Bárbara Blasco
La memoria del alambre
Tusquets
187 páginas
POR EDUARDO LAPORTE

Publicada originalmente en 2018 en la pequeña editorial Contrabando, su salto a Tusquets, en donde ya había ganado el premio de la editorial con Dicen los síntomas, aupó a La memoria del alambre. Pero no hay marketing que valga si detrás solo hay humo, y en esta novela corta hay literatura. 

Dos adolescentes en la Valencia de finales de los ochenta se lanzan a la vida, la noche, los hombres y las pistas de baile. Aún no ha hecho estragos la ruta del bakalao, pero el caldo de cultivo está servido. He ahí uno de los primeros valores de La memoria del alambre, esa evocación de un tiempo quizá carismático a pesar de todo y que se contrapone con otra línea temporal, situada en el presente narrativo, en el que la protagonista se gana la vida de pueblo en pueblo en una orquesta de éxitos trasnochados. 

Y, entre esos jalones, lo que no se cuenta. Puntas del iceberg literario de cosas que pasaron y que generan el punto ciego, es decir, la pregunta que hace que el lector siga queriendo. ¿Qué pasó con Carla (una de las protagonistas) para que acabará como acabó (arrollada por un tren en lo que podría ser un accidente o un suicidio)? La madre se lo recrimina años después en forma de cartas acusadoras. 

Otro de los hallazgos, el título que da nervio poético al texto, que lo justifica. ¿O no tanto? Porque, ¿es La memoria del alambre una novela sobre los abusos sexuales y las consecuencias que ello acarrea o la novela de la putivuelta, término de dudosa autoría que se refiere a ese paseíllo discotequero en busca de una presa a la que seducir? 

Con el alambre, Blasco se refiere a la capacidad que tenemos de torcernos, cual dúctil metal: «Alguien me explicó una vez que el alambre posee memoria, que una vez que se ha doblado, por más que trates de enderezarlo, por más que intentes devolverlo a su posición original, siempre tenderá a combarse, a adoptar la maleada forma».

Y ese momento crucial, de doblez o entereza, se daría en la adolescencia, edad que se aborda durante una de las mitades de la novela, mientras que la otra, ya se dijo, tiene algo de relato de la errancia de quien no solo no se enderezó del todo, sino que vaga aún presa de la culpa. 

Sin embargo, no es una novela dramática ni que venza a la tentación de la gravedad agelasta. Tampoco de celebración. La propia autora acogió con complicidad la etiqueta de «novela de la putivuelta», valga lo concreto y hasta frívolo del término. Pero, como puede haber novelas del exilio, novelas del duelo o novelas del desencanto, también hay novelas de la noche y lo oscuro, baja la redundancia, de la misma. Así, La memoria del alambre podría leerse como el reverso de Ampliación del campo de batalla, la primera novela de Houellebecq, que es el relato de los perdedores de la fiesta. Porque en el capitalismo emocional de la seducción rápida, como en la bolsa, para que alguien gane otro tiene que perder. La novela de Bárbara Blasco sería la novela de las triunfadoras de la pista que, sin embargo, no dejan de ser perdedoras fuera de esa zona de confort bajo los cuatro acordes («simples, ñoños») de Para ti, el clásico tema del efímero grupo Paraíso. 

La memoria del alambre es una novela pensada, trabajada, pero no por ello forzada ni que acuse el peso del mecanismo. Es una novela por encima del tema, del mensaje, y que ante todo quiere ser literatura. También por el salpimentado de hallazgos poéticos, oscuros, certeros, que va regalando la autora y los juegos narrativos que le confieren categoría de thriller psico-sexual que nos recordaría a la mejor Sara Mesa, la de Cicatriz, novela adictiva por la ausencia de paños calientes y prevenciones morales. 

Quizá la parte de la orquesta en ruta por la España (no tan) vacía sea la más morosa, si bien sirve para situar la narración y establecer el paralelismo entre lo que se pudo ser y se es. Un alambre demasiado lúcido.