasión e indiferencia, de desprecio y veneración. Su fama se disparó, convirtiéndose en una incógnita, en alguien intrigante, en el tipo feo capaz de incitar a la felizmente casada Brigitte Bardot a vivir un apasionado romance con él. La fama sería el tablero de juego.

Pero esa rebeldía individual frente al mundo social se guardaba un as en la manga, un reverso fáustico. Tras el gran carnaval que fue su vida pública, el precipicio del alcohol y la soledad de la misantropía hicieron de él un hombre doble. Paulatinamente Serge Gainsbourg fue convirtiéndose en Gainsbarre, segundo nombre que inventa para su nueva máscara en los platós de televisión, aún más gamberra, pero ya pasada de rosca y burda. Entregado a los designios del alcohol, Gainsbarre sigue un rumbo propio, se escapa de las manos de Gainsbourg. Gainsbarre es el retrato de Dorian Gray que engulle a su creador, adquiriendo una presencia dominante como la de Mr. Hyde en la novela de Stevenson. Serge parece dejar de manejar las reglas de su juego: fin del homo sapiens ludens, deja de saber que juega, se acaba su diversión, pero probablemente ha merecido la pena.

Acaba de salir a la luz la primera biografía escrita en castellano de este músico de varios rostros, titulada Elefantes rosas, del periodista, escritor y programador de cine Felipe Cabrerizo (Donostia, 1973). El título de la biografía está extraído de un verso de su canción Intoxicated Man, título también utilizado por Mick Harvey, guitarrista de Nick Cave, para su disco de versiones de Gainsbourg en inglés, Pink Elephants (1997). Cabrerizo trata de hacer justicia con un autor cuyo talento –en su opinión– ha quedado distorsionado por la impronta que sus escándalos han dejado en nuestra memoria. Tras la parodia de sí mismo que hizo Gainsbarre en televisión en sus últimos años nos invita a diferenciar entre persona y personaje, ya que «no tienen nada que ver. Éste era detestable y aquella, maravillosa». Me inclino a pensar que esta dicotomía no fue tan esquizofrénica como para ser dos seres inconexos, sino que persona y personaje fueron cómplices del juego, pero ya se sabe que, como en Niebla de Unamuno, a veces los personajes no se pliegan a ser tratados como meros títeres, ¡y menos un personaje ebrio de rebeldía como Serge Gainsbourg y aún menos el grotesco Gainsbarre! Autor de libros sobre cine y realizador del espacio radiofónico Psycho Beat!, privilegia en su emisión el yeyé europeo de los años 60 y 70, convirtiendo su emisora en un reducto ajeno a la injerencia de la música anglosajona. Poco mitómano pese a su fascinación, nos ofrece una biografía precisa, bien documentada, que trata de poner algo de luz en la comprensión de la idiosincrasia de este autor tan propenso a ser malinterpretado. Dice Cabrerizo: «Me daba pena que la labor de Gainsbourg quede a menudo limitada a un señor feo que montaba follones continuamente», ya que «la vida de Gainsbourg tiene una línea de excesos que ríase usted de David Bowie, Lou Reed e Iggy Pop. Y esto lleva consigo una serie de episodios esperpénticos que requieren un poco de precaución». No prescinde ni censura ningún desbarre de Gainsbourg pero Cabrerizo es cauto, no quiere reducir el hombre que fue a una entretenida sucesión de morbosos escándalos. Más bien, se detiene en las letras de sus canciones, refleja el talento musical de unas composiciones que se apoyan en una formación clásica abrumadora, señala su habilidad con el lenguaje, con los dobles sentidos, con las aliteraciones. Destaca la febril creatividad de este músico –que en opinión del que escribe no ha envejecido muy bien– pero que Cabrerizo, buen conocedor de la canción francesa, invita a revisitar, ya que, sin inventar nada nuevo, dio un paso adelante en todos los géneros musicales a los que se asomó.

Todo ello mientras nos paseamos desde el París existencialista de mediados del siglo pasado –cuando artistas y filósofos se reunían en los cafés y clubs de jazz en las cavas de la rive Gauche, donde se recitaban poemas de Prévert y actuaban Miles Davis o Boris Vian, y acudían intelectuales como Sartre y mujeres como Juliette Grèco (ella también, amante de Serge Gainsbourg)– a décadas más próximas, en donde nos habla de su relación con Vanessa Paradis o de su escandalosa impertinencia en un encuentro televisivo con Whitney Houston.

Esta biografía es, como no puede ser de otro modo, la suma de varios azares. A la palangana hay que vincular el hecho de que Felipe Cabrerizo, a los siete años, pasase frente al televisor en el momento en el que un señor descuidado pero elegante, fumando compulsivamente unos gitanes, sorprendió a aquel niño poco acostumbrado a una manera de estar que rompía de cuajo el tedio de la circular tarde familiar. De ese encuentro fortuito tenemos hoy una notable biografía de un músico singular donde los haya.