Jon Juaristi
Los árboles portátiles
Taurus, Barcelona, 2017
423 páginas, 20.90 € (ebook 9.99€)
Jon Juaristi (Bilbao, 1951) acaba de publicar Los árboles portátiles, un ensayo donde se rememora la travesía que desde Marsella a la Martinica llevó a cabo el 25 de marzo de 1941 el carguero Capitaine Paul Lemerle llevando a doscientos pasajeros que huían del fascismo, volviendo a realizar la aventura que meses antes había trasladado a América a tantos republicanos españoles. En el Paul Lemerle se encontraban a bordo personalidades como André Breton, Claude Lévi-Strauss, Wifredo Lam, Víctor Serge, Anna Seghers, amén de un montón de republicanos españoles, judíos de toda condición y diversos tipos de revolucionarios, que iban desde algunos, los menos, estalinistas –era el caso de la Seghers– hasta trostkistas de variado pelaje y algunos funcionarios que harían de espías del Gobierno de Vichy. Una versión moderna de La nave de los locos, que Juaristi con toda la erudición que despliega en el libro, no menciona, probablemente por su apasionada condición de fascinado conradiano.
El autor ha aprovechado esa travesía para escribir un ensayo que se quiere metáfora de la condición moderna, una especie de lectura posmoderna de las vanguardias, y lo ha llevado a cabo con lucidez y arrojo, que son cualidades que Juaristi admira de Nabokov, amén de un torrente de digresiones que son la sal del libro, su cualidad más secreta y que comienza con el título mismo del libro. «Los árboles portátiles» es un heptasílabo tomado de un endecasílabo de Lope de Vega y que, como heptasílabo, pide a gritos su acabamiento en alejandrino. Es sinécdoque que expresa la presencia de la Armada Invencible en aguas inglesas, cuando el desastre y, es también –esto es cosa de Juaristi, aunque supongo que velado de toque irónico–, verso de cierto perfume surrealista. Jon Juaristi titula la mayoría de sus ensayos con cadencia heptasilábica, como se lo hizo notar un amigo suyo, Julio Martínez Mesanza. Juaristi piensa que la cosa le viene de los zortzikos de Iparraguirre que escuchaba en su infancia, como Gernikako arbola o Bedeinkatúa, pero el caso es que alrededor del ochenta por ciento de sus ensayos aparecen titulados con heptasílabos, y lo cierto es que en puridad no lo sabe, pero esa falta de certeza no le impide dedicar algunas páginas al misterio y explayarse en el fenómeno. Como veremos lo hace a lo largo de varios capítulos del libro, sin perder nunca el hilo de Ariadna, y, repito, creo que sin esas digresiones el ensayo perdería gran parte de su encanto, cuando no algunas preciosas cualidades literarias. Así, en el apartado dedicado a Lévi-Strauss no se priva de describir la camiseta y los vaqueros marca Lévi-Strauss que llevaba encima de unos gayumbos el caluroso verano de 2016 en Madrid, mientras redactaba esas líneas, o, mejor aún porque son más apasionadas, cuando al tiempo que describe el ambiente tan particular de Marsella, de donde zarparía el Paul Lemerle –y ciudad más verosímil que Casablanca para recrear el ambiente que la película de Michael Curtiz refleja–, se dedica, conradiano él, devoto de Lord Jim, a denostar La flecha de oro, la narración de Joseph Conrad que tiene a la ciudad de Marsella como paisaje y que coloca por debajo de El laberinto de las sirenas, de Pío Baroja, donde Juaristi ve una evocación de la ciudad más ajustada que en la del escritor polaco. O, sigamos con las pasiones, cuando el 20 de abril de 1941 el Paul Lemerle llega a la Martinica, a Saint Pierre; esa fecha y el paisaje ofrecen al autor la oportunidad de explayarse sobre lo que la Martinica ha significado en su vida, desde Lafcadio Hearn a Aimé Césaire, pasando por Franz Fanon y Édouard Glissant (quien me tachó de imperialista y colonialista en unas jornadas sobre cultura del Caribe en Casa de América porque defendí la supremacía de la cultura hispana en las Antillas, no va a ser Juaristi el único que se permita la digresión) y, sobre todo, Tener o no tener, la película de Howards Hawks protagonizada por Bogart y Lauren Bacall y con guión de William Faulkner basada en una novela de Hemingway y donde, por hacer un trasunto de Casablanca, la Cuba original de la novela de Hemingway se transforma en un Saint Pierre espectral y cínico.
