Antonio Diéguez
Transhumanismo: la búsqueda tecnológica del mejoramiento humano
Herder, Barcelona, 2017
243 páginas, 19.80 € (12.99 €)
La actividad científica ha sufrido grandes cambios en los últimos tiempos. Estos cambios no siempre han resultado positivos. El espectacular incremento del número de investigadores y la feroz competencia entre ellos ha terminado desencadenando, por ejemplo, una lucha encubierta por los recursos que ha favorecido la aparición de prácticas sospechosas, infrecuentes hasta ahora, en el ámbito de la ciencia. Una es el conocido como «negocio de las promesas». A fin de recabar el respaldo de empresas e instituciones públicas, los grupos de investigación prometen resultados extraordinarios que generan expectativas desorbitadas. Se trata de algo inquietante frente a lo cual apenas cabe hacer otra cosa que lo que ha hecho con precisión y rigor Antonio Diéguez en su último libro: distinguir con los instrumentos de la razón entre la mera charlatanería y el discurso digno de crédito.
Tratándose de promesas, un campo con una historia muy dilatada, la palma se la lleva hoy el transhumanismo, movimiento nacido a finales del siglo pasado que preconiza el uso libre de la tecnología para afrontar los problemas del ser humano. Sus partidarios están convencidos de que, con la ayuda de la inteligencia artificial y la biología sintética, no sólo lograremos solucionar en un plazo relativamente breve tales problemas, sino dar asimismo todos los pasos necesarios para transformar al homo sapiens en una especie superior, el homo excelsior. El requisito inexcusable es permitir a la tecnociencia trabajar sin restricciones, algo difícil de conciliar con los principios y valores de la tradición, todavía apegada a la creencia en un orden natural inmutable. Cierto que la tradición, a fuerza de ser cuestionada, ya no es lo que era. La popularidad de Yuval Harari, autor de Sapiens y Homo Deus –dos best sellers avalados (éste es el significativo término utilizado por la publicidad editorial) por cinco millones de lectores–, confirma que cada vez son más las personas que ven con buenos ojos las innovaciones más arriesgadas. Más que un modelo, el pasado tiende a ser considerado un lastre, aunque no sea así, desde luego, en todo el mundo. De lo que no hay duda, en cualquier caso, es de que estamos ante una cuestión controvertida, con una dimensión pública y práctica notable. Tanto si se asumen las promesas de los transhumanistas como si se las rechaza, es imposible mantenerse ya al margen del debate, pues la influencia de la tecnología crece sin parar y la discusión acerca de su papel será decisiva en los próximos años.
Que el hombre sueñe con su mejoramiento no es nada nuevo, al contrario. El problema es que a lo largo de los siglos se ha hecho depender ese mejoramiento de la religión, la educación o las leyes, «técnicas sociales» cuyos resultados distan de ser satisfactorios. ¿Por qué entonces no apostar por la tecnología? Creer que todos los problemas son susceptibles de recibir tratamiento técnico quizá fuera utópico en otro tiempo, hoy ya no lo parece. El uso de drogas y prótesis mejora manifiestamente la calidad de la vida de los individuos y en un futuro cercano, gracias al progreso de la investigación, se podrá ir todavía más lejos buscando, por ejemplo, la fusión con la máquina (sea incorporándola a nuestro organismo, a la manera del cyborg, sea alojando nuestra mente en ella) o manipulando los genes en línea germinal. La condición para que todo esto sea posible es poder intervenir tecnológicamente en nosotros mismos sin restricciones derivadas de una visión obsoleta de la naturaleza. Hemos llegado a un punto en el que seguir tomando en serio las tesis de quienes interpretan el mundo con arreglo a sus valores morales es contraproducente y suicida. El mundo objetivo no tiene nada que ver con los lugares comunes de la tradición. La apelación a un orden natural inviolable y las exhortaciones a dejar las cosas como están son sólo un pretexto para mantener el statu quo. Tal y como los transhumanistas lo interpretan, el orden natural no es en absoluto natural, sino que se trata de una construcción cultural, una forma de ver las cosas nacida en cierto momento de la historia que no debe condicionar nuestras decisiones. Igualmente, las prevenciones acerca de los peligros de una actividad tecnológica ilimitada, todos esos viejos y apocalípticos discursos sobre la fáustica imprudencia humana, desde el calentamiento global al anuncio del agotamiento inminente de las materias primas pasando por los peligros de destrucción bélica o los perversos efectos sociales del darwinismo social, se basan en simples prejuicios, pues no hay ninguna razón de peso para imaginar que el poder que la tecnología ponga en nuestras manos vaya a situarse a la fuerza fuera de cualquier posible control. ¿Acaso la humanidad no ha demostrado en mil ocasiones una capacidad cada vez mayor para manejar sus recursos?, ¿podría hablarse de progreso –y progreso es incuestionable que lo ha habido– si no fuera así?
