Begoña Méndez
Autocienciaficción para el fin de la especie
Hurtado & Ortega
216 páginas
Rosa Montero, en su último ensayo —aliñado con algún toque de ficción, mezcla que lo emparenta con el libro de Begoña Méndez que vamos a analizar—, titulado El peligro de estar cuerda (2022), examina algunos ejemplos extremos de escritores, o algunos casos de escritores extremos, pensables como «yonkis de la intensidad» —la autora menciona, entre otros, los casos de Sylvia Plath, Janet Frame, Christian Bobin, Alda Merlini—, refiriéndose a un tipo de persona que persigue siempre un fulgor vital casi imposible de alcanzar, lo que le inflige una continua decepción. A juicio de Montero, la escritura se convierte entonces en un remedio —por suerte, se nos ahorra el ya manido pharmakon derrideano—, puesto que escribir puede constituir un remedo del satori mental, un remedio de la angustia y una remediación de la experiencia plena, materializada por otros medios, los literarios. He recordado esa pulsión de intensidad varias veces leyendo Autocienciaficción para el fin de la especie, en especial cuando en cierto momento leemos a Méndez: «Mi texto improvisado no mencionaba que mis tatuajes son la marca de un ritual negro y lesivo con el que busco calmar otro dolor más hondo» (p. 187). Y entonces, y tras todo el bagaje de la escritura desatada de la autora, surge de forma instintiva la pregunta: ¿sería la escritura un tatuaje mental, un rito oscuro para extraer / paliar / compensar otros dolores, incluida la decepción de una existencia poco fulgurante, escasamente intensa, cuyo esplendor se nos sirve con cuentagotas, como monedas de oro —la imagen es de Edgar Allan Poe— escurriéndosenos entre los dedos?
Sea o no Autocienciaficción para el fin de la especie una respuesta de 209 páginas a esa pregunta nada baladí, lo que debe quedar claro es que es un libro desasosegante y valioso, constituido por el estremecedor espectáculo de una conciencia salvaje dispuesta en modo centrífugo, expulsando energía crítica y autocrítica a la vez que irradia texto. Leerlo es asistir a un docto despellejamiento donde la víctima sacrificial es mutante y en cada capítulo cobra forma del cuerpo de una mujer —a veces Begoña Méndez y en varias ocasiones otras mujeres, en las que Méndez se transforma—, para vivir desde dentro de sus entrañas la experiencia de desentrañamiento, dentro de una poética presentada como «emblema de la desmesura» (p. 49) estilística y semántica. De ahí esa condición anfibia del texto, entre una y otras, que resulta también propia de la autora, según confiesa casi al final: es el resultado de ser muchas con la clara conciencia de ser, de alguna manera y al menos por escrito, todas. De columbrar una representación tan humana y sentida en la que cualquier psique puede hallar cobijo y refugio, porque la autora inventa formas subjetivas y literarias para cualquier sensibilidad. Una poética de la proliferación personal y de la «huida autobiográfica. […] Yo también […] quiero salirme de mí, irme lejos de mi cuerpo, no ser más una mujer, multiplicar existencias, adentrarme en otras carnes, habitar intimidades, conocer el interior de otras almas, despiezar identidades y desplegarme en el mundo» (p. 121). Sus instrumentos para el desdoblamiento son la ficción, la imaginación —que, en efecto y como aclara en el último extracto, no es enemiga de la realidad— y una libertad formal que no es más que el trasunto discursivo de una feroz y necesaria libertad mental.
