«Hay una distinción clásica entre “viajeros” y “turistas”: los primeros tratan de entrar en el lugar; los segundos lo ven desde fuera. Pero ni siquiera los viajeros más avezados pueden, en una ciudad como Viena o como Madrid, encontrar aventuras verdaderas y descubrir el pulso de la ciudad en pocos días»
POR LUISGÉ MARTÍN
La Habana, 1994 y 1995. Período especial: las ayudas soviéticas han desaparecido a causa del colapso de la URSS y en Cuba se extiende la miseria. Al salir del hotel te asalta una pequeña nube de habaneros que tratan de venderte algo o se ofrecen para acompañarte como cicerones por la ciudad a cambio de lo que sea. Buscavidas que necesitan un puñado —pequeño— de dólares para salir adelante y están dispuestos a vender el alma y el cuerpo con entusiasmo.
La Habana, 1994 y 1995, es la ciudad que yo elegiría para irme a vivir apartado, quieto en el tiempo. Una ciudad imaginaria, como Comala, Macondo, Santa María o Mágina. Una ciudad que parece no tener fin ni superficie, porque sus mejores avenidas son subterráneas y sus mejores puertas son secretas.
Llegué a La Habana —antes de llegar a La Habana— a través de la literatura de Cabrera Infante y de Reinaldo Arenas, que cuando yo visité la ciudad ya había muerto lejos de allí, en Nueva York, y acababa de publicar póstumamente su libro de memorias Antes que anochezca.
Llegué a La Habana también embriagado por la disputa política de los escritores: los que defendían la revolución castrista, como García Márquez o Cortázar, y los que la aborrecían, como Vargas Llosa o los mismos Cabrera Infante y Arenas. En aquella época ya había pocas dudas de cuál era el rumbo recto de la historia, pero a pesar de ello todavía manteníamos —los jóvenes— ese pulso irracional de dudar de lo sensato. O ese pulso infantil de épater le bourgeois.
La Habana, por tanto, fue para mí un campo de batalla. Un espacio moral. Un lugar lejano, salvaje, en el que podría desnudar todos mis demonios.
Pero antes de prender las llamas del infierno, me gustaría hacer un retrato urbanístico de la ciudad. Un retrato físico. Porque La Habana es, por encima de todo, la ciudad decadente más hermosa del mundo.
En aquel tiempo estaba en ruinas, abandonada. Nunca he vuelto, y tal vez hoy esté peor, aunque he escuchado muchos relatos de viajeros que la pintan más acicalada. Al lado de la casa natal de José Martí, junto a la estación de ferrocarril, encontré un edificio con las tripas derrumbadas. La fachada estaba intacta, y a través del agujero de sus ventanas —tres plantas con cuatro aberturas cada una— se podía ver en perspectiva el cielo azulísimo de La Habana. Me quedé fascinado durante muchos minutos delante de ese edificio. Dentro, en el solar, había montañas de escombros, sin nada de valor, y plantas salvajes creciendo entre la piedra.
Fue el primero de muchos otros edificios semejantes que encontré en la ciudad. Los fotografié todos (en aquel tiempo en el que las cámaras eran grandes armatostes y exigían aún laboratorios de revelado), y guardo una colección de imágenes que me hacen recordar, al contraluz, desenfocadamente, aquella melancolía que me producían esas fachadas muertas, esos cadáveres de vidas urbanas. ¿Quién había vivido tras esos huecos, quien había dormido y amado allí, quien se había acodado en esos balcones para mirar el vaivén de la ciudad?
El segundo día de mi estancia en La Habana vinieron a buscarnos al hotel —yo había viajado acompañado de un amigo— unos muchachos que la noche antes, recién llegados, nos abordaron en la calle, nos ofrecieron sus parabienes y se mostraron dispuestos a enseñarnos la ciudad. Era imposible caminar por La Habana sin escolta: si paseabas solo, se acercaban a ti un hormiguero interminable de personas vendiendo algo, ofreciendo sus servicios —su cuerpo incluido— y advirtiéndote de los peligros que corrías. Como en un zoco árabe, era imposible pasear tranquilo si uno no iba custodiado.
