Juan Eduardo Zúñiga
Recuerdos de vida
Galaxia Gutenberg
123 páginas
POR JOSÉ MARÍA HERRERA

Recuerdos de vida es un libro de apenas 120 páginas. Tratándose de las memorias de un nonagenario que empleó siete años en escribirlo, resulta ciertamente un libro breve, muy breve. Hoy, en la edad de oro de la autoficción, desconcierta esta brevedad. O bien el autor expurgó con excesivo celo los hechos irrelevantes de su vida, dejándola en el puro esqueleto, o bien le falló la memoria y sólo fue capaz de evocar algunos episodios significativos. 

La autobiografía es el género favorito de personas que han vivido vidas fuera de lo común o que desde jóvenes decidieron llevar la contabilidad de sus actos a fin de rememorarlos llegado el momento. El caso de Zúñiga es un poco especial: ni su existencia ha tenido nada de inaudito o extraordinario, ni ha llevado un diario que le permitiera reconstruirla con pelos y señales. Su libro es una evocación fragmentaria y no siempre coherente hecha desde la memoria, un encaje casi aleatorio de escenas sin otra conexión que la conciencia de alguien que recuerda y olvida como cualquiera, al azar, caprichosamente. Esto defraudará a algunos, pero habrá también quienes lo aprecien en lo que vale, pues no es precisamente habitual encontrarse con unas memorias en las que el autor confiesa que el sentido de la propia existencia no se deja comprender fácilmente y que, puestos a recordar, lo mejor es no forzar las cosas.

Nacido en Madrid en 1919, Zúñiga debe su fama a sus relatos ambientados en la Guerra Civil y sus ensayos sobre literatura rusa. Estos fueron los dos temas principales a los que dedicó su carrera como escritor. Nada de particular tiene, por eso, que en Recuerdos de mi vida jueguen un papel fundamental. Cuando en las primeras páginas, evocando su infancia, recuerda el día en que clavó con chinchetas en la pared de su cuarto unas láminas recortadas de un catálogo de Espasa con el cuadro de Gué «Pedro el Grande y su hijo» y el de Repin «Los cosacos zaporogos escriben una carta al sultán turco», sabe por supuesto que aquello fue algo casual, pero también que la casualidad determina en gran medida el destino humano, y que aquellas dos imágenes encontradas al azar fueron su primera aproximación a un mundo que luego nutriría su inspiración literaria: el mundo eslavo.

Zúñiga fue un niño solitario, tímido, enfermizo y propenso a materializar sus fantasías, algo que preocupó a sus progenitores. Volcado en los libros, como le ha ocurrido a tantas personas obligadas a permanecer en cama muchos meses durante la infancia, sus recuerdos de aquella época giran principalmente en torno a ellos. El lector de estas memorias se enterará de montones de detalles ligados con dicha afición y muy pocos, poquísimos de su vida. No sabemos de que vivió o quienes fueron sus amores (salvo que su primer amor fuera también el último), pero sí, por ejemplo, el día exacto en que visitó por primera vez la Biblioteca Nacional o el texto que entonces consultó, una revista inglesa dedicada a la arqueología egipcia. ¿Discreción?, ¿pudor?, ¿sentido de la amenidad? Un poco de todo, aunque no hay que olvidar que en este género de libros es el autor quien sopesa su pasado y que recuerdos como su pasión por el mundo de los faraones y los jeroglíficos le importan más que los juegos infantiles o los amoríos adolescentes porque a ellos remonta su posterior dedicación a las lenguas, una de las actividades esenciales de su vida adulta. 

Con idéntica precisión, la precisión del acontecimiento decisivo, evoca el momento exacto en que cayó en sus manos el libro de Iván Turguéniev Nido de nobles, primer libro ruso que leyó. Con él nacería una afición que daría notables frutos (recordemos Desde los bosques nevados, un conjunto de ensayos centrado en tres de sus autores predilectos: Pushkin, Turguéniev y Chejov). y que él aclara con una frase ligeramente hermética: «Debí haber buscado un hogar, pero busqué un país para ser su hijo». El desencanto que le producía la España de Franco, también su propia familia, a la que apenas menciona, le llevó a idealizar el mundo ruso del que procedían los temas y escritores que más le atraían. El estilo alusivo, la presencia de la naturaleza y su conexión con los estados de ánimo, la distancia afectiva, la atención a los matices emocionales característicos de la literatura rusa de finales del XIX y principios del XX marcaron profundamente su genio como escritor porque eran probablemente su propio genio.

