Norberto Bobbio
El oficio de vivir, de enseñar, de escribir
Conversación con Pietro Polito
Traducción de Andrea Greppi
Trotta, Madrid, 2017
106 páginas, 16 €
Hay que mirar los hechos, lo que hay, y tratar de pensar lo que vemos, y procurar cambiar lo que pensamos si la realidad se resiste a darnos la razón. Es cierto, a veces algunos tozudos acaban teniendo razón, pero lo que podemos observar y nos puede servir de método –sospecho desde hace mucho tiempo– es que las cerrazones ideológicas, por muy atractivas que sean, los campos cerrados, acaban encerrándonos, mientras aquello que esas ideologías parecen designar anda por otro lado. Nos gusta creer, nos gusta darnos la razón, nos gusta encontrar sentido a todo, y a veces parece que nos va la vida en ello, y de hecho podemos perder la cabeza si no otorgamos un sentido a la vida, y dentro de ella, a parcelas de este mundo, que mi paisano Borges intuyó inconcebible. No seré yo quien le quite la razón. Todo esto viene a cuento de un pensador del pensamiento político (buena parte de su numerosa obra versa sobre filosofía del derecho) de Norberto Bobbio (Turin,1909-2004), un hombre que recorrió realmente todo el siglo xx y que ha enseñado, desde la cátedra, la prensa y los libros, a varias generaciones. Algunas de sus obras son ¿Qué es el socialismo?, El futuro de la democracia, El tiempo de los derechos, Derecha e izquierda, Iusnaturalismo y positivismo jurídico y unas memorias tituladas Senectute. El librito que comentaré, El oficio de vivir, de enseñar, de escribir (1999), está formado por unas conversaciones con Pietro Polito, que fue discípulo suyo, y un ensayo de gran lucidez histórica, que cierra el volumen, de 1951, titulado «Invitación al diálogo». Ciertamente, de diálogo se trata, porque ése es el fundamento de razonabilidad de la obra de Bobbio, uno de los escritores de temas políticos menos dogmáticos de su tiempo. Y no por carecer de ideas y convicciones, sino porque su búsqueda, en un siglo tan terrible como el xx (aunque no sólo terrible, porque está también lleno de logros, de experiencias admirables) está apoyada en la necesidad del otro como fundamento de la verdad. No verdad (¿es necesario insistir en esto?) en el sentido religioso o totalizante –la Verdad–, sino la verdad de cada cosa, la cercanía al menos a los procesos, a las ideas más viables, al movimiento de la vida y de la Historia. Como Jaspers, y a diferencia de Heidegger, Bobbio sabe que tiene que pensar con los otros, y no sólo con los textos, sino con el otro vivo, con el otro al que le va la vida también en eso que llamamos saber.
Polito cita en su prólogo al Bobbio de Italia civile, y no resisto la tentación de traer aquí ese párrafo: «He aprendido a respetar las ideas de los demás, a detenerme ante el secreto de cada conciencia, a comprender antes de discutir, a discutir antes de condenar. Y puesto que estoy en vena de confesiones, añado una más quizás superflua: detesto a los fanáticos con toda mi alma». Las ideas de los demás son respetables porque forman parte del pensamiento, porque me compete el otro que piensa; y además el otro posee algo que no puedo reducir a las meras ideas, cada conciencia es un secreto, como si dijéramos que es algo que no puedo entender o comprehender sólo por las abstracciones, y por lo tanto tales ideas –sostenidas por esa conciencia que siempre será misteriosa y respetable– deben ser discutidas antes que juzgadas: porque discutir es un intento de comprender, mientras que juzgar es un acto moral, que no es rechazable, sino que debe ser postergado. Así que, con estas premisas, Bobbio revindica a Erasmo, y Ralf Dahrendorf –nos recuerda a propósito Polito– lo emparienta con Julien Benda, Karl Popper e Isaiah Berlin. Con ninguno de ellos nos ganaremos el cielo, ni certezas definitivas, cierto, sólo el placer de pensar dialogando, del aplazamiento, de la espera, de la fortaleza, en definitiva, de lo frágil, o al menos de lo que aparenta fragilidad frente a los pensamientos fuertes, totalitarios, decididos, definitivos, irracionales. No, nuestro admirado Bobbio no nos dio verdades como puños, sino métodos que son caminos para entender la complejidad de nuestras sociedades, la política, los aspectos formales de nuestra convivencia. No es poco, aunque a muchos les ha parecido insuficiente, porque, más que pensarlo, lo han juzgado, o porque siempre habrá quien necesite la Verdad, esa oscura tirana en cuyo nombre se han perpetrado tantos crímenes. Y advierto que, al desdeñar esa verdad con mayúscula, no estoy apelando ni refiriéndome a esa noción frívola de la «postverdad», que no quiere ser otra cosa que un abrazo a todas las posibles mentiras apoyado en un relativismo subjetivista o en una mala interpretación de la verdad en ciencia.
