Simon Leys
Sombras chinescas
Traducción de José Ramón Monreal
Acantilado, Barcelona, 2020
344 páginas, 22.00 €
POR JULIO SERRANO

 

La materia literaria no suele ser el reino de lo evidente, tiende a buscar resquicios desde donde abrir puertas, a no ser que los caprichos de la historia hagan de lo que acontece un relato de ficción, una máscara. Entonces sí, toca decir lo obvio: el emperador va desnudo. Ya lo hizo el sinólogo y escritor belga Simon Leys (Bruselas, 1935-Canberra, 2014) en Los trajes nuevos del presidente Mao (1971), en Sombras chinescas (1974) y en Imágenes rotas (1976), una trilogía política publicada poco después de que el culto a Mao llegase a sus más altas cimas. En el cuento de los hermanos Andersen es un niño el que proclama lo que está frente a las narices de todos con una frase pavorosamente sencilla. Aún no es valiente, sólo es espontáneo, claro, y se ve que no era buen aprendiz: no le había entrado en la mollera la mentira acordada. Vayamos ahora con los valientes. Oigamos a Simon Leys pronunciarse sobre George Orwell, de quien fue admirador y estudioso: «Veía lo evidente; a diferencia de los políticos sagaces y de los intelectuales de moda, él no tenía miedo de nombrarlo; a diferencia de los politólogos y los sociólogos, él sabía decirlo con lenguaje inteligible». En ese elogio hay un puente.

Cualquiera que tenga algo de astigmatismo tendrá la experiencia física de la dificultad de ver lo que está delante. Demasiado cerca, dirá. A veces el astigmatismo lo da el tejido identitario de la época. Aprendemos sobre la base de la imitación, así que ¿por qué iba a ser tan fácil destejer un relato si está bien urdido, si nuestro devenir está entrelazado con él? Es complejo entregarse a esa frase tan trillada que dice: pensar por uno mismo, porque es difícil saber qué significa. O pensar dejando al margen el uno mismo y sus circunstancias. Pero a veces ocurre, en la espontaneidad del niño o en el que abre una grieta en el entramado. ¿A qué me refiero? Podría ser a tantos momentos…, al fin y al cabo somos resultado de nuestro propio invento, hijos de la imaginación propia entremezclada con la colectiva y, afortunadamente (sobre todo cuando las cosas se ponen feas), hijos también de los díscolos, de aquellos individuos que, a contracorriente, perciben las perversiones de la narración en la que les ha tocado, por tiempo y coordenadas, transcurrir su nacer, reproducirse, morir… Pero en particular me refiero al delirio constructor y destructor de la revolución maoísta, llamada cultural en beneficio de su propia mentira, esa ortodoxia oscilante que, en manos de obedientes oficiales al servicio del capricho utópico del gran guía, contribuyeron a deshacer mucho de lo mejor que ha dado China. Y me refiero, también, a este buen escritor algo olvidado, cuya vida se cruza con la de la China maoísta para, desde la otredad que le da el ser un «bárbaro en Asia», denunciar una revolución cultural que no podía ser criticada desde dentro —por obvias razones— y para la que tampoco abundaba la crítica del viajero debido a la maolatría que aún abundaba en Occidente allá por los años setenta. Tras admitir con pesar los crímenes del estalinismo, Mao se había convertido en un horizonte utópico para la izquierda. Lo fue de manera muy especial para muchos nuevos pensadores franceses y literatos, como Claude Roy, pero pocos tuvieron la lucidez y el coraje de ver la realidad bajo la inmensa abstracción hecha poder y denunciarla, como él hizo.

