Luis García Montero
Un año y tres meses
Tusquets
80 páginas
POR JUAN CARLOS ABRIL

La poesía de Luis García Montero ha dado un paso al frente con Un año y tres meses. De tono elegiaco sostenido, y con trazo firme, se trata sin duda de uno de sus libros más difíciles de escribir. Su materia resulta muy comprometedora desde el punto de vista creativo.

La interpelación que se propone en «Lectores» (15-16) no puede ser más oportuna para entender esa tematización temporal, ese año y tres meses, desde la que se nos emplaza. Lectores son la pareja que leen juntos, que leen en la cama y comparten experiencias y conversaciones, pero también silencios en la noche y complicidad. Por eso dice en sus versos iniciales: «También es el amor una luz negociada. / Somos barcos nocturnos que fondean en esta habitación / junto a una cama que parece un puerto» (15). El libro adquiere densidad en «La verdad de las ficciones» (17-18), uno de los más interesantes poemas del conjunto, y que se convertirá, con el tiempo, en un manifiesto para los enfermos de cáncer que pierden el cabello por la quimioterapia. Una profunda indagación en lo que supone perder la identidad y recuperarla desde la ficción. Un guiño a los entresijos de la magia del arte, de ese misterio a través del cual la poesía nos ofrece una verdad. Pero la verdad de este libro no es demasiado alentadora, porque «la muerte es miserable, miserable, / la muerte es miserable» (de «Últimos pasos», 37-38). Unas páginas antes, en «Nuevo diagnóstico» (21-22), comienza a imponerse la frialdad, y el tiempo a «correr indiferente» (22). Esa frialdad posee un correlato en la composición siguiente, «La costumbre del daño» (23), una suerte de canción con tintes simbólicos que se plantea como un interludio poco esperanzador. El personaje que nos relata la historia de la enfermedad asiste perplejo al zarpazo que la vida le está propiciando a su historia de amor, a cómo ha cambiado todo de la noche a la mañana. Los lectores asistimos a ese sino inexorable, que es también el nuestro.

«Historia de un desorden» (27-28) nos entrega una lección de ansiedad ante la imperturbabilidad de los objetos. Por eso concluye: «Que todo esté en su sitio / es el mayor desorden que pueda imaginarse» (28). A partir de los siguientes poemas, vienen sin duda los mejores momentos del libro, «Fuera de casa» (29), «Conversación con las ausencias» (45-46), «Animal doméstico» (47-48), «La muerte es sueño» (51-52) y «De la triste figura» (57-58) son los que más destacan a nuestro parecer. En estos poemas el sujeto verbal se halla vacío o vaciado «en medio de la nada» (29), asolado como un territorio destruido. La necesidad de salir, no solo de manera material, sino de uno mismo, de volcarse hacia otra cosa, fundirse en otro mundo, hace que el poeta huya o escape a la calle, impelido por el movimiento, por cambiar de aires y despejarse, pero «En el fondo es lo mismo / porque Madrid no está cuando piso la calle / y escucho en un murmullo, / por detrás de los coches, / estas conversaciones con la ausencia / que quería dejar encerradas en casa». (46). El poeta procura distraerse, pero la afligida realidad se impone: «Lo vacía que está una nevera llena, / la soledad de una toalla / al lado de la ducha, / el teléfono inútil al llegar al hotel, / el no callar de la televisión / que nada tiene que decir, / la falta de costumbre de un silencio / o de un sofá a la deriva / o del ordenador y la butaca / que me miran sin ojos / al pasar por la puerta del despacho» (p. 48). Realidad sin centro, sujeto sin ilusión que al final acaba asumiendo, poco a poco, la suerte que le ha tocado vivir: «Es condición del ser humano / la despedida y el encuentro / con lo desconocido, / reconocer la casa que se deja, / la habitación que nos espera / entre las fechas de los calendarios» (51), entendiendo estoicamente que «el vacío da su flor» (57). Una flor que no deseamos y que debemos aspirar, amarga pero flor en definitiva, porque la vida sigue para los que se quedan.