POR  GUSTAVO GUERRERO

Como tantos otros autores y obras que empiezan a circular entre las dos orillas del Atlántico durante los años del boom, José Lezama Lima (1910-1976) y sus libros tienen una historia francesa que les es propia y no solo no está desconectada de su historia cubana y latinoamericana, sino que a menudo se imbrica o se solapa con ellas de un modo decisivo e insospechado. Narrarla supone reconstruir un relato complejo y quebrado que se extiende sobre un período de casi tres décadas, entre las últimas etapas de la composición de la novela Paradiso (1966) en La Habana y la aparición en París, a principios de 1991, de la traducción de Oppiano Licario (1977). A lo largo de este arco de tiempo, los textos de Lezama Lima son editados, traducidos y leídos en Francia con una atención y un cuidado que a menudo se echan de menos en la edición y la recepción de sus versiones originales; hasta tal punto que no sería exagerado hablar de un trato especial o incluso de una suerte de afición gala por el escritor cubano, sobre todo en los primeros momentos de la difusión de su prosa y su poesía.

Efectivamente, críticos, novelistas, universitarios, editores y periodistas de los orígenes y las orientaciones más diversas participan por igual en este amplio proceso de mediación que lo erige rápidamente en una referencia casi obligatoria y le asegura durante varios años un sitial de honor en el canon tanto dentro del circuito propiamente literario como dentro del ámbito de la investigación y los estudios académicos. Todos contribuyen además a que la fortuna de Lezama Lima en Francia sea singularísima, y acaso única, si se la recontextualiza en el mapa y las cronologías de la literatura mundial. Así parece mostrarlo la temprana publicación de la traducción de la ya mencionada Paradiso en París, en marzo de 1971, bajo el sello de las ediciones du Seuil.

Recordemos que, conocido inicialmente como poeta y ensayista en algunos círculos literarios de la lengua española, el cubano gana renombre y lectores en su propia isla y en el continente con la publicación de esta extensa ficción familiar. Si bien aparece precozmente rodeada de cierto perfume de escándalo por los contenidos explícitamente homosexuales de su capítulo ocho, lo cierto es que Paradiso amplía y diversifica rápidamente el radio de circulación de los libros de Lezama Lima, con la consecuente creación de valor que ello comporta, pues la novela no solo se edita en Cuba, sino también en México, el Perú y Argentina. La traducción francesa, que es la primera de las varias que se publican en Europa y Estados Unidos, representa una experiencia piloto cuya influencia resulta, en más de un sentido, determinante en la proyección internacional del escritor. Y es que no solo lo vincula, en primer término, a los contextos políticos, editoriales y literarios de la Francia de aquellos años –un horizonte de recepción cuya comprensión es indispensable para interpretar la acogida que se le brinda a la novela–, sino que, además y en segundo lugar, lo ubica en una de las vitrinas de mayor visibilidad de la república mundial de las letras: ese prestigioso escaparate parisino donde la mediación editorial francesa se hace eco de la irrupción del boom, así como también de las fuertes tensiones literarias e ideológicas suscitadas y alimentadas por la Guerra Fría.

Aunque todavía abundan las lagunas y subsisten las zonas de sombra que hacen de esta narrativa un relato incompleto y accidentado, quizás, desde un principio, el caso de Lezama Lima sea especial a causa de la presencia no de uno, sino de dos destacadísimos mediadores –o si se prefiere passeurs, o aun gatekeepers–, agentes de enlace entre el autor habanero y el campo cultural francés. Estos reputados padrinos que a mediados de los años sesenta se mueven holgadamente entre dos mundos, abriendo canales de comunicación y tejiendo redes de intercambio y transferencia entre Latinoamérica y Francia, son nada menos que Julio Cortázar (1914-1984) y Severo Sarduy (1937-1993). Ellos fueron indiscutiblemente los primeros en dar noticia y en preparar la edición y la difusión de la obra del cubano. Aún más, ambos actúan simultánea y paralelamente –no hubo en un principio ni cercanía ni coordinación entre ellos– para dar a conocer a Paradiso en Francia y crear un horizonte de expectativas favorable a la recepción de la novela mucho antes de que la publique la editorial Seuil.

Cortázar contó en varias ocasiones las circunstancias de su primer encuentro con la literatura de Lezama Lima, pero tal vez el relato más sentido y pormenorizado de aquel descubrimiento fue el que escribió en 1982, unos meses antes de su muerte, y que luego se publicó póstumamente en 1984. El autor de Rayuela recuerda:

Yo entré en el mundo de Lezama por el del azar, que siempre ha sido mi mejor camino. Hacia 1957 me ganaba la vida y el hastío traduciendo documentos de la UNESCO. En aquel tiempo, que parecerá prehistórico a los que viven rodeados de maravillas electrónicas, dictábamos nuestros textos a mecanógrafos o, cuando era menos urgente, a taquígrafos. Una tarde llegó a mi despacho un joven que se presentó como cubano y al que le empecé a dictar una larga traducción. Mi aburrimiento databa ya de muchos años y no debía notarse demasiado, pero pronto me di cuenta de que el joven mecanógrafo se distraía a cada momento para mirar por la ventana y que su eficacia y velocidad se resentían considerablemente por su tendencia a interrumpir una frase para hacerme notar que una mariposa amarilla acababa de posarse en el borde de la ventana, o que determinada palabra le provocaba inevitablemente una asociación mental con un verso de Góngora donde, curiosamente, no figuraba esa palabra. Me di cuenta de que la única cosa interesante por hacer (excluida la de echarlo y llamar a alguien más competente) era ofrecerle un cigarrillo y hablar de lo que evidentemente le importaba, o sea, de cualquier tema lo más alejado posible del programa de la UNESCO. Supe entonces que se llamaba Ricardo Vigón, que llevaba un tiempo en París, y que en La Habana vivía un poeta admirable, ese que hoy nos ha dado cita aquí. Reconocí, avergonzado, mi ignorancia, y Vigón volvió al día siguiente con un número de la revista Orígenes; conocí esa anoche a Lezama Lima en uno de sus textos más admirables, que en la revista se intitulaba Oppiano Licario y que es hoy el capítulo XIV y final de Paradiso. Vigón me había dado la dirección de Lezama, ese famoso «Trocadero 162, bajos», después de asegurarme que algunos de mis cuentos le gustarían, y que estaba muy solo en La Habana, donde toda cultura era entonces un riesgo. Pocas veces he sabido escribir a quienes admiro, pero sentí que debía decirle a Lezama que su texto me había dado acceso a un dominio fabuloso de la literatura, y, aunque no sé cómo lo hice, un mes más tarde recibí una carta y un paquete de libros; entre ellos estaba Tratados en La Habana con una dedicatoria increíble: «A Julio Cortázar, por su ardido traspasar del paredón en ancho» (Cortázar, 1984, pp. 11-18).

Dos viajes del argentino a Cuba, en 1961 y 1963, van a sellar la larga amistad que así comienza. A partir de entonces, Cortázar no solo sigue a distancia el proceso de composición de Paradiso, no solo defiende la novela ante sus detractores cuando se publica en 1966, sino que además, rodeado del aura de su prestigio, pone a circular ese mismo año por toda América Latina su elogioso y conocidísimo ensayo «Para llegar a Lezama Lima», a través de la revista Unión.

Del otro lado del Atlántico, su compromiso no parece menor. Sabemos que, cuando se presenta la ocasión, no duda en mencionar el nombre del cubano y que suele compartir su lectura entusiasta de la novela con amigos y allegados. De seguro, no todos lo escucharon, pero, aun así, habría que tasar en su justa medida la importancia de estas discretas campañas de promoción. Y es que, a mediados de los años sesenta, y tras quince años en París, Cortázar disponía de una red intelectual lo suficientemente extendida y poderosa como para suscitar un interés más que pasajero por Lezama Lima y su obra. Según se desprende de su correspondencia, en esa nebulosa francesa se encontraban, a la sazón, figuras como Laure Bataillon, Monique Lange, Juan Goytisolo, Claude Couffon, Roger Caillois, Claude Roy, Roger Grenier y hasta el propio Claude Gallimard, el director de la célebre casa que traducía y editaba los libros del argentino. Huelga subrayar que este último era un hombre sumamente influyente en el campo editorial y literario. Cortázar mantenía además con él una relación bastante cercana, como lo atesta el hecho de que, en unos de sus viajes a Cuba, en 1976, lo invita a seguirle hasta la isla y organiza en La Habana una cena privada para presentarle personalmente a Lezama Lima.

De ahí una pregunta que ya se ha hecho en otras ocasiones y que es legítimo repetir, aunque la respuesta no sea tan simple como parece. Es innegable que pocos escritores latinoamericanos se implicaron tanto en la edición y la traducción de Paradiso como lo hizo Cortázar, pues se sabe que no solo releyó y corrigió las pruebas de la edición mexicana de la editorial Era, sino que también releyó la traducción francesa de Didier Coste y, más tarde, recomendó a Gregory Rabassa para la traducción al inglés de la novela, siguiendo luego paso a paso su trabajo. La pregunta es por qué, habiendo sido uno de los primeros lectores de Paradiso, uno de los principales editores del texto en varias lenguas y uno de los más apasionados valedores de Lezama Lima en la escena internacional, no busca en algún momento hacer traducir y editar la novela a través de su propia casa francesa, Gallimard, y deja que aparezca en París bajo el sello de las ediciones du Seuil. No se trata de una pregunta retórica ni tampoco, insisto, de una pregunta que tenga una respuesta simple, tanto más cuando consta en los archivos editoriales que la casa tuvo interés en el libro (Gras, 2020) y que Ugné Karvelis, la secretaria privada de Claude Gallimard, más tarde la segunda esposa de Cortázar y la editora del área hispanoamericana de la colección Du Monde Entier, viaja a La Habana y visita a Lezama Lima unos meses después de la aparición de Paradiso, en 1966.

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