Simon Leys era un hombre tímido, le gustaba pasar inadvertido. Un don necesario para sus circunstancias. Ocultó su faceta de escritor político bajo un pseudónimo que, por otra parte, era la única vía posible para caminar a contracorriente. Se daban la mano, inclinación natural y condición sine qua non. Tengan en cuenta que fue en 1972, sólo un año después de la publicación de su crónica acerca de Mao en la que desmontaba las mentiras de la revolución, cuando Bélgica abrió su embajada en Pekín y Pierre Ryckmans —ese era su nombre original— fue enviado en calidad de agregado cultural para recorrer durante seis meses el país y elaborar informes sobre sus tesoros artísticos. Sólo el pseudónimo lo hacía posible y le garantizaba la seguridad en China y, además, le protegió brevemente de los ataques de la intelligentsia francesa que lo acabaría tachando de reaccionario. En algún aspecto quizá lo fuera, como en algunas opiniones acerca de la homosexualidad o ciertos aspectos de su catolicismo (aunque, más bien, conciliaba su catolicismo con la mística del taoísmo y el humanismo confuciano, lo que supone amplitud de miras cuanto menos). Y es que para que cale una etiqueta, lo mejor es que algo de ella sea verdad.

 

Cuando China abrió sus puertas al eminente sinólogo para que pudiese trasladar al mundo occidental las maravillas de esa nueva China prefabricada, obligada a digerir y vendida al extranjero en burda, aunque más o menos convincente mentira, no sabían que ya desde 1955, cuando con veinte años realizó un viaje a China que le cambiaría la vida, Leys era un apasionado conocedor de la lengua, la literatura, el arte y la civilización china. Es decir, era un enamorado de lo que Mao estaba empeñado en dinamitar. Precisamente por eso, será incisivo al señalar la destrucción deliberada de la inteligencia, la cultura, las artes, las letras y de toda la herencia del pasado. Leys era un hombre enamorado de la China que se desvanecía, o más bien que era reprimida y cercenada. Es elocuente el título del libro publicado en 1972, Sombras chinescas.

Ya desde la célebre Charla sobre las artes y las letras, pronunciada en 1942 en Yanán por Mao Zedong, la condena a muerte de la vida intelectual china fue encontrando un campo de aplicación cada vez más amplio: de la campaña de adoctrinamiento conocida como reforma del pensamiento de 1951-1952 a la represión que siguió a la campaña de las «Cien Flores» en 1957, y de ahí a las gigantescas purgas de la «Revolución Cultural». Entre la primera visita de Simon Leys a China en 1955 y la que da lugar a estas obras, transcurren diecisiete años. Tiempo suficiente para constatar que la literatura china, una de las más antiguas, de las más diversas y ricas del mundo, era «borrada del mapa», así como toda forma de cultura y de libertad, siendo sustituida por «el mismo caldo ideológico a toda horas del día y en todo lugar».

Y bien, ¿qué China ve en ese libro que mira no donde las autoridades ponen su foco, sino en las sombras, como su título indica? Ve, principalmente, lo que no puede en principio ver. Interpreta la repetición de ciertos silencios, las reticencias sobre los mismos puntos y nos lo cuenta. Y no es poco, porque muchos creyeron que el producto prefabricado que le ofrecieron las autoridades maoístas para su degustación era China y no «las estrechas y rutinarias dimensiones de un mismo pequeño circuito invariable» empaquetado en dosis variables para los chinos de Hong Kong y Macao, para chinos de ultramar, para chinos establecidos en el extranjero y, por último, para los extranjeros mismos, la categoría más especial, agasajada, controlada y engañada. De los chinos afincados en China apenas habla. Y no puede achacarse a la imposibilidad de comunicación a torpezas lingüísticas. Leys hablaba chino a la perfección. No tuvo acceso a ellos salvo a los guías, de quienes habla con fruición, cuyo oficio bascula en tenso equilibrio entre conseguir la satisfacción del extranjero con el servicio prestado, además de con la China visitada —que responda a los más excelsos logros el PCC—, al mismo tiempo que impedir cualquier intento de escaramuza para dar un paseo o dialogar espontáneamente con un local.

