Diego Roel
Los cuadernos perdidos de Robert Walser
Visor
88 páginas
POR ANDRÉS GARCÍA CERDÁN

El poeta argentino Diego Roel llama «diario apócrifo» a su libro Los cuadernos perdidos de Robert Walser (Premio Loewe, Visor, 2024), reclamando el espacio creativo, el pulso y el aliento de un escritor que en 1933 dejó de escribir. La recreación de la vida y el pensamiento del suizo nos permite considerar, con Pessoa, que el poeta es fingidor. Un fingidor honesto, añadiríamos, en el caso de Roel, quien juega a disfrazarse de Walser para hablarnos de sí mismo.

En forma de monólogo dramático, nos devuelve la voz de un autor convertido en leyenda. Kafka, Musil, Susan Sontag, Thomas Bernhard o Vila-Matas lo celebraron.

La de Roel es una poesía destilada gota a gota, palabra a palabra, densa y liviana al mismo tiempo, contra la corriente de algunas artificialidades contemporáneas. El poeta adopta la voz en primera persona de Walser como una máscara transparente, en poemas breves como cerezas, trenzados emocionalmente y agrupados en dos secciones: «Los cuadernos perdidos» y «Escrito a lápiz».

En este poemario se juega a encontrar los papeles sueltos que el suizo pudiera haber escrito en los sanatorios mentales de Waldau y Herisau (1929-1956), donde algunos testimonios lo recuerdan escribiendo. Así, «descifra» y «recupera» para nosotros un imposible, unos pocos microgramas que dialogan con el olvido.

En el poema «Diario de Berna» leemos: «A los cuarenta y cinco años, / como si fuera un niño, aprendí / a escribir de nuevo. // Tardarán décadas en descifrar / esta intrincada red de signos. // Mi mano busca ahora la progresiva / disolución de la letra. / El lápiz es un pincel y un cuchillo».

Ese pincel de miniaturas es el que replica progresivamente Roel en sus poemas. Los textos son apenas un rastro, una cuchillada.

Con esa misma vibración de lo escrito a lápiz, lejos de la altiva y profesional pluma estilográfica, como devaneo privado y como exploración de la vida que subyace al lenguaje, nos adentramos en los espacios de una intimidad que solo pide ser secreta, insignificante: «Miren: soy un pequeño guijarro. / Mejor: una mota de polvo. / No: aquella sombra en el río».

Como paseante solitario, lejos del flâneur urbano, el Walser de Roel se detiene en los aspectos invisibles, desapercibidos de la naturaleza. «Apunto en mi cuaderno el detalle / de todo lo que me rodea». Caminar es desprenderse de las ataduras: «Querida amiga: / me disculpo por no hacer más que pasear / mientras tantos otros trabajan y ejercen / sus serias profesiones. // Lo reconozco, soy un inútil». Caminar es una forma de pensar y de sentir, como en Friedrich Nietzsche o Claudio Rodríguez. En su largo deambular por los campos, es decir, por el lenguaje, nos deja acompañarlo y, además, nos muestra con deliciosa minuciosidad las filiaciones que convierten el mundo en algo increíble. El lenguaje es siempre insuficiente, pero el poeta se propone «caminar hasta encontrar / las huellas del corzo».

Se agradece este ejercicio de depuración estilística en una época que tiende a la verbosidad y a la desconsideración. «Estirado hasta el cansancio el borde del lenguaje». Explorador de los márgenes, tal y como quería Maurice Blanchot, el poeta. Sin aspavientos: «No voy a vaciar mi corazón en el lenguaje». Hay monósticos: «La noche se atrinchera en el monte». Otras veces pareados: «Guardo en mi alforja / una esterilla y manzanas». El poema tiende al haiku, el aforismo, el apunte al descuido. Quizá no de otra forma se puede decir esta emoción.

«Llanto y caducidad de las cosas». Este verso, que abre y cierra como un emblema la segunda parte del libro, ofrece algunas claves de lectura: el poeta a la escucha de lo inaudible o admirado del color de las vocales, el poema como plegaria de lo que nos rodea, la palabra en el grado cero de contacto con el mundo que intenta decir. En palabras de Roland Barthes, la escritura de una ausencia: «Bajo la nieve mi cuerpo se pudre».

Una erótica de la desnudez, de la disolución.

Como en Thomas Tranströmer, solo las huellas del corzo son lenguaje; lo demás, palabras.

Diego Roel nos devuelve el temblor de un escritor que supo hundirse en el silencio, en su clamor.