Rosario Villajos
La educación física
Seix Barral
304 páginas
Una tarde de 1993, a las afueras de una ciudad española de tamaño medio, una adolescente de dieciséis años busca el modo de regresar a casa sin incumplir el límite horario que le han impuesto sus padres. Está desorientada porque hace apenas unos minutos tuvo que improvisar una huida: el papá de su mejor amiga acaba de hacerle algo. De ahí que La educación física nos presente a su protagonista perdida y sola en algún punto de la periferia. A lo largo de las cuatro horas siguientes, los lectores acompañaremos a Catalina mientras hace autostop, sube a un autobús, camina, interactúa con otras personas… Y descubriremos que sentirá miedo en todo momento. Y nos contagiaremos de ese miedo, por mucho que el suspense de las situaciones sea ambiguo (y qué bien lo maneja la autora), por mucho que allá afuera las amenazas se disfracen de costumbres legítimas o de comprensibles réplicas biológicas, los-hombres-ya-se-sabe, ante la única culpa verdadera, la que carga ella, Catalina, que a fin de cuentas es una chica, es decir, una provocación encarnada e inaugural.
Pero, pese a la perturbación y el temor que asedian a Catalina, su mente no se detiene en las circunstancias inmediatas, ávida de encontrar respuestas. Inquisitivo, dotado de ese tipo de lucidez incipiente que arraiga en las inseguridades de algunas adolescencias, su pensamiento recrea sin cesar los hitos biográficos que configuraron las dudas que hoy la acechan, el enfrentamiento que vive con su propio cuerpo, con su sexualidad y los mandatos de género. Para entender lo ocurrido (la agresión ajena, pero sobre todo el colapso que ha experimentado al sufrirla), Catalina hace recuento de las innumerables lecciones magistrales que desde niña le han ido enseñando que el terror, la represión y el silencio son el hábitat natural de las criaturas femeninas, los únicos mecanismos de defensa válidos. A veces esas enseñanzas las impartieron el Hogar o el Colegio; pero también asomaron en cuanto Catalina quiso forjar amistades, complicidades o noviazgos.
La estructura de La educación física alterna el relato de esas horas escasas (contadas en presente) con múltiples puntos de fuga narrativa (conjugados en pasado) que indagan en el tema central de la novela: los mecanismos represivos que apuntalan el control social sistemático sobre los cuerpos de las mujeres. Rosario Villajos resuelve el ir y venir entre distintos planos temporales con una agilidad sin apenas fisuras, en parte gracias a su talento destiladamente narrativo, y en parte porque las correspondencias que establece entre acontecimientos siempre iluminan algún matiz.
Con eso tan pomposo de «talento narrativo destilado» me quería referir a lo siguiente: como lector, siento que las novelas de Villajos piensan a fondo nuestra época, que la capturan de un modo abstracto, que sintetizan ideas de amplio espectro. Ahora bien, lo hacen sin echar mano de derivas teóricas o simbolismos explícitos, sólo a través del ritmo, los personajes y los vínculos que establecen entre sí, las situaciones, los objetos, los espacios… En definitiva, sus novelas (en especial, La muela y La educación física) son relatos puros, tangibles, concretísimos, al servicio plástico de intuiciones universales, un poco como los mitos clásicos que tanto fascinan a Catalina.
En el caso que nos ocupa, el gran acierto literario de Villajos es la voz narradora que ha escogido. A pesar de no abandonar jamás el uso de la tercera persona, esta voz se las apaña para combinar sutilmente una moderada omnisciencia con numerosos pasajes en los que se confunde claramente (¡permítanme la paradoja fácil!) con el flujo de conciencia de la protagonista. El encuadre se abre o cierra según las necesidades, acercándonos a la tonalidad individual de Catalina sin renunciar al privilegio de ampliar la perspectiva cuando conviene.
Lo curioso es que estamos ante una autora que también se lo pasa bomba arrastrando lo pulcramente «literario» al territorio de la denuncia explícita, con los brazos en jarras y cierta negritud humorística, desafiante y señaladora. La educación física sabe perfectamente cómo «editorializar» (dicho entre enormes comillas) a través del detalle compositivo, sí, pero aquí y allá se da el gusto de enfadarse, mostrarse corrosiva, subrayar a las bravas dónde está el mal y quién es el culpable, entonar una política. Villajos ha venido a producir un efecto en nosotros, no a decorarse. Por eso, si la presión de la mirada masculina sobre el cuerpo femenino es obvia y omnipresente, la señalará en crudo, sin descanso, obvia y omnipresentemente. Por cierto, en relación indirecta con esto, me chifla su querencia por la mierda y el cagar, acordes escatológicos que puntúan el conjunto de su obra encadenándola a la realidad más material y subrayando su vocación desmitificadora. Todos estos ingredientes conviven y fluctúan sin problema en un texto fluidísimo.