 

El éxito de la empresa descansaba, nos cuenta Leys, sobre un estricto control burocrático, fuertemente jerárquico. Esta paradoja dentro del sistema comunista no supone para Leys una especie de enfermedad de vejez del régimen, sino que la sitúa ya en el mismo período Yan’an, descrito como la época heroica de la revolución. Los vicios del comunismo son estructurales, están en el origen, denuncia nuestro autor. ¿Cómo nos explica Leys que consiguieran esa reducción, esa imposibilidad de contacto? Mediante una estrategia para cuya eficacia ciertas constantes de la naturaleza humana habían de ofrecer su colaboración: la vanidad, la pereza, la ignorancia. Para mejor aislar al extranjero no bastaba con el sometimiento de la población con prohibiciones expresas —siempre hay algún díscolo, algún suicida—, había que aderezarlo con la instauración de un conjunto de privilegios y favores que hicieran de la distancia entre estos dos mundos un hábito. ¿Por qué preferir ir en un autobús atestado en lugar de llegar rápidamente con el chófer al punto de destino? ¿Por qué rechazar unos manjares preparados ex profeso para uno?

Aunque si daban con un inmune al agasajo, un comunista de base empeñado en comer de cantina y hablar como si tal cosa, el guía bien podía llevarlo a un restaurante concurrido, levantar a una familia entera mandándolos a la calle y sentar al viajero entre la mirada reprobadora de los otros y, de sí mismo. ¿No ve usted que es más fácil…? Finalmente, los viajeros, nos dice Leys, renuncian al descubrimiento individual por cansancio y por desgaste. Y con los meses o los años, «algunos de ellos se vuelven como esos canarios que dependen tan totalmente de la comodidad de su jaula que les resultaría sumamente incómodo sobrevivir si se les concediera la libertad». ¿No hemos visto esto mismo mucho más cerca, y en nuestra propia tradición cultural, en la Cuba de Fidel Castro? Castro fue prosoviético, pero Che Guevara profesó debilidad por la China de Mao.

El temor de las autoridades no sólo era a que los chinos tuviesen acceso al exterior, sino a que la población se viese contaminada por el menor contacto con su pasado. Querían controlar pasado y futuro. Para ello un elemento clave, nos dice, fue la corrupción del lenguaje. También Orwell en su novela 1984 da cuenta de lo mismo: «El propósito de la nueva lengua no era sólo proporcionar un medio de expresión a la visión del mundo y los hábitos mentales de los devotos del Socing, sino que fuese imposible cualquier otro modo de pensar».

Sombras chinescas es un libro de viajes en negativo. No es la crónica de tesoros que le hubiese gustado escribir. Es un recorrido de desencuentros burocráticos y la crónica de un deterioro. Un libro relativamente paciente con la propaganda del maoísmo de los burócratas chinos que, al fin y al cabo, cumplían con su trabajo, y duro con los escritores franceses, con los periodistas estadounidenses o diplomáticos japoneses que cayeron en una adulación servil que «debe revolver las tripas de los mismos a los que tratan de agradar». Este libro de Leys no es su mejor obra, su escritura aquí está exenta del motor y la brillantez del entusiasmo, así sea un entusiasmo crítico, pero es un libro útil como testimonio, un referente de valentía y un anecdotario de evidencias de la mentira y el crimen maoístas. Concluyo esta reseña en tono bajo, citando a un Leys profundamente escéptico con respecto a una China cuyo partido comunista sigue siendo hoy la columna vertebral del gigante asiático: «Todos los virajes del régimen, no sólo desde la Liberación sino desde Yan’an, e incluso desde el sóviet de Jiangxi, han sido siempre nada más que virajes tácticos. La propia dinámica del régimen es la de una oscilación perpetua entre la “izquierda” y la “derecha”, sin que los sucesivos golpes de timón dados en un sentido o en otro afecten lo más mínimo a la naturaleza del navío ni a su destino último».