El libro está dividido en tres partes, al modo de los viajes clásicos: embarque, travesía y llegada, vale decir, al modo del teatro de las tres unidades, presentación, nudo y desenlace: «Marsella», «Mar adentro» y «Martinica, mar Caribe». El capítulo titulado «Marsella» presenta, amén de una bella descripción de lo que fue una ciudad hoy desaparecida –la volaron los nazis por concepción higiénica haciendo honor a esa frase de Ramón Gaya que con cierta ironía proclamaba que el problema de Alemania siempre fue su obsesión por la pureza–, una presentación pormenorizada de los principales actores en el mundo de la cultura y la política que iban a embarcar en el Paul Lemerle. Así, da noticia de que a bordo debían ir ayudantes de dirección de Fritz Lang que, luego, colaborarían en Casablanca, pero donde Juaristi se centra es en las figuras de André Breton, Claude Lévi-Strauss, Wifredo Lang, Víctor Serge y Anna Seghers. El llamado «Mar adentro» trata de las condiciones físicas de los que se encontraban a bordo y sirve a Juaristi para explayarse sobre ciertos mitos marineros asignados a las travesías y que tienen ya su origen en la odisea homérica; así, el peligro del sabotaje, la rebelión a bordo, la angustia de que el mar te trague por estar a merced de enemigos invisibles… Finalmente, «Martinica, mar Caribe» es una parte más esperanzada, donde el destino incierto de la travesía se materializa en destinos ciertos. Por ejemplo, en el caso de Breton, el descubrimiento de Aimé Cesaire, a quien engatusa para que represente el surrealismo de la negritud, cosa que, suponía, le facilitaría su estancia en los Estados Unidos; en el de Lam, que hasta entonces había sido un artista que iba a la cola de las vanguardias, hasta que Picasso le convence para que se convierta en un cubista caribeño con lo que supone de carga africana, el descubrimiento de su proyecto como artista de la cubanidad, del sincretismo de los ritos africanos y cristianos; en el de Lévi-Strauss, un destino mucho más cómodo ya que por su posición como etnólogo era respetado en los círculos académicos y el único que había ganado algo en la travesía, ya que fue un acontecimiento su amistad con André Breton, del que tomó prestado su concepto del artista que más tarde desarrollaría en La pensée sauvage. En el caso de Víctor Serge la cosa iba de paranoia revolucionaria, y se consideraba el digno sucesor de Trotski en el mundo de la izquierda antiestalinista. Juaristi, con cierta maldad, nos recuerda que era un pesado de cuidado y que gentes como Colette huían cuando notaban su presencia. Ni que decir tiene que en estos capítulos las digresiones del autor siguen salpimentando el texto: como cuando en la parte de la travesía dice que la figura juncal de Wifredo Lam era como una guayaba en un enorme plato de chucrut. Bingo.
La primera parte es descripción pormenorizada de los protagonistas de la travesía, se les presenta y se les contextualiza desde posiciones de hoy día, lo que puede parecer injusto a algunos pero que es parte inherente del devenir de la cultura, por suerte. Así, la calificación de homófobo de André Breton, que infligía humillaciones a René Crevel por su homosexualidad y que acabó suicidándose; así, las implicaciones de las vanguardias en las concepciones totalitarias, en el caso que nos ocupa, la trostkista, que pasaba por buena debido a la persecución implacable de la Komintern estalinista de sus miembros que acabó con el asesinato del propio Trotki a manos de Ramón Mercader. Hay que decir que el autor, en desagravio, cuando rememora el 50º aniversario del Congreso de Escritores Antifascistas que tuvo lugar en Valencia en 1987, afirma que se había ganado mucho entre los dos congresos, ya que el primero contaba con la preponderancia de los estalinistas y el segundo, al fin, estaba presidido por figuras próximas al surrealismo, como Octavio Paz y Stephen Spender. Juaristi, en realidad, no establece un juicio a la Modernidad y sus presupuestos desde las vanguardias, sino que semeja una divagación de índole muy personal sobre la Modernidad o la primera posmodernidad, ya que la globalización, el gran trasvase de un continente a otro, se dio justo en esas fechas, cuando buena parte de Europa se trasladó a América por motivos políticos y, por consiguiente, se produjo la primera manifestación de la cultura global.
El capítulo que dedica a Lévi-Strauss me parece el más fascinante porque nos habla de un fenómeno poco comprendido: de qué manera se produjo la forzada asimilación de buena parte de la cultura judía a la europea. Juaristi, que sabe de lo que habla, establece diferentes actitudes entre los países europeos e ilumina algunos aspectos de aquella época, como la animadversión de la izquierda francesa a los judíos ya que éstos, al normalizarse su situación con los bonapartistas, siempre fueron partidarios de la monarquía. A mi juicio, lo más interesante de esta divagación se establece cuando Juaristi –George Steiner opina lo mismo– desmonta el mito del meritaje judío y su liberación por esa actitud de excelencia en el saber. Este capítulo, además, constituye una buena introducción al saber del primer Lévi-Strauss, cuando organizó sus primeros escarceos de campo con las tribus brasileñas que quedaron inmortalizadas en Tristes trópicos, y nos acerca de lleno a la caótica situación de la etnología francesa de la época, tan distinta a la británica o a la estadounidense.
Etnología y colonialismo se dan la mano. Hay un correlato fascinante entre la mala administración colonial francesa y el atraso en las investigaciones etnológicas, que Juaristi pone de manifiesto en los pasajes sobre Breton o Serge o el mismo Lévi-Strauss en el Marruecos francés o en la Martinica con los empleados coloniales de Vichy, haciendo honor a lo descrito ya por libros como Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline. Juaristi toca también las vidas de Lam y de Víctor Serge hasta el momento del embarque. Lo de Lam es pasar de puntillas por un artista un tanto sobrevalorado; lo de Serge es ya otra cosa, ya que lo que aquí se dilucida es nada menos que la situación de la Internacional después de la guerra de España y el comienzo de la Guerra Mundial, con el pacto germano-soviético vigente o destruido por la invasión de la urss meses atrás y la diáspora de elementos de extrema izquierda por el ancho mundo huyendo de la némesis de la kgb, la mano justiciera de Stalin. Serge es metáfora de aquella trágica situación, pero Juaristi realiza una justa descripción de la maldad inherente a los leninistas, poniendo de manifiesto un correlato entre vanguardia revolucionaria y vanguardia artística. Todo para el pueblo pero sin el pueblo, incluso su propia destrucción.
Los árboles portátiles es un importante ensayo lleno de coraje que a muchos les puede parecer hinchado por las continuas digresiones, pero que yo defiendo precisamente por ello, ya que establece un ritmo que sobrevuela por el tono monocorde del ensayo tradicional, le otorga color –en expresión periodística–, consigue que, a pesar del tema, la cosa se lleve con amenidad, aunque sin atender al drama humano de la travesía, al drama del exilio. Es libro importante, engañoso por su categoría literaria, su carencia de pretenciosidad.