En el momento de escribir estas líneas La estela de Selkirk está terminada, a falta de un epílogo que tendrá lugar en una editorial imaginaria de Nueva York, Pink Cave, que es también el escenario del primer capítulo. El pasado mes de julio, siete años después de haberla empezado, viajé expresamente a Berlín, ciudad donde en dos ocasiones la novela encalló de manera que temí haría de ella algo irrecuperable. Quería asegurarme de que la había logrado cerrar de manera solvente. No sin extrañeza, comprobé que La estela de Selkirk había alcanzado su forma definitiva, tras ajustarse al estricto protocolo que me impuse cuando supe que la novela quería nacer. La frase que acabo de escribir me remite al momento clave de la conversación que mantuve con Czeslav Milosz, en su casa de Cracovia, poco antes de su muerte, cuando le pregunté cómo nace un poema.
Todo empezó en mayo de 2012, durante un paseo por el puerto árabe de Acre, cerca de Haifa, en Israel. En un café del puerto, entre unas revistas que estaban tiradas encima de una mesa había un ejemplar atrasado del New Yorker en el que figuraba un artículo de Jonathan Franzen titulado «Más Afuera». En él, el escritor americano contaba cómo, tras poner fin a Libertad, sintió necesidad de exorcizar el vacío que había dejado en él la experiencia, viajando a una remota isla del Pacífico llamada Más Afuera, también conocida como Isla Alexander Selkirk. Franzen llevó consigo un ejemplar de Robinson Crusoe y una caja de cerillas que contenía una pequeña parte de las cenizas de su amigo David Foster Wallace, que se había suicidado cuando Franzen se encontraba a mitad de camino de la escritura de Libertad, dejando inacabada la novela en la que estaba trabajando él. Por razones que a fecha de hoy sigo sin entender, la lectura de aquel artículo despertó en mí el deseo irreprimible de ir a Selkirk. En Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee, novela que publiqué en 2013, el protagonista viaja allí y también a Más a Tierra, las otra del Archipiélago de Juan Fernández, conocida hoy como Isla Robinson Crusoe. A diferencia de mi personaje, yo aún no había puesto un pie en las islas.
En 2014 planifiqué cuidadosamente el viaje. Localicé al piloto de la lancha que había transportado a Franzen a Más Afuera, Danilo Paredes, quien me aseguró que no tendría el menor problema en llevarme. Una aclaración a propósito del origen de los nombres actuales de las islas. Alexander Selkirk era un pirata escocés que se sublevó contra su capitán, que lo abandonó a su suerte en Más a Tierra. Rescatado cuatro años después por otra embarcación pirata, Selkirk dio cuenta de su peripecia en una relación que publicó en The Spectator. Cuando Daniel Defoe la leyó, decidió apropiarse de la historia y escribió Robinson Crusoe. Irónicamente, Selkirk jamás pisó la isla que hoy lleva su nombre, mientras que la isla donde vivió su increíble aventura pasó a llamarse como el personaje de ficción basado en él.
El día de Navidad de 2014, tras dos años de espera, llegué en avioneta a Robinson Crusoe, procedente de Santiago de Chile. Una barca me trasladó a la zona poblada de la isla, la Bahía de Cumberland, en cuyo muelle encontré a Danilo Paredes. Cuando me identifiqué alborozado, me explicó que no me podía llevar. Las autoridades de la isla habían decretado que durante las fiestas navideñas solo podrían viajar a Selkirk los familiares de los pescadores de langosta destacados allí. Me pasé cinco semanas en Robinson Crusoe, recopilando un valiosísimo material sobre la historia de las islas, que resultó ser fascinante. Desde la ventana de la posada en la que me hospedé (la misma en la que se alojó Franzen, según supe después), podía ver fondeada en la bahía la silueta de la Abe Müller, una lancha de color rojo cuyo próximo viaje a Selkirk tendría lugar después de que yo me hubiera ido.