Evidentemente, esta pasión literaria por el mundo ruso fue, también, una vía de escape. La España que le tocó vivir en su juventud no le gustaba. Tampoco conseguía identificarse con ninguno de los tópicos nacionales, acentuados tras la victoria de Franco. Por ese motivo, Zúñiga volcó su interés en las naciones y lenguas de la Europa oriental, algo que tuvo consecuencias en su carrera literaria, escribiendo y publicando varios textos divulgativos sobre Hungría, Bulgaria o Rumanía. Hombre de escritorio, careció, sin embargo, del coraje necesario para saciar sus ansias de conocer estos mundos. Sus memorias no hacen referencia a más viajes que los imaginarios, como si nunca hubiera salido fuera de Madrid. Ni que decir tiene que tampoco se perdió mucho. La realidad lo habría decepcionado. Descubrir a qué habían quedado reducidas las naciones que amaba una vez sometidas al yugo soviético probablemente le habría resultado muy doloroso. El deslumbramiento que sintió, por ejemplo, con el mundo que se describe en las novelas de Panait Istrati difícilmente hubiera resistido el cotejo con la Rumanía comunista. El propio Istrati, amigo en principio de la revolución, sufrió un terrible desengaño cuando visitó a finales de los años 20 la Rusia de Stalin, fruto de lo cual fueron los tres tomos de su demoledor Rusia al desnudo. 

El otro rico manantial de la memoria de Zúñiga es la Guerra Civil, que vivió en Madrid, encerrado en un piso de la calle Bravo Murillo del que, según afirma (aunque lo desmiente luego), no podía salir por carecer de documentación. Ni el riesgo que suponían las bombas franquistas, ni las patrullas militares que podían detenerlo, impidieron que se arriesgara a ver con sus propios ojos lo que estaba pasando en la sitiada capital de España. De hecho, al cumplir dieciocho años fue llamado a filas y declarado inútil, hecho que en medio de la guerra no evitó que tuviera que ir todos los días al cuartel. Las cosas que vio, oyó y vivió le proporcionarían un cuarto de siglo más tarde material suficiente para los relatos a que debe su fama. La Trilogía de la guerra civil (Largo noviembre de Madrid, La tierra será un paraíso y Capital de la gloria) son el fruto de esas vivencias transformadas en materia literaria cuando, ya en plena madurez, comprendió que «la literatura conlleva una rectificación del mundo».

Ya he dicho que los recuerdos de Zúñiga apenas incluyen escenas o anécdotas que no estén relacionadas directa o indirectamente con los libros. Su vida entera parece haber girado siempre en torno a ellos. Aunque no hay muchos nombres de personas en sus memorias, los que hay suelen tener también siempre que ver con el mundo literario. Mientras que habla de refilón de sus progenitores o de su familia, dedica una página entera a Cansino Assens o a los relatos de Sherwood Anderson, escritor en el que encuentra perfectamente reflejados sus estados de ánimo juveniles: «ilusiones irrealizadas, afectos contenidos, amores no expresados que en el secreto de la timidez se mantienes como un fuego …» ¿Qué ilusiones o que amores son estos? No lo dice. Zúñiga es extremadamente pudoroso incluso cuando habla de su esposa, la única mujer concreta a la que menciona. Eso sí, lo poco que dice es de una ternura deslumbrante. «Yo admiraba las escenas amorosas en la pintura de Chagall (…) y quise entrar en uno de sus cuadros y ser la pareja de amantes que se besa oyendo la melodía del violinista en el tejado, ser uno de los personajes del pintor ruso que para siempre será imagen de vencer la tristeza con el arte».

Cuando uno cierra la obra tiene la impresión de que su autor fue un hombre orgulloso de sus aspiraciones más que de sus logros. Los libros, tanto los de los otros como los escritos por él, constituyeron un reducto donde poner a salvo la propia conciencia y sus ideales. Consciente de que la vida es un proceso de lenta maduración y que hasta que no se produce un cierto reconocimiento externo tendemos a desmerecer lo que hemos hecho y realizado, vivió buena parte de su vida sin creerse realmente un escritor. Al repasar su existencia desde la altura de los casi cien años, se da cuenta, sin embargo, de que, al margen de sus éxitos, sus aspiraciones fueron razonables y satisfactorias. Tal y como él la ve, su vida consistió en un continuo oponerse a la gran ofensiva contra la tradición cultural de Occidente acontecida en el siglo XX. De ahí le vino el deseo y la necesidad de escribir, la tarea a cuya evocación consagra esencialmente este libro.