De modo que —no sé si resignados o satisfechos— aceptamos la compañía, porque uno de los dos muchachos era un mulato muy guapo. Y se ofrecieron, antes que nada, a llevarnos a un lugar, a las afueras de La Habana, que merecía mucho la pena ver. No debía de ser demasiado memorable, porque no recuerdo ni siquiera adónde nos llevaron. Tenían coche —un viejo coche destartalado que cuidaban con recambios milagrosos—, pero no tenían gasolina. Lo primero que hicimos, pues, fue ir a comprar gasolina en el mercado negro, ya que en el mercado oficial estaba racionada.
A las dos horas de abandonar el hotel en nuestro primer día completo en La Habana, íbamos de cuchitril en cuchitril, de sótano en guarida, buscando a alguien que nos vendiera unos litros de gasolina a precio razonable. No tardamos demasiado tiempo en conseguirlos y emprendimos el viaje planeado.
Yo nunca había estado en un mercado negro, salvo alguna vez en los más comunes de divisas. Nunca me había encontrado compartiendo intimidad y secretos con dos auténticos desconocidos en una ciudad lejana. Nunca nadie me había ofrecido a su hermana para que me acostara con ella y después, al comprobar que mis gustos sexuales no estaban encaminados por ahí, se había ofrecido él mismo para mi disfrute. Nunca nadie me había llevado a lugares prohibidos o clandestinos. Nunca me habían llevado a fornicar —no se podía en los hoteles— a una casa en la que alguien alquilaba su propia cama y esperaba fuera en mitad de la noche hasta que le dejaran volver a entrar.
Nunca me había ocurrido antes y nunca me ocurrió después. Hay una distinción clásica entre «viajeros» y «turistas»: los primeros tratan de entrar en el lugar; los segundos lo ven desde fuera. Pero ni siquiera los viajeros más avezados pueden, en una ciudad como Viena o como Madrid, encontrar aventuras verdaderas y descubrir el pulso de la ciudad en pocos días. Se necesita mucho tiempo, suerte, voluntad firme e intrepidez. En aquella Habana de 1994 y 1995, en cambio, era imposible salir indemne. Incluso quienes trataban de evitarlo acaban atrapados por su red.
En el segundo de los viajes que hice, en 1995, llevaba un propósito profesional: iba a conseguir algunos derechos musicales para una colección de fascículos que estaba preparando entonces la editorial en la que yo trabajaba. También había llegado a La Habana —antes de llegar a La Habana— a través de las canciones de los trovadores cubanos. Silvio Rodríguez o Pablo Milanés eran en aquella época grandes ídolos. Sus temas se cantaban a la guitarra en fuegos de campamento y en cualquier reunión de jóvenes de casi cualquier ideología. Y los novios se susurraban los versos de «Te doy una canción» o «Yolanda». Yo no te pido que me bajes una estrella azul. Solo te pido que mi espacio llenes con tu luz.
El manager de Pablo Milanés me enseñó sus estudios de grabación y me llevó luego a la casa del cantante, que, como acababa de ser operado de su siempre frágil cadera, no podía moverse. La casa estaba en el barrio de Miramar, una Habana distinta, aseada y confortable, moderna y menos callejera que La Habana Vieja, el Vedado o el largo malecón.
Pablo Milanés no solo nos recibió en casa: estaba en la cama desnudo, con una sábana cubriéndole desde la cintura. La reunión, por lo tanto, fue breve, aunque muy cordial. Si yo tenía alguna inclinación mitómana hacia él, con aquella imagen quedó deshecha. Recuerdo bien que al día siguiente, en La Bodeguita de Enmedio, un conjunto de músicos de los que andan a la caza de turistas pasó por las mesas cantando «Yo pisaré las calles nuevamente», y yo, al rememorar la imagen de Milanés tumbado en la cama, en el bochorno habanero, sentí una ternura infinita por aquella ciudad surrealista y hermosa.
De ninguna otra ciudad me ha quedado tanta memoria como de La Habana. Ni siquiera de las que he seguido visitando con más regularidad. Yo estaba ya en el principio de la treintena, y tengo a menudo la sensación de que aquellos dos viajes casi seguidos me transformaron como dicen que transforman los viajes verdaderos. Aún sigo viendo, detrás de las fachadas vacías, la vida de las gentes que allí vivieron.