Andrés Ibáñez
La duquesa ciervo
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017
384 páginas, 20.50€ (ebook 12.99€)
Hay algo compartido en las dos últimas novelas de Andrés Ibáñez (Brilla, mar del Edén, Premio Nacional de la Crítica en 2015, y La duquesa ciervo, que acaba de publicar, como la anterior, Galaxia Gutenberg). Las dos, aunque desarrollan aspectos externos muy diferentes, tratan de la aventura humana desde una perspectiva tan profunda como llena de imaginación. Y las dos están constituidas por personajes que el lector (el lector que yo soy) quiere ser. Sabemos que la lectura es un milagro mediante el cual, si nos sumergimos en las páginas, los lectores nos convertimos de algún modo en aquellos personajes que pasan por nuestra mente y a los que dotamos también de nuestras propias vivencias. Pero, en ocasiones, se apodera de nosotros un sueño mayor: querer habitar, también en cuerpo, el ropaje mágico de los personajes, desencarnarnos de la tarea diaria y pasar a ser ellos, a vivir su vida ya dentro de las páginas, como le ocurría al niño Bastian Baltasar Bux en la Historia interminable de Michael Ende. No es casual esta referencia a Ende, porque, sin duda, con la lectura de La duquesa ciervo he revivido esa fascinación que uno siente en la infancia por determinados libros. Esa fascinación que nos hacía presentir que nos encontrábamos en el camino de un viaje mayor y que íbamos a tener entre los dedos, al final, como el héroe de la historia, el vellocino de oro.
Y, aunque el vellocino se acabe escabullendo al cerrar el libro, resulta una sensación escasa que mi experiencia lectora me ha reservado normalmente para antihéroes: el Long John Silver de Stevenson, el Larsen de Onetti o el marqués de Bradomín de Valle Inclán. Quizás porque todos ellos se mueven en el otro lado de la normalidad. No me ocurre igual con los personajes de Cervantes ni de Shakespeare ni de Faulkner ni de Joyce (por muy raros que sean y que, sin duda, son modelos para mí como para tantos escritores), aunque sí con el Ulises de Homero, con el protagonista del Manuscrito hallado en Zaragoza de Potocki y también con el Trancos (antes de reinar como Aragon) de El señor de los anillos, novela a la que La duquesa ciervo debe tanto. Seguro que esto le ha ocurrido a muchísimas personas en el mundo. Y está claro que no tiene que ver tanto con la factura literaria (que en Andrés Ibáñez es de gran calado), sino con el entusiasmo que produce vivir dentro de las inquietudes y progresos de algunos personajes porque ellos (y no otros) despliegan una fuerza mítica latente en alguno de nuestros anhelos más elementales.
He de confesar que este deseo de ser un personaje me invade con escasa frecuencia y menos aún en una novela contemporánea. Por eso me resulta una agradable sorpresa que en La duquesa ciervo haya deseado convertirme en uno de ellos.
Se trata de Hjalmar, el narrador de la historia. De todo lo que le va aconteciendo resulta una iniciación que acaba desarrollando sus potencias interiores. De origen humilde, como en los cuentos clásicos o en los libros de caballerías, asciende en el saber y en la consideración de la corte conforme supera complicadas pruebas. De su mano descubrimos el territorio híbrido de seres humanos y no humanos en el que se va a desarrollar la novela (La Torre, los parques mágicos, las florestas de Nemi Dar) y conocemos al resto de los personajes (el mago, la duquesa y otros compañeros de aventura). Pero, sobre todo, con Hjalmar penetramos en una historia muchas veces contada y que, a mi parecer, Andrés Ibáñez sabe narrar como si de nuevo fuera la primera vez: el descubrimiento de la magia y del amor.
Es difícil profundizar en un asunto así con el detenimiento que se merece en unas pocas páginas (y, además, para eso está la propia novela), pero sí quiero mencionar algo en cuanto al descubrimiento de la magia, empezando por un episodio especialmente significativo por la dificultad narrativa que entraña. Los aprendices de magos hacen sus primeros viajes iniciáticos transformándose en pájaros o en mamíferos, dando un salto de conciencia desde la mente humana a la animal. Por ejemplo, Hjalmar se convierte en comadreja y así se aventura en una misión en la que debe descubrir hechos de gran importancia para el reino. Entonces asistimos a la lucha que se produce en el interior de la conciencia del hombre-comadreja, que ahora tiene el punto de vista humano pero se ha enardecido con la asunción de los instintos salvajes de un depredador. A su lado corre una liebre en la que se ha trasformado una mujer, de la que Hjalmar anda enamorado en la vida cotidiana. No desvelaré lo que sucede a continuación, pero el debate que se produce dentro de la mente del muchacho entre las pulsiones amorosas humanas y las salvajes propias del animal, entre el deseo y el conocimiento, es de enorme alcance literario.