Regresé al año siguiente, pero esta vez lo hice con la garantía de que podría desplazarme a Selkirk, porque antes de irme cerré un pacto con el patrón de la Abe Müller, don Ramón Salas, quien me dio su palabra de honor de que me llevaría. En marzo de 2016, nada más llegar, mientras compraba algunos víveres en una tiendecita del puerto, se me acercó por detrás un marinero muy alto y me dio unos golpecitos en el hombro con los dedos. «Zarpamos a Selkirk en media hora, dese prisa», me comunicó. Le respondí que acababa de llegar y no estaba preparado. El marinero se encogió de hombros y se alejó. Aquella misma tarde fui a ver a don Ramón Salas, quien informó a uno de los cuatro tripulantes de la Abe Müller que tendría que cederme su lugar cuando la lancha zarpara unos días después.
Cuando viajé a Berlín con intención de escribir los siguientes capítulos, la novela encalló. Pasé allí tres meses, pero ninguna historia vino a mí. Por las mañanas me levantaba desesperado. Nada. Fui al Báltico, donde debía continuar. Tampoco. Regresé a Nueva York sin que me hubiera salido al paso ninguna historia viva que pudiera incorporar a la novela. Volví a Berlín un año después. Esta vez solo disponía de seis semanas. Y sucedió
El trayecto duró dieciséis horas. Llegamos en plena oscuridad y fue preciso esperar a que amaneciera para desembarcar. Cuando se hizo visible el perfil de la isla me dio la impresión de estar contemplando un ser vivo. Su silueta escarpada era de una belleza violenta y sobrecogedora. El mar estaba muy picado. Nos vinieron a recoger en una barca a la que le costó ganar la precaria tablazón de madera que hacía las veces de muelle. Los días que pasé en Selkirk, donde no había electricidad ni internet, justificaron el empeño que había puesto en ir allí. No puedo dar cuenta aquí de lo que viví entonces. Lo tengo todo registrado en un cuaderno de 400 páginas. Me instalé en una cabaña en la que se alojaban los investigadores que acudían a estudiar la flora y la fauna del lugar. En aquel momento no había ninguno. Selkirk es un lugar impregnado de un misterio y una magia indescriptibles. Lo que sentí estando allí fue el germen de la novela que escribí después.
Regresé a Robinson Crusoe en un barco de la Armada Chilena. Entre los pasajeros había una chica muy joven que vivía en la Bahía de Cumberland y había ido a Selkirk para entrevistar a las mujeres que cocinaban para los pescadores. Estaba preparando un libro de recetas isleñas, aunque su enfoque era más antropológico que culinario. Cuando llegamos a Más A Tierra me pidió ayuda. Nunca había escrito un libro. Me cité con ella en un café y le aconsejé cómo hacerlo.
Para quien no tenía consejo era para mí, porque la novela que me propuse escribir debía cumplir a rajatabla el requisito de que la historia no podía surgir de mi imaginación, sino que debía venir a mí, procedente de la realidad. Poco después de regresar a Nueva York escribí el primer capítulo. En él di cuenta de las historias que me salieron al paso estando en Selkirk. Estaban transmutadas por la ficción, sí, pero conforme al dictum de Milosz, lo que contaba es cómo habían nacido.
El reto era seguir. En una tarjeta de cartulina escribí los nombres de los lugares donde transcurriría la novela. Era la hoja de ruta de una singladura narrativa sin contenido. En ella figuraban los nombres de Selkirk, Hydra, Lisboa, Berlín, el Báltico, Goa y Macao. Di con el nombre del protagonista de la novela, quien tendría que ir a todos aquellos lugares, el mismo día que volé a Chile en el primer viaje. En un café de la calle Lafayette, me encontré con un amigo que me invitó a un concierto en Webster Hall. Cuando le expliqué que me iba de viaje y no podría me regaló el CD del grupo que tocaba esa noche y me presentó a su productor. Se llamaba Jimmy Zhivago.
