Fernanda García Lao
Nación vacuna
Candaya, 2020
144 páginas
POR ELOY TIZÓN

En 2019 viajé a Buenos Aires. Allí, mi amigo escritor Santiago Craig tuvo la consideración de anotarme un listado con los libros argentinos que, en su opinión, no podía perderme. Busqué y encontré todos aquellos libros, en ese paraíso (y a la vez condena) que son las maravillosas librerías bonaerenses. Entre los títulos recomendados, estaba Cómo usar un cuchillo de Fernanda García Lao.

De regreso en Madrid, una vez repuesto del jet-lag, emprendí la tarea de leer esos libros. Uno de los primeros que leí fue el de Fernanda, que me dejó abrumado. Me convertí en fan de sus libros. Me pareció una escritura potente, incómoda y radical, de frase rápida y nerviosa, fragmentada, quizá con ciertos ecos de Samuel Beckett, en lo que Beckett tiene de descarnado y desapacible, pero muy bien asimilado. 

Que una autora de su potencia y calibre no circulase con fluidez en el mercado literario español no tiene explicación. Es –o era– una de esas anomalías editoriales que esta oportuna edición de Candaya viene a enmendar y, esperemos, a ampliar con sucesivas entregas. 

Ya desde su título mismo, Nación vacuna nos incorpora a un circuito de ambigüedad y polisemia. Es una expresión que admite dos lecturas simultáneas, dado que la palabra vacuna puede referirse tanto a «vacuna de las que se inyectan» como a vacuna de las que tiene cuernos y mugen. En el primer caso, entramos en un laboratorio. En el segundo, en un establo; ¿o en un matadero?

Entre estos dos extremos discurre la novela de Fernanda García Lao. Por un lado, tenemos un mundo altamente jerarquizado compuesto de protocolos, burocracia y compartimentos estancos. Por otro, la pulsión animal que circula entre las grietas y que desmiente o socava las supuestas bondades de esa Arcadia o Mundo feliz a la manera de Huxley.

No se trata de elegir. No es «una cosa o la otra», sino «una cosa y la otra», puesto que las dos son inseparables y se retroalimentan. La represión produce caos que genera más represión que a su vez incrementa el caos, en una espiral sofocante y casi infinita.

Novela de hielo y fuego, Nación vacuna es rara, en el sentido de que es fría en la superficie y volcánica en el fondo: una representación no emocional de episodios emocionales. Es una novela que, como suele decirse, «no hace rehenes». Avanza sin concesiones y tiene algo de aquel aparato infernal soñado por Kafka en «En la colonia penitenciaria», que desangraba a los condenados escribiendo en sus cuerpos desnudos su propia sentencia judicial (el cuerpo como memoria mortal, como archivo y como pizarra); y también algo del tiempo suspendido de Bruno Schulz en su «Sanatorio bajo la clepsidra». Es tanto hospital como cuartel.

Nación vacuna es una novela para leer conteniendo el aliento. La violencia no está en lo que se cuenta; o no solo. La violencia se halla en el lenguaje mismo, en el engranaje en que las palabras se articulan o agrietan. Ya desde la primera frase: «La carnicería de papá se vaciaba de noche», algo en ella da miedo. El recorte de palabras: carnicería / papá / vacío / noche / nos instala en un territorio muy concreto de inquietud.

El narrador es un funcionario de treinta y nueve años, llamado Jacinto Cifuentes, que se autodefine diciendo: «No tengo objetos personales. Soy puro yo. Es decir, nadie». Cifuentes es hijo de un carnicero, que de algún modo retorcido, prolonga la profesión del padre. «Sigo siendo el afilador», confiesa. 

La autora se las arregla para establecer un vaso comunicante entre la sala roja del matadero y la asepsia blanca del laboratorio. Lo animal del cuerpo y lo abstracto de la ciencia. La carne y el plástico. En Nación vacuna, como en el famoso poema neoyorkino de García Lorca, podemos encontrar que «debajo de las multiplicaciones / hay una gota de sangre de pato».

Lo que le interesa a García Lao es lo orgánico dentro de la máquina. El ordenador que supura un líquido viscoso. Escamas de piel en el fichero. Este mundo cibernético no está exento de humor: «Sus sobacos despiden un tufo amargo. Una guerrita doméstica sucede en esas axilas. Nunca gana el desodorante». 