Para los que vivimos dentro de los libros, la literatura tiene un inmenso poder. Una novela de hechizante imaginación y una escritura lo suficientemente hábil para convertirla en materia lingüística pueden raptarnos a su lado de la realidad. Así me ha sucedido con La duquesa ciervo y, leyéndola, recordé una de las recomendaciones de Giordano Bruno, que incitaba al ser humano a desarrollar dentro de sí ciertos poderes dormidos a fuerza de imaginarlos. También he recordado los libros ocultistas escritos en nuestra época por yoguis como Taimni y anteriormente por teósofos como Bessant, Leadbeater y, desde luego, Blavatsky; el Valle Inclán de La lámpara maravillosa; místicos como Miguel de Molinos, san Juan de la Cruz; y, en definitiva, todos aquellos que han escrito acerca del solitario y, en cierto aspectos, suicida conocimiento de uno mismo a través de una progresiva ampliación de la conciencia: desenmascarar el yo a través de la empatía con la escurridiza y omnipresente esencia del universo. Pero, además, dentro de esta corriente filosófica y poética, hay un poderoso modelo narrativo que se desarrolló en la llamada Edad Media y en el que beben una y otra vez los autores de lo que se ha bautizado (quizá prejuiciosamente) como «género fantástico». Me refiero a la aventura mística de Perceval, que, por ser el caballero más puro, es el único capaz de encontrar el Grial, objeto sagrado que representa la salvación pero también el poder, como han subrayado los anillos de Tolkien o las versiones cinematográficas de Indiana Jones.
En la novela de Andrés Ibáñez el Grial se llama el Grandir y en su búsqueda sólo pueden participar este tipo de personas iniciadas.
Lo particular que tiene Hjalmar respecto a otros personajes es que gran parte de esta novela está dedicada a que el lector perciba todo el proceso de su transformación interna. En uno de mis pasajes favoritos Hjalmar aprende a ver los seres demoniacos que viven en su interior y se alimentan de sus emociones y preocupaciones, los cuales, a cambio de esta depredación, le ofrecen todo tipo de favores que le podrían alejar de su proceso de saber, un proceso que debe llevar, como en la alquimia, al descubrimiento del oro interno, que no es otra cosa que nobleza y entrega y amor.
Esta novela conforma un universo que le resultará familiar desde el principio al espectador de Juego de tronos, tanto como al lector de literatura fantástica (con El señor de los anillos como principal modelo): las antiguas sagas islandesas, los ciclos artúricos y la ciencia ficción, géneros que Andrés Ibáñez sintetiza con naturalidad en páginas donde conviven con verosimilitud nigromantes, guerreros y platillos volantes. El autor hace expresos sus referentes por medio de la eufonía (Inglud, England; skilfingos, vikingos; Grandir, Grial; Sammsar, Gandalf), a éstos él les añade su propio mundo, descrito con enorme detalle: hombres-oso, mujeres-tritón, campesinos que devoran niños, palacios en otras dimensiones y a la vista, mundos especulares reflejados en lagos, el interior de naves espaciales como si habitáramos la parte final de 2001: una odisea del espacio.
Como en sus modelos, encontramos aventura, magia, hechos y seres extraordinarios, también salvajes e inquietantes, pero mi impresión es que en la novela de Andrés Ibáñez el conjunto alcanza un significado asimilable a los que buscan el conocimiento de sí mismos a través del yoga y la meditación. La novela, de hecho, podría definirse como una meditación que se despliega en una fascinante aventura, o una aventura que desciende a las profundidades de una fascinante meditación, preñada de originales hallazgos.
Creo que después de cientos de dragones en la literatura y en el cine, pocos han sabido explicar con tanta claridad lo que significa esta criatura dentro de la imago occidental.
Hay un capítulo en el que vamos presenciando el despertar de un dragón al que le llega el lejano deseo de un hombre: tres monedas de oro. La voz (pues todo se comunica en la existencia) desciende hasta la remota cueva donde el dragón duerme enterrado en sus tesoros: «Todo el horror del mundo le alimentaba […], el dragón amaba por encima de todo el metal y las piedras, todo lo duro, lo estático, lo frío […]. Su sangre era ambición y voluntad de dominio». Unas páginas más adelante, con el dragón despierto, cuando ya ha desplegado sus alas en el cielo, conocemos su pensamiento: «Sumisión y entrega. Todos estamos sujetos a un orden superior que nos comprende. […] Sólo en el corazón del hombre arde una llama pequeña y escondida que desea ser libre. Hemos de apagar para siempre esa llama. […] La imaginación del hombre es la lepra del mundo. Lo que la ayuda, el amor, la soledad, la memoria, la música, el arte, han de ser erradicados y rendidos. Vivir es vivir con cadenas».
Justo al principio de la novela, alguien había advertido a Hjalmar, cuando todavía no era más que un aprendiz de cocinero: «Nosotros no somos esclavos. Somos siervos: podemos tener propiedades y comprar una casa, y casarnos, y tener hijos, pero no podemos abandonar nuestro trabajo».
Desde luego, pensamos, al leer estas líneas, en nuestra manera de vivir y que esta novela trata de uno de los temas de nuestro tiempo: la esclavitud como forma de vida inconsciente, de la que el ser humano sólo puede liberarse a fuerza de ir despertando de determinados letargos, estructuras mentales, prejuicios y convenciones.
La novela de Andrés Ibáñez nos impulsa a vivir sin cadenas y con imaginación. Liberado de las fotografías repetitivas del exterior, el autor crea un mundo épico en cuanto a la aventura y poético en cuanto a la penetración que genera en el lector un gran número de imágenes, ritmos y sensaciones.
La narración se interrumpe varias veces con poemas en los que hallamos una suerte de espejo sintético de las pulsiones de la novela, sin contar con los versos que cantan los personajes y que, como en El Quijote o los libros de caballería, ilustran y esencian (en rimas clásicas o medievales) el descanso de la aventura.
La literatura sirve para disfrutar. Para recordar. Para vivir lo que no somos. Para descubrir lo que fuimos y quizá lo que seremos.
Esta novela está llena de razones placenteras y también de imágenes en las que crecer.