Maryam Madjidi
Marx y la muñeca
Traducción de Palmira Feixas
Editorial Minúscula, Barcelona, 2018
216 páginas, 18.50 €
Enlazo la lectura de La mujer del pelo rojo, la reciente y estupenda novela del veterano Orhan Pamuk, con esta primera novela de la joven escritora iraní. Doble encuentro con ese mundo tan peculiar de la cultura islámica, como el que constituyen Turquía e Irán. Desde el punto de vista masculino, en el caso de Pamuk, y femenino en el de Madjidi y su Marx y la muñeca. El Nobel turco, feliz coincidencia, retoma la epopeya iraní del Shahnameh o Libro de los reyes, concretamente la tragedia de Rostam y Sohrab, centrada en el filicidio, a la que incorpora el tema del parricidio en su evocación del Edipo rey de Sófocles, para armar una trama sumamente atractiva que actualiza ambos mitos. A su vez, Madjidi, simbólicamente, centra su relato en el matricidio, en la muerte que todo emigrante está obligado a hacer de su lengua y cultura natales. «Extraña manera de acoger al otro», leemos, mediada la novela, «entre el que llega y el que “acoge” se establece un contrato enseguida: acepto que estés en mi casa, pero con la condición de que te esfuerces en ser como yo. Olvida de dónde vienes, aquí ya no cuenta».
La niña protagonista se ve obligada a tragarse la lengua de su infancia, el farsí, para poder abrirse en cuerpo y alma a esa nueva lengua que se resiste a poseerla. Ha llegado con su joven madre a París a los seis años para reunirse con el padre, huyendo del invivible Irán de los ayatolás. Durante esos primeros años, encerrada en la concha de su mismidad, ni juega con los otros niños en la escuela, ni prueba esa carne sangrante que le sirven en el comedor escolar, a años luz de la deliciosa y sazonada comida iraní, ni habla esa extraña lengua que escucha día a día fuera del habitáculo familiar pero que no logra digerir. La maestra, sus padres, no saben ya qué hacer. La niña no quiere que la apremien. Su digestión es lenta; sin embargo sabe que un día traerá al mundo su francés, «como un niño que va a nacer». Y poco más adelante logra conjurar el hechizo: «La lengua toma forma en el secreto de mi burbuja, de mi mundo interior, de mi propia placenta». Asistimos entonces a uno de los momentos más hermosamente expresivos del relato: «Las palabras se apresuraban a salir, impacientes, llovían en el pequeño salón, volaban, bailaban, tropezaban con los muebles, salían disparadas de mi boca como flechas y alcanzaban el techo y las paredes, daban vueltas sobre sí mismas, aliviadas de haberse liberado al fin de mi burbuja interior, encantadas de poder comunicarse al fin con los demás. Mis palabras en francés llenaban todo el espacio».
Se establece, a lo largo de la novela, un contraste entre vuelo y enterramiento que adquiere por momentos una notable fuerza dramática al tiempo que una gozosa belleza estética. La niña se ve obligada a enterrar su lengua materna para que esa muerte sirva de abono para el nacimiento de la nueva lengua. Una vez adquirida ésta, como imprescindible instrumento de integración en la sociedad francesa, podrá más adelante enfrentarse al proceso de recuperación de la vieja lengua. Para que pueda producirse esa recuperación ha sido necesaria, previamente, una suerte de controversia, de disputa entre las lenguas. Poseída por el francés, la niña se niega a hablar el farsí y es ahora el padre, paradojas de la vida, quien sufre por no poder comunicarse con su hija en el hogar. Consciente del disgusto paterno accede al cabo de un tiempo a retomar el persa en el estricto ámbito familiar. Ya adulta volverá a su vieja lengua, sobre todo cuando inscriba en la Sorbona, con el beneplácito de un viejo y simpático tutor, una tesis doctoral sobre el paralelismo entre Omar Khayyam y Sadeq Hedayat, cumpliéndose así la profecía que le hizo su vieja lengua: «Volverás a mí —leemos—, a mis letras ondulantes, a mi música dulce y quejumbrosa, también a mi poesía».
Pocas veces una primera novela me ha suscitado recientemente mayor impresión, tantas emociones. No es casual que consiguiera hace un par de años el premio Goncourt a la mejor opera prima. Ya desde su curioso título, Marx et la poupée, que reúne al filósofo y a la muñeca de la niña, ambos enterrados —de nuevo el enterramiento— en el jardín de la casa familiar para evitar, en el caso de los libros del pensador, que fueran encontrados por la policía política iraní, y de la muñeca, porque la madre, comunista, obliga a la niña a regalar sus juguetes a los niños pobres del barrio y ésta oculta bajo tierra a su muñeca favorita. Pocas veces —decíamos— nos encontramos con una original propuesta narrativa que combina con acierto el poema, en prosa y en verso, fragmentos autobiográficos y el cuento, a partir de la mirada de la niña, desde el vientre materno a la adolescencia, luego de la joven y de la mujer que finalmente asume la dolorosa condición del exilio.
