J.F. Martel
Vindicación del arte en la era del artificio
Atalanta, Vilaür, 2017
197 páginas, 20.00€
POR JULIO SERRANO

No hay época en la que deje de ser pertinente hacerse las preguntas de siempre. Poner acentos en lugares acertados aunque no sean del gusto contemporáneo, rescatar ideas desechadas por las modas o aportar nuevos matices sobre las viejas cuestiones es una tarea necesaria y refrescante. Se necesita para esta aventura la lúcida ingenuidad de asumir que se puede añadir algo más, cierta osadía –la prudencia paraliza– y la voluntad de pensar con lo que otros han pensado sin perder la inmediatez de la experiencia vivida desde la propia individualidad. Dar un paso más allá no es para cautos.

Vindicación del arte en la era del artificio pertenece a esta clase de esfuerzos. Es por ello que, preguntándose qué es el arte, su función e importancia –temas tan recorridos– consigue una renovación de las ideas y propinar una sacudida a la generalizada tendencia a envolver de pretenciosidad e hipocresía al objeto estético. Para su autor, el escritor y cineasta canadiense J. F. Martel (Ottawa, 1977), no vale todo en lo que al arte se refiere.

La pregunta de los dadaístas acerca de por qué esto es bello y esto no y quién lo dice se ha revelado como crucial para el desarrollo del arte contemporáneo. Condujeron al mundo a una reflexión de la que no hemos salido del todo indemnes. Llevamos décadas avergonzándonos de establecer juicios ante el temor de caer en la osadía del bruto que, sin poder ver la genialidad ante sus ojos, ríe con torpe desdén o en la estrecha visión del que concibe un limitado número de paradigmas artísticos y rechaza lo que excede su comprensión. Resulta como nadar en aguas frescas leer un ensayo cuyo autor considera que no es lo mismo arte que artificio y no respeta el mercado de lo kitsch, más amplio y dominante que la figurita de escayola sobre la mesa de un salón. Es subversivo, hoy, marcar límites: decir no a la obra banal y pretenciosa que se mueve con soltura por los circuitos artísticos.

La rebeldía de negar como obra de arte mucho de lo que el marketing y las industrias culturales han decidido exponer en los acuerdos que hemos convenido para tal fin –marcos, salas expositivas, cartelas, ediciones, salas de conciertos– supone una afirmación y una búsqueda. ¿Merecen muchas de ellas el apelativo de obra de arte? ¿O estamos ante un caso generalizado del traje del emperador? La ausencia –afortunada con sus paradojas– de juicios categóricos acerca del arte contemporáneo tiene su reverso. Los cánones han estallado en una infinita diversidad y los críticos que rellenan de sentido la obra, engordando en muchos casos una ocurrencia, son excesivamente habituales –cada observador completa la obra a su manera y esa es la magia del arte, pero cuando observador y objeto no se encuentran, caminando cada uno sus propias sendas, pierde sentido el vínculo que supuestamente los une–. Este campo abierto ha poblado los receptáculos del arte de un totum revolutum que invisibiliza, entre la trivialidad dominante, la obra de arte que tantas veces se esquina, incómoda, ante tal maquinaria. La obra genuina es expulsada sutilmente del templo del siglo xxi: está ahí, pero neutralizada.

J. F. Martel quiere con este ensayo vindicar el arte en detrimento del artificio; es una obra que diciendo no deviene en una apasionada afirmación. Y es que recordarnos la utilidad del arte hoy, cuando acudimos a las galerías de arte contemporáneo con la frecuente sospecha de estar frente a un bluf o a las salas de conciertos como un ejercicio social pero sin ningún deseo de reproducir en nuestra casa la noise music del afamado compositor que nos ha dejado sin palabras, sienta como frotarse los ojos para ver con mayor claridad. No es un postulado para volver al arte del pasado ni una propuesta con ecos academicistas, es más bien una pequeña sacudida para no perder de vista lo esencial. Frente al producto estético diseñado «para servir a razones instrumentales», define arte como aquello capaz de revelar «la esencialidad de las cosas». De ahí su utilidad, derivada paradójicamente de su renuncia a ser útil.

Pero ¿es que entraña algún peligro el artificio, el consumo masivo de arte enlatado, de telerrealidad, de kitsch? Martel recuerda lo que analizaba William S. Burroughs en El almuerzo desnudo: «El vendedor de droga no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su producto»; para establecer una clara analogía: «El artificio puede llevar a traicionarnos a nosotros mismos». Hoy, cuando «la política espectáculo, el marketing, la propaganda, la publicidad, la pornografía o el diseño industrial» se han convertido en empresas estéticas y el kitsch, esa forma edulcorada de representación que Milan Kundera definió como «el telón de fondo que nos distancia de la muerte», genera narcóticas imágenes que propician docilidad, infantilismo y apatía, esa venta es evidente. Esta traición sustenta la lógica suprema del mercado, de manera sibilina y eficiente. Lógicamente en este asunto el artificio encaja mejor, se adapta con mayor soltura a ferias y tinglados varios: el artificio puede ser didáctico, pragmático, complaciente, enmascararse de la justa provocación, y por ello filtrarse mejor en la mecánica social, mientras que la obra de arte, al remover los cimientos y abrir grietas en la realidad, ocupa una posición casi podríamos decir que de outsider en las lógicas del marketing. No se deriva de esto que el arte tenga que ser necesariamente minoritario. Ejemplos de arte accesible y popular hay muchos. Desde el Guernica a películas como 2001: una odisea del espacio, por citar ejemplos que menciona Martel. El problema, dice el autor, surge «cuando la accesibilidad se convierte en un valor en sí mismo, porque entonces existe el riesgo de que el artista sacrifique la visión sobre el altar de la accesibilidad».

