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Vicente Molina Foix
El joven sin alma. Novela romántica
Anagrama, Barcelona, 2017
368 páginas, 20.90 €
No es casual que en apenas unos meses hayamos asistido a la publicación de tres novelas, muy distintas entre sí, que podrían ser calificadas de narraciones de iniciación, siguiendo las pautas marcadas por la bildungsroman centroeuropea y que tuvo en Friedrich Schiller su teórico más pertinaz. Se trata de Literatura universal, de Sabino Méndez; Entusiasmo, de Pablo d’Ors, y esta El joven sin alma, de Vicente Molina Foix, subtitulada con pleno acierto Novela romántica. Son narraciones, ya dije, que siguen con absoluta fidelidad el canon de la bildungsroman, algo muy usual, pues desde Las desventuras del joven Werther goethiano a El tirachinas, de Ernst Jünger, pasando por Las tribulaciones del estudiante Törless, de Robert Musil, o Tonio Kröger, de Thomas Mann, por poner ejemplos señeros, las características inherentes al género no se habían movido apenas de las bases schillerianas en casi un siglo. En nuestra literatura no abundan los ejemplos del género, pero hay que decir que, en cierto sentido, la lección de Le grand Meaulnes, de Alain-Fournier, la gran aportación francesa al género a principios del siglo xx, en realidad una increíble novela de amor adolescente con ribetes esotéricos, tuvo su correspondencia en La vida nueva de Pedrito de Andía, de Rafael Sánchez Mazas, aunque poco más, y que las escasas que se pueden citar no están a la altura de la correspondiente de Sánchez Mazas, que tampoco brilla con especial luz, a no ser la de la rareza. Por eso resulta pertinente resaltar este fenómeno que sigue las pautas marcadas por el género, si bien vistas desde el recuerdo y la revisión de una vida joven contada desde la madurez. Esta profusión de novelas de ese jaez en tan poco espacio de tiempo se produce, además, después de unos años en que autores como Marcos Giralt Torrente, Sergio del Molino, Fernando Marías… han publicado novelas en que la familia era el leitmotiv de las mismas, en especial, el papel del padre o el de un abuelo de corte republicano, desaparecido en la guerra, con visos de héroe oscuro y legendario para la familia y, de manera especial, para el narrador, que no lo conoció. Estas cuestiones no pertenecen al ámbito exclusivamente estético, pero sí son pertinentes para rastrear trazos sociológicos en una literatura, la de hoy día, que renueva temas cada poco tiempo.
Así, el que ahora nos ocupa y que se restringe a un tiempo determinado, el de los años sesenta y setenta del pasado siglo, que son los años de adolescencia o juventud de los tres autores a los que nos hemos referido antes, y cuyas novelas, si no autobiográficas plenamente, sí participan de forma clara de experiencias vividas por ellos mismos en sus años de formación. Las correspondientes de Sabino Méndez y de Vicente Molina Foix rastrean territorios muy concretos de los años sesenta y de los de la Transición, en lugares geográficos muy reconocibles y con acompañamiento de fondo musical propio de aquellos años; de hecho, la novela de Méndez, que fue componente del grupo Loquillo y los Trogloditas, resulta ser un recordatorio de anécdotas musicales ensambladas con multitud de citas literarias inspiradas en Pálido fuego, de Nabokov. Por su parte, Entusiasmo, de Pablo D’Ors, es narración más abstracta, de un corte posmoderno muy acentuado y que responde a la fórmula de la bildunsgroman tal como la llevó a cabo Novalis en Enrique de Ofterdingen: un cúmulo de signos que, según va avanzando la novela, adquieren todo su significado. El joven sin alma, de cierta complejidad estructural, algo muy usual en el autor, es, probablemente, la más ajustada al canon. No en vano se subtitula Novela romántica.
Vicente Molina Foix (Elche, 1946) se ha caracterizado siempre como autor de gran versatilidad que cultiva diversos géneros, desde la novela al cine, pasando por el teatro y la traducción, aún recuerdo el buen gusto que me dejó la lectura de su versión del Hamlet, de Shakespeare, y su tendencia a expresar complejidades estructurales en sus obras (en El invitado amargo, por ejemplo, divide la obra en dos partes, una escrita por él y otra por el poeta Luis Cremades, donde se cuentan las experiencias amorosas que ambos mantuvieron desde 1981, y de tal modo que hubo críticos, en su momento, que llegaron a calificarla de género indefinido: ¿memorias, novela, crónica?), característica que creo está muy ligada a su experiencia en el cine, tanto como guionista, crítico o director; realizó en 2001 Sagitario, con Ángela Molina y Eusebio Poncela y, más tarde, en 2009, El dios de madera, que interpretó Marisa Paredes. Tamaña versatilidad lo ha llevado a tratar con géneros dispares, desde la novela al teatro, ejerciendo incluso como libretista de la ópera de Luis de Pablo El viajero indiscreto, lo que hace de él un autor que es propenso a tratar argumentos poco usuales y que muchos han calificado como muy originales. Si a eso añadimos su fuerte inclinación a utilizar la palabra justa, no olvidemos que Molina Foix comenzó su carrera literaria como poeta y fue incluido en la célebre Nueve novísimos, de Josep María Castellet, en 1970, justo el mismo año en que publica su primera novela, Museo provincial de los horrores, entendemos ciertas claves para enfrentarnos a una de las obras más originales de la literatura española de los últimos años, una obra, además, larga, ya que, amén de sus once novelas, hay que añadir sus ensayos, algunos de los más acertados, ¿cómo no?, sobre cine; su obra poética, escasa pero bien representada; sus dos libros de cuentos; sus tres obras de teatro, Don Juan último es obra que sigue teniendo un altísimo interés, y sus dos películas ya mencionadas, Sagitario y El dios de madera.
