Rudyard Kipling
Crónicas de la Primera Guerra Mundial
Traducción de Amelia Pérez de Villar
Prólogo de Ignacio Peyró
Fórcola, Madrid, 2016
136 páginas, 16.50€
POR CARMEN DE EUSEBIO

Rudyard Kipling (1865-1936) fue un escritor que casi siempre estuvo por encima de sus contradicciones, felizmente influido por su nacimiento y años vividos en la India, aunque sin duda uno de los más auténticos británicos. Nació en Bombay, y allí, después de los dieciocho años, fue director de la Civil and Military Gazette de Lahore. Fue periodista, poeta, cuentista y novelista. En su primera época escribió en un estilo directo, sin prescindir de cierta riqueza expresiva en un tiempo marcado por el esteticismo y, por otro lado, por el estilo indirecto y de poca acción de Henry James. De alguna manera se podría decir que se dirigía a su público como si le hablara, sólo que lo hacía desde la capacidad de acción verbal de Kipling, un escritor que sería admirado por Borges por su precisión y capacidad de contar una historia como si la estuviera poniendo en pie. Fue, como es sabido, el gran defensor de lo que a finales del xix se denominó el Imperio británico: en él vio la encarnación de una civilización, cargada de los mejores valores, algo digno de defenderse y expandirse. No era un ingenuo, y sabía bien que lo que llamamos condición humana es débil y no pocas veces terrible, pero por eso creía que una cultura como la inglesa se apoyaba en valores dignos de ser defendidos, para los de fuera y los de adentro. Nunca se entregó a abstracciones, ni a fascinaciones metafísicas, y atendió con pasión a lo que él mismo denominó experiencia de la vida, por lo tanto a lo que el común encuentra de reconocible, tanto en lo individual como en lo colectivo. Defendió al hombre común, pero no por eso fue un defensor de la democracia.

Crónicas de la Primera Guerra Mundial –también llamada la Gran Guerra, pero que con la que vino luego se quedó en una denominación ordinal, como nos hace ver en el rico prólogo Ignacio Peyró– es un pequeño libro que recoge su experiencia de testigo (no de soldado) en los campos de Francia e Italia. Es una guerra que ha tenido numerosas memorias de escritores que participaron en ella, como, sin salir de la lengua inglesa y citando sólo a dos, Robert Graves, autor de Adiós a todo eso, y Gerald Brenan, quien le dedicó una parte de Una vida propia, ambos libros admirablemente escritos. Peyró señala que a pesar de la presencia de numerosos escritores no tuvo el grado de politización, por ejemplo, que la guerra civil española. Es cierto, y hay que recordar que la Revolución rusa estalló en 1917, con el alto grado de ideologización y teleología política que iba a suponer. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Kipling era un hombre de cincuenta años, y eso para entonces era ser bastante mayor. No fue a la guerra como soldado, pero sí su hijo, que murió en ella, en la batalla de Loos. La participación de Kipling, pues, no fue bélica, pero sí utilizó sus armas de periodista, el conocimiento de lo castrense, y su capacidad para conectar con el público, para hacer de sus crónicas un espacio de convicción y de seducción. Cito a Peyró, que además de este amplio prólogo al libro de Kipling, es autor de Pompa y circunstancias. Diccionario sentimental de la cultura inglesa, también en la editorial Fórcola: es «el periodismo propagandístico de Kipling el destinado a tener la mayor repercusión en su tiempo y a permanecer con el mayor simbolismo en nuestros días». De hecho, fue tan propagandístico que ignoró contar los horrores de los soldados con el fin de alentar a las tropas, a los nuevos soldados, en la lucha de las trincheras. Aunque quizás habría que decir –matizando un poco la importancia simbólica en nuestros días, de la que habla Peyró– que los verdaderos símbolos más allá de la Historia están en muchos de sus cuentos, en novelas como Kim y El libro de la selva, y en no pocos de sus poemas. Su defensa de los valores británicos, por decirlo de manera un poco restringida, creo que forma parte de la Historia, y tiene sus virtudes y defectos, pero aquellos símbolos –por emplear también una palabra que lo abarque– de su obra literaria son algo más que literatura inglesa, o que valores y fechas, y forman parte de ese imaginario que sigue alimentándose en traducciones y en tiempos ya distantes de aquellos que los originaron. Es lo que se llama un clásico, para el mencionado Borges y también para Eliot. Quien quiera tener un conocimiento de cómo vio su propia vida, creo que encontrará en Algo de mí mismo, escrito con un estilo tan suelto como eficaz, nada solemne, unas memorias parciales inolvidables.

Estas crónicas se fueron publicando en The Daily Telegraph y también en varios periódicos norteamericanos. Kipling no estuvo cegado por la propaganda, y, además de perder a su hijo, se dio cuenta del terrible horror de la guerra, de ahí que escribiera, como nos recuerda Peyró: «Si alguien pregunta por qué hemos muerto, / decidle que porque mintieron nuestros padres». El valor de estas crónicas es, hoy día, más literario que histórico, más evocador de ciertas actitudes suyas y del espíritu británico de su tiempo que de la complejidad de la guerra, sus estrategias, intereses y resultados. Kipling no deja nunca de ser un escritor que hace literatura, que de alguna forma se distrae en el paisaje, a pesar de que no pierde de vista las posiciones y anécdotas bélicas, pero no es fácil saber dónde estamos, qué está ocurriendo. Creo que estas crónicas no contribuyen tanto a la historia de la Primera Guerra Mundial como a la literatura sobre la guerra, o desde la guerra. Tampoco son el testimonio de alguien que la padece sino de un testigo protegido, siempre en lugares no muy arriesgados. Desde la primera a la última página queda claro que los boches –los alemanes– son la gran bestia, el enemigo de la humanidad, lo opuesto a la civilización, aquellos que en el bombardeo de la catedral de Reims simbolizan para Kipling la encarnación de lo bárbaro. Lo que los soldados franceses levantan ante el enemigo «es la muralla que el Hombre ha construido para defenderse de la Bestia, igual que lo hizo en la Edad de Piedra». Sin duda es una simplificación y una algarada, justificada por lo necesario, que es alentar a los soldados que luchaban contra los alemanes. A veces las descripciones del novelista y poeta son de una efectividad memorable, como cuando ve en una colina que «los cimientos de las casas quedaban a la vista, como si fueran pedazos de tripa, con el sol penetrando en sus huecos cuadrados». O esta otra en la que describe unas piedras «secas y salientes como la pelvis de una vaca». O expresiones de una llaneza soldadesca: «más tranquilos que un cerdo a mediodía». Es curioso, si no me equivoco, que sean estas descripciones, y algunos episodios de descripciones de tropas o de movimientos estratégicos, lo que pasados cien años perviva en estas crónicas. Ahí están, algo fijas en la época, a diferencia de sus cuentos, novelas, memorias, que siguen moviéndose en el tiempo con cada lector.