Es el exilio uno de los núcleos temáticos sobre los que se sustenta esta suerte de confesión autobiográfica a varias voces que presumo tiene mucho de terapia personal. El exilio o esa pesada carga que sobrelleva quien, como Maryam, finalmente, no es ni de aquí ni de allá («en Francia me dicen que soy iraní; en Irán, francesa»), quien acaba perdiendo casi las raíces y nunca será, en el nuevo país, igual a los en él nacidos. Otro núcleo temático fundamental que vertebra la novela es el de la condición femenina, por desgracia inexistente en gran parte del Oriente Medio, de modo singular en los países que profesan la religión islámica: «tú no eres nada sin mí, sólo eres una mujer», le dice el marido a una de las primas de la protagonista cuando le plantea el derecho a tener una segunda esposa. En ese Irán «saqueado por los ayatolás», en «ese país que masacra a sus mejores hijos», la mujer es poco menos que un cero a la izquierda. La víspera del regreso a Francia de Maryam, en la esperada visita al que fue su país, mantiene una conversación telefónica con su madre en la que le manifiesta su decisión de quedarse en Teherán. La respuesta de la sorprendida madre es contundente: «¿Quieres llevar velo? ¿Quieres vivir bajo la ley islámica? ¿Quieres ser considerada como un cero a la izquierda por tener vagina? Tu patria es eso». Testigo de esa conversación es su adorada abuela, en gran parte, el motivo principal de su viaje, presencia constante en el relato, incluso en su ausencia, quien, tras señalarle poéticamente la clave de su desconcierto («te has ahogado en el océano de los orígenes»), concluye certera: «Tu educación te ha convertido en una mujer libre, ya no puedes vivir aquí».
Contundente sentencia que se repite al poco tiempo y que alimenta la pregunta de uno de los últimos capítulos: ¿realmente es Myriam una mujer libre? La respuesta estará en los flashes que la autora desarrolla en el antepenúltimo capítulo, que recoge algunos momentos especialmente significativos de su vida.
Cuento, poema y autobiografía, diario a veces, se unen en este racimo de pequeños capítulos, en ocasiones plenos de emotividad, que conforman y dan ligereza al relato. «Soy una guirnalda de palabras —resume y concluye el último poema— colgada de un árbol que un niño señala con el dedo». Todo ello estructurado en tres partes (tres nacimientos) rematadas por sintéticos poemas, más un primer poema que da pie al primer nacimiento. El recurso anafórico del cuento «Érase una vez» se repite hasta casi en una docena de ocasiones (once, en concreto) y le sirve a la narradora para ir entretejiendo sabiamente realidad y ficción.
La emoción nos sacude ya al inicio de la novela cuando asistimos a la toma de la Universidad por parte de los furibundos radicales islamistas. En medio de apaleamientos, salvajes violaciones, cráneos destrozados, la madre, la joven estudiante de medicina que sobrelleva un embarazo de siete meses, el de Maryam, huye de la muerte y se precipita al vacío desde un segundo piso. El relato se hace ahora poema en unos estremecedores versos que van a marcar para siempre la vida de la niña: «Ella salta y yo caigo. / Tú estás suspendida en el aire y yo caigo. / Caigo y tu vientre se hunde, mientras me encojo hasta el punto de desaparecer. / Caigo y me abandonas en ese vientre suspendido en el vacío. / Me expulsas fuera de ti. Mi primer abandono. Mi primera herida de amor. / Ángel sin alas, loca irresponsable mía, dulce asesina mía; en ese instante, cavaste un hoyo en mi interior en el que echarán raíces todas las angustias de mi futura vida. / Tú caes y, por un segundo, yo muero en tu vientre convertido en tumba».
Vuelo que casi se convierte en enterramiento y que contrasta, felizmente, con la precipitada salida de madre e hija de Irán cuando, tras superar el tremendo control policial en el aeropuerto (están a punto de no poder salir por el «descuido» de la madre de dejar ver con las prisas un poco de cabello que sobresale del velo que la cubre), corren hacia la sala de embarque que en unos instantes va a llevarlas hacia la libertad: «Echamos a correr, empujamos a la gente, nos tropezamos con las maletas, saltamos los obstáculos. Bailamos. Bailamos para escapar de la muerte. Yo te agarro la mano. Tú vas demasiado deprisa, mis pies apenas tocan el suelo. Vuelo contigo».
Nuevo vuelo, como antes el de las nuevas palabras en la salita familiar de la buhardilla parisina, como el que poco después emprenderá la niña cuando, ya en Orly, vuele hacia los brazos de su querido padre. Su refugio, su fortaleza.
Vuelo que supone la huida de la doble moral, de la hipocresía, de la revolución traicionada, de la religión que encorseta y aplasta a la mujer y enajena al hombre. «Lo más sabio es el tiempo, porque lo esclarece todo», reza la cita de Tales de Mileto que encabeza el tercer y último nacimiento. El tiempo, justamente, que permitirá a la ya mujer regresar unas semanas a su país en ese viaje antes evocado para reencontrarse con su pasado, con la lengua perdida, con esa poesía (en este caso Hafez) que incluso encuentra en boca de un taxista de Teherán. La poesía redime siempre a ese país, temido y amado a la vez.
Este hermoso y vibrante recorrido vital está dedicado a Abbas, el joven rebelde que levantaba a la niña en brazos proclamando que esa cría —la hija del partido— le daba fuerza, que «estaba dispuesto a morir por todos los niños que nacieron durante la revolución». Abbas, convertido en «una estrella fugaz», del que sólo quedaría esa sandalia de plástico que ni siquiera le da tiempo a ponerse cuando la policía lo arranca en medio de la noche de la casa familiar para encarcelarlo y fusilarlo pocos días después: «Abbas, el joven revolucionario, el gran enamorado de la vida, la sandalia de plástico, el prisionero, el fusilado».
Excelente traducción de Palmira Feixas y cuidada edición de Minúscula. Muy de agradecer que el nombre de la traductora figure en la bella portada del libro.