Pero lo que singulariza este Vindicación del arte en la era del artificio es la perturbadora y magistral confluencia entre el ensayo, en el que nos habla del arte como aquello que permite abrir grietas en la realidad hacia lo desconocido, lo esencial, lo que excede nuestra completa comprensión, y la latencia de una presencia bajo el texto. Podríamos definirlo como un ensayo de ciencia ficción y habrá quien coincida conmigo en percibirlo de manera inquietante. La obra de arte es tratada como «una criatura en sí misma» y, a medida que el ensayo avanza, va habitándolo. La afirmación de que «el arte es un fenómeno paranormal» toma cuerpo apoyada no sólo en el propio texto sino en el sustrato en el que se sustenta Martel para defenderlo. Construyendo las bases de su pensamiento crítico a partir de ejemplos que van de las pinturas de la cueva de Chauvet a la música de Leonard Cohen; desde reflexiones de Joyce, Kant, Wilde, Deleuze, Adorno, Jung o Guy Debord a extractos de obras de Shakespeare, Blake o Melville, nos conduce hacia la percepción, entre artistas de toda época y condición, de ese «inhumano vacío de la inmensidad del universo» descrito en Moby Dick al que el arte es capaz de asomarse para traernos noticias. A los receptores de esas obras, sin duda, pero también a los creadores de las mismas. No es el artista el que trae noticias, es la obra.

Que el arte en cierto sentido viene de fuera o abre una grieta hacia «lo otro» es la idea que vertebra el ensayo y le aporta un incómodo atractivo que reconocemos como veraz. Ejemplos de artistas que han visto en el arte algo llegado «desde más allá de los límites de nuestra realidad», como apuntaba Aleksandr Solzhenitsyn en su discurso de aceptación del Premio Nobel de literatura, no faltan. La Ilíada y la Odisea comienzan con las palabras «Canta, oh diosa». La literatura está plagada de musas, de trances, de arrobamientos y febriles estados de concentración que ofrecen sorpresas o ansias insatisfechas a sus creadores. El Charlie Parker retratado por Cortázar en «El perseguidor» desdeña su creación al haber podido vislumbrar en el proceso de composición de su música un «algo más» que persigue pero que le es inaccesible en última instancia. Su obra es testimonio –incompleto– de ello y, por tanto, logro y fracaso simultáneamente. Martel nos presenta a un artista cuya obra trasciende incluso su propia capacidad intelectual. Discernir dónde se mide la capacidad intelectual es otra cuestión. Pero recordemos a Vladimir Nabokov cuando afirmaba: «Cuando pienso soy un genio, cuando escribo tengo mucho talento y cuando hablo soy un tonto». Dioses, musas o elementos del más allá elegirían el vehículo más adecuado en cada caso, dejando en evidencia al autor en según qué parcelas.

Esta idea resta importancia a la relativamente reciente concepción del arte centrada en el autor, reabriendo la sospecha –que lo entronca con sociedades más primitivas– de que quizá el artista sea más vehículo que fuente. La grieta –«abertura al cosmos»– en la realidad que se abre al vincularnos con un poema, con una canción, nos lleva a una suerte de realidad fundamental, difícil de definir salvo por aproximación. Y esa grieta es, en algún aspecto al menos, terrible. Para Martel, el aspecto fascinante de la belleza es algo que no nos plantea ningún problema, pero la parte temible del arte nos pide demasiado, y es precisamente aquello en lo que este texto pone más énfasis. Coincidiendo con los románticos, muestra que ningún objeto puede ser verdaderamente bello sin ser terrible y que, sin esa parte, reducimos el arte a lo kitsch.

«Considero que el arte es el espejo a través del cual los dioses nos hablan. Uno siempre puede responder a esto diciendo que los dioses son ficciones. Pero ¿qué no es ficción en esta vida? Estamos hechos de historias. Nada es más real, más objetivo, que las historias», afirmaba en una entrevista. Vindicación del arte en la era del artificio cree en lo oculto, en los dioses que se manifiestan a través de la ficción o en lo que hay de sobrehumano en el arte. Es un ensayo-templo en donde se teme lo terrible, se exalta la belleza y se vindica, o venera, el arte como dios laico, útil para la sociedad de hoy, que ha perdido la fuerza de sus cultos y, necesitada quizá de nuevas teologías, de nuevos espacios de lo sagrado, sigue buscando puentes con lo que desconocemos.

J. F. Martel quiere con este ensayo vindicar el arte en detrimento del artificio; es una obra que diciendo no deviene en una apasionada afirmación. Y es que recordarnos la utilidad del arte hoy, cuando acudimos a las galerías de arte contemporáneo con la frecuente sospecha de estar frente a un bluf o a las salas de conciertos como un ejercicio social pero sin ningún deseo de reproducir en nuestra casa la noise music del afamado compositor que nos ha dejado sin palabras, sienta como frotarse los ojos para ver con mayor claridad. No es un postulado para volver al arte del pasado ni una propuesta con ecos academicistas, es más bien una pequeña sacudida para no perder de vista lo esencial. Frente al producto estético diseñado «para servir a razones instrumentales», define arte como aquello capaz de revelar «la esencialidad de las cosas». De ahí su utilidad, derivada paradójicamente de su renuncia a ser útil.