Martha C. Nussbaum
La monarquía del miedo
Traducción de Albino Santos
Paidós, Barcelona, 2019
309 páginas, 22.00 €
POR JOSÉ ANTONIO GARCÍA SIMÓN

 

«El miedo es monárquico y la reciprocidad democrática es un logro que cuesta mucho conseguir». Esta tensión entre miedo y democracia es el hilo conductor de La monarquía del miedo, de la filósofa estadounidense Martha C. Nussbaum.

La elección de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos dejó en evidencia la profunda división de aquella nación respecto a toda una serie de valores que, hasta entonces, se suponían comúnmente compartidos o que, por lo menos, habían calado en la mayoría de los ciudadanos: el respeto de las minorías (étnicas, religiosas), la aceptación de la plena igualdad entre hombres y mujeres, la inviolabilidad del Estado de derecho y del entramado institucional que lo sostiene.

Las estrategias agresivas de «alterización» (racismo, homofobia, misoginia) canalizadas por Trump vendrían a ser, según Nussbaum, sintomáticas de un miedo profundamente anclado en la sociedad norteamericana. Un miedo que atiende a la impotencia y ausencia de control que sienten muchos estadounidenses y, en particular, los de las clases populares blancas. Dicho sentir tendría su fundamento en «problemas reales: entre otros, el estancamiento de la renta de la clase media baja, los alarmantes descensos de los niveles de salud y longevidad de los miembros de ese grupo social (sobre todo de los varones), y los costes cada vez mayores de la educación superior justo en el momento en que un título universitario resulta cada vez más necesario para encontrar un empleo». Un compendio de precariedad y desigualdades socioeconómicas, que propiciaría la búsqueda de chivos expiatorios (los inmigrantes, las élites intelectuales progresistas).

El miedo, sin embargo, no sería privativo del electorado republicano. En la franja opuesta no pocos se sienten angustiados por un «posible derrumbe de las libertades democráticas», como si el país que hasta ahora conocían estuviese «a punto de desaparecer». Lo cual da pie a la tendencia a la demonización del electorado de Trump como «monstruos y enemigos de todo lo bueno». Semejante polarización tendría como efecto de bloquear la deliberación racional, es decir, un análisis serio de los problemas y la escucha de los argumentos de la otra parte con el fin de comprender a fondo los diversos aspectos del estado de la nación.

Para contribuir al quiebre de esta inercia, Nussbaum se propone esclarecer «algunas fuerzas que nos mueven» y, de paso, ofrecer ciertas guías generales de actuación, pero teniendo como objetivo prioritario «la comprensión de la realidad». Por consiguiente, el análisis está enfocado en esas «fuerzas que nos mueven» y, en gran medida, condicionan nuestro comportamiento: las emociones y, particularmente, el miedo.

Dos premisas sirven de rampa de lanzamiento al proyecto de la filósofa estadounidense. La primera es que «las emociones no vienen predeterminadas de forma innata, sino que se van moldeando de innumerables maneras mediante los contextos y las normas sociales». Por lógica, esto implica que socialmente se dispone de un margen no desdeñable para moldearlas. Y, en relación con el supuesto anterior, Nussbaum apunta que las emociones juegan «una función muy importante en cualquier sociedad política». Dicho de otro modo, éstas desbordan continuamente el marco privado para insertarse en el plano social —«lo personal y lo político son inseparables»—. De ambos postulados se deduce que «no hay nada natural en el odio racial, en el miedo a los inmigrantes, en el deseo de subyugar a las mujeres». Las emociones constituyen, por tanto, otro terreno político en disputa.

Estamos, por tanto, ante una investigación sobre los resortes del miedo y las condiciones bajo las que éste podría acoplarse adecuadamente a una sociedad democrática. Para ello, Nussbaum parte de la definición que brindara Aristóteles: el miedo consistiría en «el dolor producido por la aparente presencia inminente de algo malo o negativo, acompañado de una sensación de impotencia para repelerlo». Así, la percepción combinada de peligro e impotencia hace del miedo una pulsión eminentemente narcisista que expulsa toda consideración por los demás: «el miedo de un bebé está centrado por entero en su propio cuerpo». Luego, de adulto, el hecho de sentir temor por los hijos u otros seres queridos, sólo significa que el «yo» se ha expandido y que la «dolorosa consciencia de un peligro para ese yo ampliado aparta todo pensamiento o consideración por el resto del mundo».

Es, empero, la combinatoria del miedo con otras emociones lo que desemboca en un cóctel explosivo —en particular al fusionar con la ira, el asco y la envidia—. Si bien la ira contiene un elemento de protesta ante los agravios —«una reacción que es sana en democracia cuando la queja está bien fundada»—, con frecuencia se ve arrastrada por un profundo deseo de desquite, como si el sufrimiento de los otros pudiera resolver los males propios —un impulso vengativo que, al ajustar cuentas (atribuyendo culpas y persiguiendo a los «malos»), compensa una probable sensación de impotencia—: el chivo expiatorio como consuelo de la propia vulnerabilidad.