Diéguez examina en su libro ordenadamente todas estas cuestiones. En el primer capítulo, repasa las tesis fundamentales del transhumanismo y sus raíces teóricas. La alusión continuada e inevitable a la religión y al pensamiento utópico deja a las claras desde el principio que, a pesar de sus vínculos con el mundo de la ciencia, estamos ante un movimiento escatológico con un pie en lo real y otro en lo imaginario. Esta doble vertiente se vuelve más clara en los capítulos siguientes («Máquinas superinteligentes, cyborgs y el advenimiento de la singularidad» y «El biomejoramiento: eternamente jóvenes, buenos y brillantes»). Trata en ellos las dos grandes vías de transformación en las que confían los transhumanistas: la fusión con la máquina y la mejora genética. La llegada de una época dominada por máquinas cada vez más inteligentes, tanto como para que acontezca eso que Vernor Vinge denominó «singularidad» («Ese punto en el que los antiguos modelos quedan descartados y se impone un nuevo orden»), lleva a los transhumanistas a creer al mismo tiempo en una previsible extinción de la especie humana, sometida al poder de sus criaturas, como en la posibilidad, incongruente con lo anterior, de sortear la muerte preservando la mente individual tras el declive del cuerpo en las propias máquinas. Quizá la inmortalidad se ha convertido, como dice Pattie Maes, en una idea muerta, pero de lo que en cualquier caso no cabe duda es de que, vista así –o sea, como inmortalidad computacional– resulta muy poco atractiva.
Algo muy parecido ocurre con el mejoramiento del organismo humano basado en criterios estrictamente tecnológicos como los que se exponen en el capítulo tercero del libro. Diéguez no sólo examina con amenidad y sentido del humor el trasfondo de estos pensamientos, sino que pone de manifiesto sutilmente lo difícil que es mantenerlos en pie sin incurrir en contradicciones flagrantes. Excelentemente bien informado, ecuánime, con la claridad de quien conoce a fondo aquello de qué habla, va mostrando los pros y contras de cada una de las ideas examinadas al tiempo que denuncia la mezcla de determinismo y optimismo que exhiben los transhumanistas más radicales. Una cosa es afirmar que no podemos renunciar a la tecnología y otra, olvidarnos de sus efectos reales en nuestras existencias para pensar únicamente en un futuro fantástico en el que, a tenor de sus eufóricos pronósticos, lo perderemos todo o lo tendremos todo a la vez. Omne ignotum pro magnifico, todo lo desconocido es magnífico, escribió Tácito. Los tecnoutópatas, abandonados a los delirios de la fantasía, parecen no ser conscientes de que sus predicciones se sustentan a menudo en datos incorrectos, historias circunstanciales o meros juicios de valor. La realidad cuenta para ellos menos que el deseo. Las críticas de Diéguez, a pesar de su encomiable esfuerzo por presentar la mejor cara de todos los argumentos, terminan por eso suscitando la impresión de que el transhumanismo guarda menos relación con la ciencia a la que apela una y otra vez que con la teología, incluida naturalmente aquí esa moderna modalidad suya que es la utopía revolucionaria. Que alguno de sus seguidores haya proclamado que «la religión es una forma prematura de transhumanismo» no constituye, desde luego, ninguna casualidad.
