María Ángeles Pérez López
Fiebre y compasión de los metales
Prólogo de Juan Carlos Mestre
Vaso Roto, Madrid-México, 2016
44 páginas, 10.00 €
POR EDUARDO MOGA

Frente a una concepción laxa, improvisada –fluyente o ramificante–, de la creación poética –esa que lleva a muchos autores a escribir poemas en diferentes momentos y situaciones de la vida, tal como se les aparecen, y a agavillarlos luego, con algo de la pesantez recolectora del vendimiador, en un objeto llamado libro–, otra forma de pensar –y de hacer– la poesía pasa por espolearla a partir de un motivo: por forzarse a elucubrar, líricamente, sobre una realidad sentida o imaginada, sobre un eje que dé sentido y organización al temblor de nuestra conciencia. Esa violencia ejercida sobre la propia sensibilidad no desvirtúa el poema: lo alienta, lo empuja, lo moldea, como en un alumbramiento. Más aún: lo ilumina con un plus de inteligencia. El impulso teleológico lo cartografía con minucia, lo muscula con una entereza sistemática, y lo arroja a la contemplación del mundo signado por un emblema o una obsesión. El de Fiebre y compasión de los metales, el sexto poemario de María Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967), son esos metales inclementes del título, que representan la violencia y el dolor de la realidad, pero que, en un proceso de proyección o transubstanciación, mudan en carne, en ser; esos objetos inanimados que, dañando la vida, desembocan en la vida; esas superficies tajantes que se acoplan, hendiéndolo o acorazándolo, al cuerpo fragilísimo de los hombres y le inspiran un nuevo dinamismo, una andadura más honda o menos pesarosa. Por eso, quizá, abundan las personificaciones, que insuflan latido a lo carente de corazón: las tijeras sueñan y lloran, las raíces se remojan los tobillos, nada el sol. En los metales de esta fiebre y compasión se funden lo orgánico y lo inorgánico, lo que hiere y lo que restaña, y el resultado es una nueva percepción de lo que ocurre alrededor –y dentro– de nosotros, una comprensión distinta de la ferocidad y la apacibilidad inextricables del mundo. El bisturí, por ejemplo, nos conduce al «corte limpísimo [en el que] florece / el polen que envenenan las avispas» y «recorta el corazón / de la página blanca del poema, / la sábana que tapa el cuerpo del enfermo». El acoplamiento de violencia y sanación –la forma que adopta la redención en la Tierra– es permanente en los poemas, metáfora de las dolientes paradojas que asaltan el desempeño moral de los hombres, como paradójicas son muchas de las imágenes –«sangrar oscuridad»– con las que se intenta reproducir ese disenso. Constante es también la trabazón de realidad y palabra, de poesía y ser: su mutua fecundación es otro símbolo de la concordia perseguida. El lenguaje se interpone, se aparea con los metales: el vínculo entre el espíritu y estos, protagonistas de su transformación o su muerte, aparece tamizado por las palabras que los dicen, por los versos que fotografían sus estocadas y sus laceraciones. Ambos ejes vuelven a confluir en «El yunque», donde «golpea su herradura / la pata dolorida del caballo / como golpea el martillo en las palabras»; y en «Canción de acero»: «El hacha silba su canción de acero / y amputa la memoria, el silabario, / la mano en que se escriben las palabras. / Caen los dedos como vocales de aire…». Por eso, frente al proceder inmisericorde de los metales, la poeta reclama compasión. Así lo hace, explícitamente, en la última estrofa de «Correas», y así se desprende de muchos otros pasajes de sus poemas: una piedad que es la esencia misma de lo humano; una clemencia que supone una jaculatoria ética frente a la miseria que nos rodea.

El dolor comparece obsesivamente en Fiebre y compasión de los metales, un dolor que es símbolo del malestar, la enfermedad y la muerte. Sabemos del insomnio, de las heridas, de las cicatrices y las llagas, del «enfisema que es vivir», de las agujas y «los guantes quirúrgicos de látex», de la asfixia y el óxido. El lenguaje, transportado por su propia fruición descriptiva, y adentrándose en el terreno de las jergas científicas para capturar el significante menos impreciso, más corporal, se vuelve bioquímico, y entonces leemos que «combustiona el anhídrido carbónico», o que estalla la testosterona en el amor, o que la morfina viaja en las lágrimas, o que el orín y el amoníaco son emanaciones de la muerte, entre muchas otras especificaciones técnicas.

Pero los metales no sólo aluden a los conflictos existenciales del individuo. Obedeciendo a la preocupación social de la autora, acreditada en sus poemarios y plaquettes anteriores, también alegorizan las quebraduras colectivas, las injusticias que rebasan lo interior de las personas, para configurarse en cilicios de todos, en cortapisas que empequeñecen a la tribu. María Ángeles Pérez López habla con naturalidad y pasión de las tijeras que han rapado a los huérfanos, de los mendigos que rebuscan un lacónico condumio entre los despojos, de la valla levantada en Melilla para proteger a los españoles de la negritud impecune y cuyas cuchillas siegan dedos y fracturan falanges, del asesinato de los ríos («El agua envenenada de mercurio / baja también como si fuera un cuerpo, / una arteria agostada en su toxina…») y de las piedras con las que los palestinos defienden su dignidad ante los merkava israelíes: «Hay en su corazón un alto pájaro…».