No, no falta el humor negro ni tampoco los humores; en esta sociedad distópica, «atornillados a la nada que nos devora», como dice el narrador, las mujeres han perdido el derecho a tener su propio nombre y han descendido hasta el nivel de guarismos: ahora se llaman Trece, Cinco, Nueve, Cuatro o Doce. 

Sometidas a experimentos científicos que inevitablemente nos retrotraen a los tiempos de las aberraciones clínicas del doctor Mengele bajo la cruz gamada. O, sin irnos tan lejos, a lo que ahora mismo está ocurriendo en Afganistán, tras la toma del poder talibán.

La mezcla de humor y tragedia hace de Nación vacuna una sátira triste, o bien una elegía chistosa. No se sabe bien. Del lector depende inclinarse por una interpretación o por otra. O por ambas, incluso.

Entre muchas otras cosas, Nación vacuna también es una novela política. Aunque la acción se sitúa en un espacio indefinido, acronológico, de una sociedad vagamente distópica –algo a lo que contribuye en gran medida la decisión de narrarla en presente de indicativo, lo cual le brinda un tono de informe o de diario–, pese a ello hay pequeñas pinceladas que apuntan en determinada dirección. Aparece una ciudad llamada «Buenos Aires», hay alusiones a una Junta y a un destino misterioso denominado «las M» (definidas como «esos pedazos de tierra ultrajada»), que el lector puede identificar sin demasiado esfuerzo con las islas Malvinas.

La novela se nutre de la tensión entre ciertos elementos más localistas –digamos bonaerenses–, junto a otros que parecen beber de la memoria centroeuropea. Esto nos lleva a preguntarnos si no estaremos ante una especie de contrarreflejo –no sabemos si atroz o grotesco–, deformado al tiempo que estilizado, de una parte de la historia reciente argentina.

Nación vacuna es sobre todo una ficción omnívora. Come de todo y todo lo aprovecha. Si es cierto que una parte de ella abreva en la historia reciente argentina, no es menos cierto que también es una novela que se nutre de una savia mítica. En cierto nivel, invita a ser leída como una glosa posmoderna del mito bíblico del Arca de Noé. Aquí nos encontramos frente a un proceso de selección de especies –de mujeres cosificadas, en este caso–, tras el cual las elegidas serán embarcadas y enviadas a «las M», para ser embarazadas con fines patrióticos.

Como en el mito de Noé, hay una embarcación (que irónicamente no navega por el mar, sino que es transportada por carretera). Hay uno (o dos) diluvios. Y hay un viaje que desemboca finalmente en la pesadilla. Víctima y verdugo a la vez, testigo y protagonista, Jacinto Cifuentes escribe: «Veo a las señoras preñadas de fetos nocturnos con cabeza de guanaco». Imagen digna de una pintura de El Bosco.

Una lectura superficial podría concluir que la estructura de Nación vacuna corresponde a un esquema clásico. Primer acto: preparativos del viaje. Segundo acto: realización del viaje. Y tercer acto: resolución del viaje. Dicho así, parece la transcripción de una novela de aventuras, tipo Salgari o Jules Verne. Sin embargo, una mirada más atenta nos revela que en ninguno de estos tres bloques sucede lo previsible; los tres actos se comportan de una manera anómala, como máquinas modificadas. Ni los preparativos, ni el viaje en sí ni su resolución se parecen en nada a lo que anticipábamos. Todos están retorcidos o salen del revés, o se les ven las costuras.

Esto me lleva a la conclusión de que Nación vacuna es una novela escrita en contra de las novelas, o al menos con una clara incomodidad por parte de García Lao hacia los moldes clásicos de representación. Es el tipo de escritura indócil que contiene su propio cuestionamiento. No solo es una novela escrita en contra del Estado político, que también, sino además en contra del Estado literario (si es que existe algo así).

Hay un grado llamativo de disconformidad en el desconsuelo de su escritura que me conduce a pensar en el desagrado de la autora ante el género; ante cualquier género, diría yo. Para despejar posibles dudas, la propia García Lao escribe en su muro de Facebook la siguiente declaración de intenciones: «La cultura de las categorías es rígida, no me representa. Leo cada vez más interesada lo border, lo superpuesto. Antinovelas, protocuentos, poemas que son ensayos y viceversa. Amo todo lo que no cierra».