El capítulo consagrado al biomejoramiento concluye con una pertinente reflexión acerca de cuáles son las ventajas de abandonar el prejuicio de una supuesta naturaleza humana si luego, al renunciar a ella, es inevitable encontrarse con el problema de que alguien, individuos o grupos, tenga que tomar decisiones sobre lo que se va a hacer con nuestro ser que, irremediablemente, descansan en prejuicios sociales igual de ciegos. Renunciar a la naturaleza para poner la nueva eugenesia en manos del mercado (y aquí deben incluirse tanto empresas y consumidores como grupos políticos o comités de sabios) no parece sensato. Mal está entregar la literatura o el arte a la ley de la oferta y la demanda, pero ¿y convertir nuestra alma, entendida en el antiguo sentido griego de «poder de ser», en una mercancía al albur de los intereses inmediatos de la gente? Para abordar con rigor la cuestión, Diéguez propone acudir la filosofía de Ortega, cuya Meditación de la técnica, uno de los primeros ensayos dedicados al problema, reivindica como texto fundamental. El filósofo madrileño advirtió hace casi un siglo que la sociedad contemporánea corre el peligro de poner todas sus esperanzas y fines en el desarrollo tecnológico sin comprender que la tecnología, a pesar de sus formidables logros, no puede dar contenido por sí misma a nuestra existencia. Una cosa es servirse de ella para mejorar la vida del hombre y otra utilizarla para transformarlo en otra cosa. Los transhumanistas parecen ignorar la distinción aristotélica entre actos técnicos, aquellos que constituyen un medio para alcanzar un fin previo, y actos éticos, aquellos que constituyen un fin en sí mismos y que, por justamente por eso, representan el sentido de la vida, su felicidad. La posición de Ortega, cuyas ideas no sólo escapan a los reproches habituales del transhumanismo, sino que, en algunos casos, podrían parecer cercanos a él, está a juicio de Diéguez muy clara: no se pueden confundir medios y fines ni transmutar unos en otros. Una operación como ésta es la que suele caracterizar al pensamiento utópico, sistemáticamente cuestionado por Ortega durante toda su vida. No basta con desear, «los ideales han de ser realistas», resume el autor con aforística precisión. Por otra parte, que el hombre «no tenga naturaleza, sino historia», la tesis orteguiana, no significa que no exista para sus posibilidades ninguna limitación. El límite, la línea fija con la que el hombre debe contar a fin de no desorientarse, es el pretérito. «Es nuestra historia, nuestro pasado, el recuerdo de los viejos proyectos de bienestar fracasados y de otros que tuvieron mejor suerte, el recuerdo no sólo de la felicidad, sino también del sufrimiento y del daño causados en ese proceso de “autofabricación” histórica, el que –según Diéguez– debe orientarnos acerca de qué sea una vida humana auténtica y, por ende, qué contenido fundamental podemos darle a nuestro proyecto vital».
Walter Benjamin decía que todos los hechos despliegan por sí mismos su propia teoría. Es una idea discutible que aplicada a la cuestión que estamos tratando podría traducirse así: cuando se observa el progreso tecnocientífico de cierta manera, se desemboca en el transhumanismo. El requisito es interpretar la evolución de la tecnología como un hecho tecnológico y no histórico o humano. Fruto de ello son unas esperanzas desorbitadas y una confianza en la ciencia tan grande que se acaba perdiendo de vista la realidad. Ahora bien, si la virtud, separada de la realidad, se termina convirtiendo en principio del mal (recuérdese el horror soviético), la razón, desgajada de ella, a la manera que encarnaron Bouvard y Pécuchet, los protagonistas de la novela póstuma de Flaubert (la gran epopeya de la necedad, según decía Huxley) deviene majadería. Diéguez dedica por eso el quinto y último capítulo de su excelente libro a enfriar las promesas del transhumanismo animándonos a permanecer alerta frente a este fenómeno, mucho más revelador por lo que dice acerca del momento presente que del futuro que pronostica.