Otro factor deletéreo para el juego democrático es el asco que, según Nussbaum, «es un miedo relacionado en cierto modo con la muerte y con la potencial descomposición del material del que estamos hechos». Pero este asco primario (basado en los fluidos corporales, en cierto tipo de animales, en los cadáveres) se va ramificando con el paso del tiempo y adopta una forma cultural más compleja, el «asco proyectivo». Se lo define así, «porque aleja aquellas propiedades que provocan asco del yo al que le repugnan» y las proyecta sobre otras personas a quienes se tachará de «apestosos» y «bestias». Esto se materializa en la marginación o subordinación de «subgrupos raciales, identificados por el color de la piel u otros rasgos superficiales», como el género. De hecho, este tipo de repulsión es, con frecuencia, funcional a las relaciones de sujeción: «los repugnantes son visibles en todo momento, mientras realizan las útiles labores que tienen asignadas, pero un sistema de conductas evita la contaminación». La jerarquía de las castas en la India, la segregación racial en los Estados Unidos del siglo pasado o el sometimiento de las mujeres en las sociedades tradicionales son ejemplos fehacientes de tal dinámica.

La envidia es el último afecto analizado por Nussbaum, que lo caracteriza como «una emoción dolorosa cuya atención está centrada en las ventajas de los otros, pues nace de la comparación desfavorable que quien envidia hace de su situación con la del envidiado». No por gusto, «la envidia comporta normalmente hostilidad hacia el afortunado rival: el envidioso quiere lo que ese rival tiene y, por ello, le desea cosas malas». Y, por ello, es una fuente de animosidad y tensión en el núcleo mismo de la sociedad. A diferencia de la emulación, la envidia puede ser un freno para el desempeño armonioso de una sociedad.

Sin contención, sostiene la filósofa, esta concatenación de emociones envenena el espacio político. Por una parte, la derecha populista no deja títere sin cabeza (la élite de Washington, las minorías étnicas, las mujeres), mientras que, por otra, desde la izquierda, el capitalismo en su conjunto parece condenado al basurero de la historia. En este fuego cruzado, las posibilidades de un diálogo con empatía y razonado se desvanecen.

A la vez que disecciona el enrarecimiento del escenario político estadounidense, Martha Nussbaum va jalonando el texto de posibles soluciones que contribuirían a una profundización de la democracia. Éstas trazan un continuo vaivén entre el plano individual y social. Así, respecto a la contención del miedo y, por tanto, a cómo propiciar la aparición de una ciudadanía capaz de pensar y actuar sin dejarse arrastrar por el pánico, la ensayista estadounidense, retomando los estudios del psicoanalista Donald Winnicott, afirma la necesidad de un «ambiente facilitador» para que un niño desarrolle plenamente la preocupación por los otros. Lo cual supone, por ejemplo, una estabilidad afectiva elemental en el seno de la familia, que proteja al menor tanto de la indiferencia como del maltrato infantil. Pero también exige toda una serie de condiciones sociales, políticas y económicas: la ausencia de violencia colectiva, de discriminación étnica y religiosa, la garantía de una alimentación y una atención médica suficientes, etcétera.

De igual modo, despojar la ira de su componente vengativo resulta imposible sin un verdadero examen de conciencia que ponga en tela de juicio las certezas del individuo y lo lleve a considerar las reclamaciones de aquellos con quienes disiente. Algo que sólo es factible mediante una educación que favorezca las aptitudes y el sentido crítico de las personas. Asimismo, los efectos nocivos del asco sólo podrían verse atenuados gracias a un sistema educativo eficaz y a una legislación adecuada.

En consecuencia, la batería de medidas estipuladas por Nussbaum, destinadas a alzar un dique de contención ante el desbordamiento emocional en la esfera política, se asemejan al programa tradicional de la socialdemocracia: un andamiaje institucional que permita (ante todo mediante la educación, la sanidad, la igualdad de oportunidades) el desarrollo de las capacidades centrales del individuo y que precisa, para estar alcance de todos, de una sociedad equitativa. La novedad radica en la propuesta de la creación de un servicio nacional obligatorio, que rompa la segregación de hecho («por raza y clase social») en la que vive la mayoría de los estadounidenses —en todo caso, aquellos que no habitan en los grandes núcleos urbanos—. Esta especie de servicio social, que los jóvenes harían durante tres años tras concluir la escolaridad, además de fomentar el intercambio social entre clases, minorías, incluso generaciones, fomentaría el sentido del bien común —algo de lo que carecen los estadounidenses, según Nussbaum, pues tienden a «pensar en términos narcisistas: me interesa lo que sea bueno para mí y para mi familia»—.

La monarquía del miedo es un ingente esfuerzo en entender sin animosidad los fortísimos antagonismos que sacuden actualmente a la sociedad estadounidense, a la vez que intenta explorar las posibles vías para desatascar la pugna entre partes aparentemente irreconciliables. El principal valor del libro, por tanto, radica en demostrar la relación intrínseca y retroactiva, más allá del entorno privado, entre emociones y contexto socioeconómico y político.