Si me obligaran a asignarle un solo tema o «moraleja» a La educación física, sería que a las mujeres se las educa para sentirse doblemente culpables, por su deseo y por el deseo de los hombres. De ahí que resulte tan acertada la ambientación en la España de los primeros noventa. El gesto responderá en parte a la memoria autobiográfica y generacional, quién lo duda, pero también al amago contrarreformista contra la liberación femenina que tuvo lugar en aquellos años. En este sentido, la novela bebe de Microfísica sexista del poder, de Nerea Barjola (Virus Editorial, 2018; la propia Villajos lo ha citado como referencia en más de una entrevista), brillante ensayo foucaultiano que interpreta el tratamiento mediático del caso Alcásser como un mecanismo de represión sexual y de advertencia colectiva a las jóvenes de entonces: «Saliros de la norma os saldrá caro, hijas nuestras». En efecto, Alcásser y la crónica negra feminicida conforman el paisaje de fondo que condiciona a Catalina, inoculándole dosis masivas de pavor y culpa (¿Estaré provocando, tomándome demasiadas libertades, buscándomelo…?), una culpa que constituye el mayor éxito del sistema patriarcal: convertir a la víctima en responsable, obligándola a auto-vigilarse y auto-castigarse. Por lo demás, el descenso a 1993 permite contrastar el machismo de entonces con el de ahora: el libro aguanta perfectamente una lectura sociológica de este tipo (no en vano, desde su debut con Ramona, Villajos destaca por su capacidad para capar los procesos colectivos, en un barrio o en un continente).
Finalmente, urge desactivar el potencial prejuicio de que La educación física apela sólo a las mujeres, que según esa lógica serían las únicas lectoras capaces de identificarse con lo que cuenta. Los tres primeros argumentos en contra de semejante ingenuidad son muy socorridos: 1, leer novela no consiste necesariamente en «identificarse»; 2, la buena escritura tiene un valor intrínseco universal; 3, la realidad que enfoca este libro nos concierne a todos. Sin embargo, hay un cuarto argumento fundamental.
La narradora utiliza en una ocasión el término «disforias», una palabra que puede significar «tristeza» o «ansiedad» pero que en los últimos tiempos asociamos al divorcio radical que algunas personas sienten entre su sexo biológico y el género con el que se identifican. Villajos lo sabe y juega con ello, a pesar de que las incomodidades de identidad que padece su personaje no apuntan a un caso de disforia de género (sólo se insinúa su posible bisexualidad). La introducción del término me parece estimulante precisamente porque la necesidad de reventar los arquetipos culturales binarios no apela solo a la comunidad transexual, sino a cualquiera que no encaje ni quiera encajar en los moldes que determinan coercitivamente qué es «ser hombre» o «ser mujer», qué cuerpos son atractivos y cuáles no, etc. Por cierto, La educación física se adentra a ratos en el género de la novela teenager con resultados realmente incómodos, llenos de chicos en manada sobreactuando su masculinidad, chicas en competición fratricida de popularidad, homofobia heredada, etc.
«Disforias», pues… No resulta extraño que aparezca un concepto como ese, no en vano Villajos pertenece a una estirpe de autoras contemporáneas que han encontrado en el cuerpo su principal campo de batalla sobre el que desplegar estéticas y discursos. La educación física se detiene con frecuencia a registrar los fenómenos del cuerpo femenino, con páginas desacomplejadas acerca de la primera regla, el silencio ambiental que le sigue (la naturaleza como tabú), el deseo, la sensibilidad de un pezón bajo la ducha, el rechazo al contacto físico no solicitado, los complejos estéticos… En conjunto, un catálogo de experiencias físicas y psicológicas que captura en toda su crudeza la peripecia de una generación de mujeres, o de cualquier generación de mujeres.
Por último, observemos que la familia queda retratada como un Leviatán espinoso, áspero; las amistades son inestables; el sistema educativo, corrupto; el lenguaje, un recurso comunicativo cercenado por la hipocresía de la sociedad… Casi hasta su final (abierto, levemente esperanzado), La educación física es el estudio de un personaje sometido a una soledad radical. Por eso, es muy inteligente que Villajos desarrolle la novela (como si fuera un cuento folclórico) en el recorrido que lleva a Catalina de una violencia externa a la opresión del hogar, atravesando un paisaje anodino, sin arraigo, en tránsito. Al lector le queda el deseo de saber más de la protagonista, de seguirla en sus pasos futuros, de comprobar si, como ella misma anuncia de pasada, algún día se convertirá en escritora.