Como personaje, Zhivago resultó ser un tipo inquieto. Cerca de Edimburgo, en la frontera entre Escocia e Inglaterra, hay un lugar llamado Selkirk. El pirata que vivió cuatro años solo en Más a Tierra nació allí, lo cual explica su apellido. Durante mi estancia en Juan Fernández conocí a un naturalista apellidado Houdun que me contó la verdadera razón por la que Franzen había viajado al archipiélago. Lo había invitado él, con la idea de que, dada su conocida afición a observar la conducta de los pájaros, validara con su nombre los esfuerzos que hacía su organización. Como cabía esperar, Franzen escribió sobre sí mismo. Selkirk es el hábitat de una especie mítica conocida como el rayadito de Más Afuera. Irónicamente, el afamado novelista no vio ningún ejemplar. En cuanto a Zhivago, se me ocurrió enviarlo a Selkirk, Escocia, donde un personaje llamado Houdun le haría entrega de unos papeles entre los que figuraba la hoja de ruta de mi novela. Siendo Zhivago un ente de ficción, no me quedó más remedio que ir yo a los lugares que figuraban en la hoja de ruta, y una vez en ellos, esperar a que surgieran historias. La escritura de La estela de Selkirk se ajustó en todo momento a esta premisa. Yo no podía decidir el contenido de la narración, la historia tenía que venir a mí. Al principio tuve suerte. Al igual que en Selkirk, los capítulos de Hydra y Lisboa me salieron al paso sin problema, cumpliéndose así la condición de que no podía inventarme ninguna historia ex nihilismo.
Y al llegar aquí, otra casualidad. Mientras escribía esto, me llegó por correo Hombres en tiempos de oscuridad, donde Hannah Arendt traza una sugerente semblanza de Isak Dinesen. Yendo al centro de la poética de la Baronesa Blixen, Arendt comenta que su gran hallazgo como escritora fue comprender el grave error (la palabra que utiliza es «pecado») «consistente en hacer que la narración usurpe el lugar de la verdad, interfiriendo con la vida, ajustándose a un plan preconcebido, en lugar de aguardar pacientemente a que la historia emerja por sí misma». La idea procede de Eudora Welty.
Los dos primeros capítulos de La estela de Selkirk los colgué en la red tal y como me salieron al paso. El tercero, que transcurre en Lisboa, también surgió de manera espontánea cuando viajé allí. Lo publiqué en la revista Normal. En el proceso de convertirlo en ficción revisé tanto el material primordial, que apenas queda nada de su forma primigenia. Cuando le expliqué esto a un amigo me comentó que era la primera vez que leía capítulos de una novela que al final no formaban parte de la misma. Cuando viajé a Berlín con intención de escribir los siguientes capítulos, la novela encalló. Pasé allí tres meses, pero ninguna historia vino a mí. Por las mañanas me levantaba desesperado. Nada. Fui al Báltico, donde debía continuar. Tampoco. Regresé a Nueva York sin que me hubiera salido al paso ninguna historia viva que pudiera incorporar a la novela. Volví a Berlín un año después. Esta vez solo disponía de seis semanas. Y sucedió. En dos encuentros fortuitos, en un café y un biergarten. Las personas que estaban conmigo me regalaron las historias que necesitaba y pude cerrar los capítulos de Berlín y el Báltico. Habían pasado seis años. Me alejé de la novela, pero estaba escrita. Pasó el Covid y pude volver a Berlín, donde comprobé que los capítulos de La estela de Selkirk respondían al planteamiento que me había hecho, incluidos los de Goa y Macao, que Zhivago escribió sin contar conmigo. Cuando volví a Nueva York, a principios de agosto, recibí un wasap de la chica que me había pedido consejo para terminar su libro de recetas isleñas cuando coincidí con ella en Selkirk. No había vuelto a saber nunca nada de ella. Estaba en Nueva York y quería regalarme un ejemplar de su libro. Le conté que yo también había terminado el que nació en Selkirk. Le había hablado de él, aunque entonces apenas era un vislumbre. Mencioné los lugares a los que fui después. Solo faltaba el epílogo, cuyo escenario es Nueva York. En él Zhivago explica a sus editores que cuando les contó que tenía una novela en la cabeza y solo le faltaba que la realidad la escribiera por él no les había engañado del todo.