Ahora bien, se echa de menos cierto anclaje histórico en el análisis. Por ejemplo, al referirse a la tenacidad del racismo hacia los afroamericanos en la sociedad estadounidense, en ningún momento la autora hace mención del legado colonial, de la esclavitud. Ciertamente, en un principio, la alteridad suele ser fuente de conflicto o al menos de malentendidos. Pero de ahí al ensañamiento visceral hay un trecho. ¿Por qué siguen siendo los negros la principal diana del racismo en Estados Unidos? Sin un breve repaso de las condiciones históricas que han nutrido semejante persistencia, el miedo y el asco adquieren visos esencialistas.

La perplejidad también asoma cuando se presentan a las clases populares blancas dominadas por el resentimiento y la necesidad de revancha que auparon a Donald Trump al poder. Nussbaum esboza una serie de causas (estancamiento de la renta de la clase media baja, disminución alarmante en los niveles de salud y educación, etcétera), pero sin apuntar las dinámicas estructurales que ha marcado las cuatro últimas décadas: desregulación de los mercados, privatización de la renta pública, desmantelamiento sistemático de los resortes de la solidaridad comunitaria.

En su célebre What’s the Matter with Kansas, el historiador y periodista Thomas Frank intenta comprender por qué las clases blancas desfavorecidas han ido volcando sus preferencias hacia la derecha. La adopción por parte del establishment demócrata, antes ya de la presidencia de Clinton, de los dogmas de la economía neoclásica (mínimo de Estado, máximo de mercado) ha significado en los hechos un abandono de las clases populares. Algo que ha potenciado la estrategia conservadora que ha recuperado para sí la «furia de las masas» contra las élites y, a la vez, ha logrado substituir la «guerra cultural» a los antagonismos de clase. Ante la permanente vulnerabilidad socioeconómica, el discurso tradicional, cuando no reaccionario, ofrece una válvula de escape.

Y esto lleva a otro punto más delicado. Nussbaum sitúa en el mismo plano de la envidia y del resentimiento la retórica xenófoba, homofóbica, racista y misógina, y los planteamientos que ponen en tela de juicio el devenir actual del capitalismo. Aquí la equidistancia le hace flaco favor al análisis. En primer lugar, porque la asimetría de fuerzas entre quienes son víctimas de la exclusión y el odio y quienes la promueven no permite semejante equiparación —el estigmatizado lucha siempre en amplia desventaja—. Y además porque, paradójicamente, para Nussbaum los cimientos del capitalismo tardío parecen intocables. Una postura que contradice la existencia del Estado de bienestar que sus propias medidas reclaman. Economistas tan disímiles como Paul Krugman y Thomas Piketty apuntan a la desigualdad como el agujero negro del sistema, a tal punto que comienza a amenazar el funcionamiento mismo de las instituciones democráticas. Y esbozan medidas tan polémicas como la instauración de políticas fiscales redistributivas análogas a las de la posguerra, una mayor regulación de los mercados (ante todo financieros), incluso un encorsetamiento de la propiedad privada. La autora deja claro en la introducción que éste no es un libro «sobre políticas públicas ni sobre análisis económicos». Sin embargo, la línea argumentativa adoptada, comprender el entramado de emociones que envicia actualmente el debate político en Estados Unidos, no puede pasar por alto los vínculos entre esta coyuntura y las dinámicas socioeconómicas que la alimentan.

Por último, la filósofa estadounidense, en su llamado al diálogo y al discernimiento, da saltos continuos entre los planos analítico (lo que es) y normativo (lo que debiera ser). Es sorprendente, de hecho, que no se detenga en las redes sociales para diseccionar la propagación y la amplificación de las noticias falsas. Con frecuencia, el ciberespacio, en lugar de convertirse en un lugar de descubrimiento, funciona a modo de compartimientos estancos donde los diversos grupos retroalimentan sus creencias. De poco sirve postular la necesidad de un debate correctamente informado sin antes haber detectado los mecanismos que nos vuelven inmunes a las representaciones que contrastan con nuestros prejuicios y con cómo atenuarlos.

La monarquía del miedo queda así a medio camino, por indecisión metodológica, entre el ensayo coyuntural y el tratado teórico. El análisis de la economía emotiva (por decirlo de algún modo) del escenario político estadounidense actual da ciertamente pistas interesantes, pero queda truncado por no establecer vínculos con sus dinámicas más profundas. Y, por esa misma ausencia, las propuestas formuladas para la contención o reorientación del desenfreno emocional suenan a declaración de buenas intenciones nomás. En última instancia, la estructura socioeducativa que cierra las páginas del libro confina con una utopía socialdemócrata, es decir, con lo que se habría de alcanzar idealmente. Mientras tanto, dado el estado de las relaciones de fuerza imperante en la sociedad estadounidense, quedan sin entreverse qué políticas, qué estrategias adoptar para revertir la degradación del juego democrático.

Aun así, el texto, a lo largo de sus páginas, despliega un fervor contagioso al asumir el mandato de Martin Luther King: «No busquemos saciar nuestra sed de libertad bebiendo de la copa de la amargura y el odio». En estos tiempos es algo de agradecer.