Un filósofo tan europeísta como Bobbio, en el sentido de afincamiento en lo extraterritorial, fue, sin embargo, y no es contradictorio, un piamontés de corazón. De hecho, se formó en Turín, se casó allí y allí ha vivido hasta el final con sus hijos y nietos. Piamontés de la llanura. Lo protagónico en él no es su cotidianidad, sino su intento de pensar lo de todos para que fuera posible lo propio. No fue optimista y tendió a ver el lado oscuro de su tiempo, y también de sí mismo. No fue vanidoso, no se entusiasmaba consigo mismo, y quizás por eso fue un buen dialogador. No obstante, su casi metódica insatisfacción no se tornó en improductividad, ni tuvo el perfil de su amigo Cesare Pavese, cuyo diario él hubiera titulado El tormento de vivir, en vez del oficio.
Como filósofo de la política, Bobbio aprendió de Kelsen teoría del derecho; y de Max Weber, filosofía política. Tras ellos, Hobbes, Locke, Kant, Rousseau y Hegel fueron sus clásicos y a los que ha dedicado comentarios claros y notables. En el mundo que inicia la modernidad, sobresale Erasmo por su voluntad de moderación, porque fue un hombre más cerca de la duda que de la certeza, algo que debería ser lógico en un hombre meditativo alejado de la acción. Además, se opuso a lo largo de su vida al fanatismo religioso y a la tendencia de los príncipes al ejercicio del poderío. Lo leyó con gran admiración por su prosa, atraído por lo que califica de ateísmo religioso, de espíritu laico atraído por el misterio. Y ya en buena parte contemporáneo suyo, valoró en mucho a Thomas Mann, quien le influyó en su formación moral e intelectual. Completando su figura: nació en una familia burguesa, melómana, y estudió piano, aunque nunca tuvo la destreza suficiente. El último acto del Parsifal fue para él la encarnación de lo sublime. Sin embargo, este empedernido lector y amante de la música ha sido casi ajeno a la pintura.
Bobbio es un profesor muy recordado por sus alumnos, a pesar de que cierta timidez y duda sobre sí mismo le entorpeció sus inicios como docente, pero se esforzó, como en todo. Valoró en el docente «la claridad en la exposición de los conceptos fundamentales y el orden discursivo en la disposición», y no se alejó de hacer una distinción en la teoría y la historia. En sus exposiciones iba de lo abstracto a lo concreto, y viceversa. Le pareció que la teoría sin historia es vacía y la historia sin teoría, ciega. Tuvo la elegancia de decir que de los escritores oscuros no se ocupaba, no porque los considerara inferiores, sino porque no los lograba entender o le costaba demasiado trabajo entenderlos. Esto, en alguien que se dedicó a la filosofía política, es importante. Bobbio pensó que la modernidad se originó, más que con la Reforma religiosa, con el desarrollo del pensamiento científico y la tecnología, en los que se apoyaría, por ejemplo, el marxismo, equivocado o no: el mundo tiene leyes, podemos comprenderlas y cambiar las condiciones de vida de los hombres. Por otro lado, esta misma actitud de crítica ante los dogmatismos medievales y su lectura del libro de la vida tuvo un desarrollo apoyado en lo esencial del método científico: la búsqueda dialogada de las verdades. La actitud de Bobbio corresponde a un cierto liberalismo socializante y por lo tanto descree de esa síntesis que hizo el marxismo apoyado en Hegel. El profesor turinés pensó que para el «intelectual no hay más que una forma de traición o de deserción: aceptar los argumentos de los “políticos” sin someterlos a discusión, hacerse cómplice de la propaganda, hacer un uso deshonesto de un lenguaje intencionalmente ambiguo, renunciar a la propia inteligencia ante la opinión sectaria, en una palabra, renunciar a “comprender”». Bobbio, siempre a favor del Estado de derecho contra el derecho total del Estado, de la Idea o de las Iglesias, sin perder de vista que la libertad es, finalmente, individual.