La reivindicación de causas justas –poética, no ideológica– se alía, en Fiebre y compasión de los metales, con una simultánea reivindicación de la cotidianidad. Los objetos pequeños y en apariencia insignificantes concurren con los motivos trascendentes para la configuración de los poemas. Se trata de otro de los rasgos singulares de la poesía de María Ángeles Pérez López, siempre atenta a esa epopeya de las pequeñas cosas en la que se plasma una mirada meticulosa y perseverante, preocupada por que la grandeza –y la emoción– surjan del detalle veraz y no de la elocuencia, tan próxima de continuo a la impostación. Y esas pequeñas cosas son desde un alfiler hasta las escaleras mecánicas de una estación de metro, en la que se distinguen «pegotones / de chicle […] [y] emoticonos», aunque la suya no sea una poesía exclusivamente urbana, sino también imbuida de un sentido totalizante, que incluye la imagen agrícola y el espacio natural. La plasticidad con que retrata los sucesos diarios los redime de la banalidad y la chatura. Los objetos de los poemas son siempre objetos dolorosamente visibles, próximos al altorrelieve, pero también algo más que objetos: son arquetipos de la materia, ideas a las que se ha prestado cuerpo. Esa corporalidad tan propia de la poesía de María Ángeles Pérez López –que le otorgan la espesura sensual y la reciedumbre sonora de sus opciones semánticas y su aliento rítmico– se refleja en todo el poemario, pero se adensa en pasajes señalados, como la estrofa inicial de «Ronquera»: «Descascarilla el día su ronquera. / Quien masticara estopa desgarrada, / papel de estraza en que se envuelve el día / como se envuelve en lana el animal, / conoce las palabras en penumbra, / los huesos desgajados del sonido”. A ella contribuyen también algunos recursos retóricos que fomentan el hervor y la música, como la sinestesia –«el bullicio de la luz», «los huesos del sonido»–; la aliteración, presente, entre otros poemas, en «El yunque»: «Las crines del caballo […] / son raudo remolino encabritado. / Las palabras […] piden ser viento / que arrase los paisajes de la usura, / […] respingo que celebra en su osadía / la roja ceremonia de vivir»; o las enumeraciones, que se aprietan, borgiana o nerudianamente, para dar amplitud y prisa al discurso: «Hay en ella arrecifes, elefantes, / caminos y escaleras, soliloquios, / las circunvoluciones, el destino, / el álgebra, la luz de las estrellas, / el abrazo de Abel y de Caín». La luz baña el conjunto, en una persecución porfiada de una claridad que atenúe las asperezas de lo narrado: de lo denunciado. En ese afán por lo diáfano, que acaba convirtiéndose en omnipresencia, se reconoce el ascendiente de Claudio Rodríguez, uno de los poetas tutelares de la poeta, al que dedica dos poemas de los veintisiete que componen este no muy extenso libro: la claridad toca todos los cuerpos, o camina a su estallido, o la beben las garzas blancas, y uno no puede dejar de recordar el prodigioso inicio de Don de la ebriedad, tan lleno de luz como este Fiebre y compasión de los metales: «Siempre la claridad viene del cielo; / es un don…». Todo el poemario es, de hecho, un diálogo con otros poetas, que se refleja en los homenajes y las complicidades que lo recorren, y que la propia María Ángeles Pérez López reconoce en el epílogo, «Por el lado sin filo». En él aparecen, entre muchos otros, el citado Claudio Rodríguez junto a san Juan de la Cruz, Alejandra Pizarnik, Agustín Fernández Mallo, Tomás Sánchez Santiago o Juan Carlos Mestre, autor, además, del prólogo del volumen: autores todos (incluido Juan de Yepes) de estirpe imaginativa o experimental, vanguardista o antifigurativa, o, al menos, contraria al figurativismo monolítico con el que se ha querido domeñar la palabra y homogeneizar –es decir, desactivar– el pensamiento.

Importa subrayar que el empuje inquisitivo e hímnico de María Ángeles Pérez López encuentra el cauce acostumbrado del endecasílabo blanco. Y digo «acostumbrado» porque ya lo ha empleado con frecuencia en sus entregas precedentes. La soltura y, a la vez, la enjundia con que maneja este verso clásico, fundamental en la historia de nuestra literatura, tiene escaso o ningún parangón entre los autores de su generación. Predomina el endecasílabo melódico; el sáfico, en cambio, es infrecuente. Los encabalgamientos, constantes, empujan la dicción hasta su remate, que no suele revestirse de la dureza del epifonema, sino de la suavidad de los finales abiertos, aptos para la evocación, el vagabundeo y el eco.

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