En este sentido, y para materializar una poética tan radical y sugestiva, una de las dimensiones más interesantes de Autocienciaficción para el fin de la especie tiene que ver con su título, esto es: con el tejido o entreverado de géneros literarios que Méndez alea para coser su libro. Su libertinaje es también genérico y estilístico, y se permite incrustar en medio de un ensayo de recuerdos familiares una nota al pie con una digresión sobre sus problemas oculares (pp. 86-87) de prosa sincopada y cortante; o entremezclar registros realistas con otros visionarios, tremendistas, xenofeministas y casi distópicos; o introducir un relato como cuña en una anotación a otro texto (pp. 77-79), o campear libremente por tonos y asuntos sin más sujeción común que la de su voluntad de narrar cualquier cosa y de cualquier forma, sin desposeerse del implacable sello narrativo Begoña Méndez. Y asombra la tensión estilística y formal que la autora muestra en cada uno de esos diversos registros y géneros o subgéneros: una calidad de página, por utilizar la añeja expresión, que hace que el lector no pueda dejar de leer, agredido por una feliz tormenta de lenguaje crispado.
El valor de la escritura de Begoña Méndez puede medirse también por comparación. Por ejemplo, sería oportuno parangonar el vigor estilístico de la autora con la desganada ramplonería verbal de muchas «literaturas del yo» actuales. Por ejemplo, sería pertinente dedicar un seminario o sesión crítica a comparar el apartado «La luna negra y la memoria imposible de mis abuelas» con los textos de Siri Husvedt sobre sus abuelas incluidos en Madres, padres y demás (2022). Los aseados y correctos textos de Husvedt palidecen ante el cuchillo amoroso con que Méndez despieza la vida de sus antecesoras y compara con ellas sus vivencias. Donde Husvedt teje correspondencias e hilos entre la experiencia vital de sus mayores y la suya, Méndez teje un correlato encarnado, corporeizado, que no se queda en un mero relato familiar, sino que se hace tejido, no sólo textual sino tela literal, al describir el modo en que recupera, borda o remienda la ropa de sus abuelas, que sigue poniéndose para convertirlas en «carne de mi carne» (p. 80). Es decir, la escritora estadounidense hace un cabal ejercicio de memoria, con toques feministas, mientras que Méndez conforma la acción feminista de memoria viva y corporeizada de recuperación de la experiencia de las mujeres de su familia. Recuerdo que Martin Amis decía de John Updike que, como narrador, se atrevía a entrar en el cuarto de baño de sus personajes, incluso de sus anteriores esposas. Méndez, mucho más allá, es capaz de introducirse dentro de los cuerpos de sus seres queridos, de sus cerebros, de sus nervios y ansiedades, porque su poética es radical, terminal, carece de límites: no hay modo de deslindar dónde acaba su materialidad visceral y comienza la de las demás; su ética particular consiste en llegar hasta el fondo de sí misma, de las cosas y de las personas, cueste lo que cueste y le cueste lo que le cueste. Es una poética literaria que puede molestar a estómagos sensibles y delicados, entre los que no me cuento: frente a tanta narrativa y ensayística —y aun poesía— españolas actuales que se quedan lánguidamente a las puertas de las ideas y de las emociones, ¿cómo no alegrarse ante la existencia de una autora, como Begoña Méndez, que es capaz de llegar hasta el final de cualquier asunto, emoción o corporalidad? Méndez pertenece a un notable grupo de autoras peninsulares actuales que se caracterizan, precisamente, por el arrojo estilístico, semántico, subjetivo y estructural a la hora de encarar la experiencia literaria: Raquel Taranilla, Sara Mesa, Cristina Morales, Aixa de la Cruz, María Bastarós, Marta Sanz, Rosario Villajos, Yolanda González, María Alcantarilla, Miren Agur Meabe, Olga Novo, Julieta Valero, Begoña Callejón, Ana Pérez Cañamares y un cada vez más amplio etcétera de mujeres valientes, que entre todas generan un panorama no pocas veces más interesante, lamento decirlo por la parte que me toca, que el ofrecido por sus compañeros varones.
Autocienciaficción para el fin de la especie, en consecuencia, es un libro que funda su propio género —literario—, que refunda y desfonda el discurso del género y que genera fundamentales preguntas, como qué significa ser una mujer escritora en el siglo XXI, cómo desdoblarse generosamente para vivir, o cómo comprometerse de forma vigorosa al escribir. Y las respuestas de Begoña Méndez son rotundas, felices, estremecedoras.