Juan Iturralde
Días de llamas
Malastierras
546 páginas
POR SANTOS SANZ VILLANUEVA

De muy poca presencia literaria pública anterior, Juan Iturralde, pseudónimo no secreto del abogado del Estado salmantino José María Pérez Prat, llamó poderosamente la atención a finales de 1979 con la novela Días de llamas. Nacido en 1917, pertenece a la primera generación literaria de posguerra, la de aquellos escritores que participaron activamente en la lucha y se sintieron urgidos a dar cuenta narrativa de esa traumatizante y decisiva experiencia. Iturralde se sumó, con notorio retraso, a las novelaciones de aquel episodio personal y colectivo que hicieron sus coetáneos Arturo Barea, Manuel Andújar, Max Aub, Ramón Sender, Cela o Luis Romero desde distintas ópticas ideológicas y con tratamientos formales también muy diversos. Ampliaba, pues, Días de llamas el inabarcable repertorio de la prosa de ficción sobre la guerra civil, pero lo hacía con signos distintivos muy acentuados.

Respecto del fondo, aportaba un punto de vista personal, los dilemas de un republicano liberal de clase media que contrasta su fidelidad al orden legítimo y la oleada revolucionaria. Aquella primera edición se encabezaba —además de con la frase de Víctor Hugo que da título al libro— con una cita del Viaje al fondo de la noche de L. F. Celine, desaparecida de las ediciones siguientes, que subraya el mensaje fundamental del libro, una absoluta desolación. En la forma, se lanzaba Iturralde a un monólogo oceánico de medio millar de tupidas páginas que era el estilo oportuno para mostrar las graves desavenencias espirituales que atormentan al protagonista. No estará de más señalar, por su curiosidad histórica, que la primera edición de una obra de enjundia política apareció en una colección, La Gaya Ciencia, regentada por Rosa Regás, que abanderaba la prosa de la vanguardia formalista y novísima.

Días de llamas es una novela de la guerra civil por la notación minutísima de sucesos de los primeros días y meses de la militarada franquista. Queda constancia del miedo de los ciudadanos, de las patrullas milicianas incontroladas, de la resistencia de los fascistas rebeldes, del febril ajetreo gubernamental, de los bombardeos y tiroteos… Su ámbito temático supera, sin embargo, esa concreta circunstancia y se amplía hasta un diagnóstico englobador de la República. De modo que es, más que de la guerra, un fresco de las irresueltas tensiones republicanas. Para ello, Iturralde acota muy bien el espacio y lo ciñe a pocos lugares. El principal, puesto que funciona como espoleta que genera toda la trama, es una checa en Madrid, donde el protagonista y narrador, el juez de primera instancia Tomás Labayen, sufre por el incierto destino que le aguarda, espera que en cualquier momento figure en la lista de las “sacas” y le apliquen una clandestina ejecución. En ese terrible tiempo muerto escribe sus vivencias y relata las reacciones y comportamientos de los sucesivos compañeros de prisión.

El presente propicia un lúcido ejercicio rememorativo que, a su vez, tiene unos pocos escenarios. Algunos pertenecen a la conveniencia ambiental del relato: los militares sublevados en el Cuartel de la Montaña, la situación en la Cárcel Modelo, reuniones en cafés, dificultades cotidianas… Otro se emplaza en Toledo, adonde Labayen ha sido destinado para evitar los desafueros de la justicia popular y coincide con escenas de la resistencia del Alcázar a las fuerzas gubernamentales. Uno más se localiza en el domicilio familiar del juez. Esta casa es como un crisol de las tensiones específicas de entonces, además de añadir una plástica materia humana sobre actitudes, pulsiones y conductas. Un calculado conjunto aúna desde lo privado, lo profesional o lo sentimental hasta lo ideológico. Estos rasgos los encarnan el padre, coronel retirado; la madre, epítome de la clase media religiosa y conservadora; el hermano, capitán de artillería que se adhiere por un falso compañerismo a los sublevados; la hermana, casada con un exmilitar corrupto y una criada, heredera de las grandes figuras de sirvientas galdosianas.

Tratándose, pues, de una novela de acendrado intimismo, se eleva hasta un retablo coral. Pero en él no es definitoria su aportación histórico documental sino la raíz ética que inspira la escritura. Más allá de los enfrentamientos de clase, mostrados con toda contundencia y en un diálogo dialéctico, Iturralde, ajeno a cualquier simplificación maniquea o propagandística, derrocha una admirable prosa atormentada para zambullirse en la quizás más grave enfermedad del alma, el odio. Ni una pizca de valor hay que regatearle al interés testimonial —crónica de un proceso revolucionario— de Días de llamas, pero leída hoy la novela reclama subrayar su dimensión antropológica. En cualquier caso, su rescate actual supone un debido clarinazo de atención sobre una de las grandes novelas españolas de posguerra.