El joven sin alma pertenece, junto con sus dos últimas novelas publicadas, El abrecartas y El invitado amargo, a lo que el autor ha denominado «novelas documentales», esto es, narraciones donde se tratan imaginarias tramas con personajes y situaciones reales. Así, por el libro van desfilando figuras como Cela, por ejemplo, o Néstor Almendros, que recomienda al protagonista, escritor en ciernes, que lea la obra de Bernard Malamud y James Purdy, y que le presenta, en Barcelona, a Ramón y a Ana María, hermana de éste, una mujer con un aire a lo Françoise Sagan. Ramón lo inicia en el sexo y vale la pena citar el pasaje por motivos varios, desde luego, por ejemplarizar el estilo de alto vuelo de Molina Foix, pero también por el modo en que es tratada la sexualidad, muy acertada y rara de hallar en nuestra literatura, que navega a medio camino entre lo cursi o lo porno:
«Yo soy homosexual.
»Era la segunda vez en seis meses que alguien superficialmente conocido me lo decía, y la frase me pareció esta vez un protocolo más que una toma de postura. Me sentí obligado a responder, aunque no pudiera corresponderle en sus términos.
»No me importa.
»Y para despejar la idea de menosprecio, me levanté de la silla y me acerqué hasta el camastro, para darle una cercanía, si no podía darle calor humano. Ramón se levantó a recibirme como un terrateniente campechano, sin los pantalones puestos.
»Violentamente me acorrala / esta pasión de soledad / que los cuerpos jóvenes tala / y quema luego en un solo haz.
»Nunca había pensado en los jóvenes con deseo, pero, mientras me dejaba besar con temblor, aparecieron, en un encadenado de las imágenes descartadas de la película de mi memoria, el miembro ágil y coriáceo de Riquelme, la trompa levantisca de los elefantes, la erupción de la piedra pómez del andaluz marino».
Y, aunque se hallen en la novela escenas de pura invención, lo que predomina en el libro es la descripción real de tiempos, experiencias y paisajes que enmarcan al protagonista del libro, de nombre Vicente, y que puede ser en ocasiones el autor mismo. Eso sí, desdoblado en mirada de hombre mayor que observa al niño que se llama igual que él y que incluso podría llegar a ser él. Resulta curioso comprobar cómo tanto en esta novela como en Entusiasmo, de Pablo d’Ors, el protagonista es trasunto del autor, pero no siempre es el autor mismo, y que esa parte de juego, en apariencia gratuito, entre ficción y realidad es propia de la óptica posmoderna. Acordémonos del juego especular de Kinbote en Pálido fuego. Ese deseo proteico de metamorfosis pertenece a la multiplicidad de personas que anidan en uno mismo, al modo del laberinto de imágenes deformantes de la escena del carrusel en La dama de Shanghái, de Orson Welles.
Ni que decir tiene que la novela, por otra parte, es sugerencia enorme y reconocible para una generación que ronda ahora los setenta años. Creo que la parte del libro que describe paisajes y gentes que identifican a esa generación es la más agradecida para los lectores, aunque no siempre sea la mejor de la novela. Vicente nos lleva a Alicante, a Barcelona, a Madrid, a Lisboa, claro está, a París, a la pasión por el cine, tan común a esa generación a la que nos referimos; a que don Camilo José Cela le firme un ejemplar de uno de sus libros, escena llena de gracia, donde le dicta prácticamente más que le aconseja acciones perfectas para llegar a ser escritor; el descubrimiento del amor por parte de Ramón y el de su homosexualidad; el de las lecturas de Film Ideal, de nuevo el cine, esta vez enmarcado el recuerdo por la fotografía de Claudia Cardinale de la película El Gatopardo, de Luchino Visconti; el del círculo obligado de jóvenes poetas, Leopoldo, Pedro, Guillermo, reconocibles todos ellos incluso sin sus apellidos, y que formarán la hornada de los novísimos, en afortunada expresión de Castellet, de rotundos comienzos e inciertos destinos; en fin, la crónica de unos años mitificados, pero que en el libro de Molina Foix están tratados con un fin de serena objetividad: «Yo contemplo a mi vez a la Fama y descreo de ella mientras la busco. La necesito. No por gloria o dinero. La necesito para llenar el hueco que la vida anterior ha dejado abierto en mí. Quiero ser contado».
De eso se trata en el fondo, de querer ser contado, de una manera u otra, a través de las desgracias wertherianas, del dolor del estudiante Törless o del destino del joven Tonio… o de las experiencias más acomodadas; los tiempos son otros, del Vicente de esta novela de Molina Foix, donde está ausente, algo para celebrar, el morbo sentimental a que tan proclive es el género. Vicente Molina Foix ha escrito una muy bella novela de iniciación, dentro de un momento donde parece que se renueva un cierto espíritu de introspección de ciertos autores en su propio pasado, que no ocultan bajo personajes ficticios lo que de autobiográfico hay en ello. Hemos pasado del recuento del pasado familiar, ya dije, en obras como las últimas entregas de Sergio del Molino, Fernando Marías o Luis Landero, un ajuste de cuentas, en definitiva, con la memoria de la tribu, a indagar en la propia vida de uno, a intentar otorgar luz a un pasado que se muestra muchas veces opaco, y esta indagación adopta la forma de la novela iniciática, que en sus orígenes se suponía creada para elevar al individuo a través del ejemplo de una progresión espiritual y que, en estos momentos, donde la elevación espiritual no está tan clara, busca luz, no como ejemplo, sino como ahondamiento en una verdad particular, individualísima.