José Mármol
Yo, la isla dividida
Visor
110 páginas
POR JUAN CARLOS ABRIL

Dividido en tres partes, Yo, la isla dividida, es un poemario intenso y extenso del poeta dominicano José Mármol (Santo Domingo, 1960), un poemario de madurez. Solo la primera parte, «I. Como la isla», podría conformar un único volumen, pues consta de 65 poemas. La segunda parte, «II. Baladas de Wyckoff, NJ, USA», son 5 poemas; y en la tercera sección, «III. Homenajes», hay 6. Bajo esta estructura tripartita apreciamos una honda unidad.

Comienza el libro con el poema homónimo, «Yo, la isla dividida» (11), en el que destacan la dualidad y la unidad, la relación entre la presencia y la ausencia, la mirada reflexiva en pos de la objetividad, es decir, indagando en la realidad del mundo… Algunos mecanismos dialécticos (véase la otredad y los extremos opuestos en «El amor, la pena», 32) nos brindan, desde la sencillez, la extraordinaria complejidad de las cosas. La isla dividida también es la República Dominicana, aquí solo entendida de manera metafórica, nunca explícita. En cambio, sí asistimos a la meditación sobre sobre el binomio amoroso hombre-mujer (65), o sobre la dicotomía de la unidad en «No estoy solo» (72). El poeta se encuentra dividido entre su propio ser y el ser que le acompaña, la amada: «Yo, como la isla, / rodeado de ti por todas partes, dividido» (ibíd.), dice a sabiendas de que nada es para siempre, pero que las emociones que sentimos sí lo son para quien las siente. «Para siempre significa simplemente hasta cuándo» (96), afirmará ya casi al final de este volumen, cuando hemos asistido al relato de la enfermedad, la enfermedad del cuerpo, y hemos transitado por ese amargo golpe que nos explica que somos supervivientes y que es un milagro seguir aquí… De hecho, esa enfermedad es el punto de inflexión, ya al final, de un canto al cuerpo y la sensualidad desde el inicio en muchos poemas, y bien podríamos considerar esa tensión en la salud, ese gozo de la vitalidad, como en uno de los hilos vertebradores de este volumen: «Vocablo corpóreo» (15), «Poema» (19), «Pedido y promesa» (20), «Me oigo ser» (22), «Tu beso» (28), etc., nos hablan de la corporeidad de Yo, la isla dividida o, lo que es lo mismo, del origen de su materialidad. El poeta realiza ejercicios abstractos, es cierto, pero desde el cuerpo que toca, desde los pezones que besa, desde el temblor que se comparte con el cuerpo amado.

«Cuerpo reposado por un instante acaso / como un hermoso signo de interrogación» (15), uniendo la sensualidad de lo tangible y deseado, con la abstracción gramatical. De hecho, la otra matriz que se desprende de este poemario es precisamente la que enlaza con la metapoesía, o sea, la reflexión sobre la propia palabra poética y todas las herramientas que se articulan para que esta sea efectiva (son muchos los poemas que se podrían señalar). «Nervadura» (18) comienza así: «Nervadura y temblor de la palabra escrita» (ibíd.), y es ahí, en el temblor, donde nos topamos con el hallazgo que une la idea y la materia, la palabra que se interroga por la realidad y, por ende, por la verdad de la carne. Los cinco sentidos —pensándose— en todo su esplendor. Desde su verdad poética. Las referencias a Lázaro (en «Estío», 47, y en «Objetos y símbolos», 73) marcan de hecho una suerte de resurrección de la carne que tiene que ver con un nuevo comienzo, esa toma de conciencia tras la enfermedad antes citada, una segunda oportunidad, sin que por eso se olvide la cicatriz «queloides» (34) que queda «para siempre» ahí marcando el cuerpo. En otro momento, incluso el poeta se cuestiona: «Soy un zombi, me pregunto» (25), ya que se siente como que proviene de ese interregno entre la vida y la muerte… Y en «Homo doloris» (83), no en vano se nos plantea al cuerpo como «un sarcófago de suplicio y temor». Temor y temblor, que diría Kierkegaard. Temor como «Camino del morir» (99), ya que en términos heideggerianos el ser humano no es alguien que muera, sino que en sí mismo es un ser-para-la-muerte. La certeza del ser y del cuerpo, de la presencia y de la palabra escrita, frente a la incertidumbre del no-ser y del vacío, de la ausencia y del silencio (véase desde esa óptica «Ser, noser, siendo [Protorretrato]», 78).

Por tanto, el «Poema» (19) se desarrolla bajo el auspicio del fulgor de «la muchacha en flor» (ibíd.). Ahí se halla el «Temor a desearla» (ibíd.) como la constancia más firme de estar sobre la tierra, en este caso rompiendo las normas morales que nos atenazan. El poeta escucha ese temor y temblor, al fin y al cabo, en «Me oigo ser» (22), como un torrente sanguíneo (utilizando el título de un poemario de nuestro autor de 2007) que nos golpea en las sienes. Y esa pulsión erotanática se debate en «Escritura y lectura» (31), «A la hora irrepetible del milagro del poema […] en la muda ceremonia de la significación» (ibíd.). Cuando todo adquiere significado y el misterio, a pesar de ser misterio, queda resuelto gracias a la poesía, a la palabra poética que une lo alto y lo bajo, el deseo y la muerte, las ideas y la materia… en resumen, lo Gestalt, esa estructura profunda que pone en correlación nuestras ansias especulativas o intangibles con nuestras realidades más necesarias o apremiantes (el cuerpo en la mente, en palabras de Mark Johnson). La poesía es un «Instrumento» (52). En esta línea, asimismo habría que subrayar «Fuga de sentido» (48). O el verso «Escribir, existir» (64). La poesía sirve como correa de transmisión de ese temor y temblor, que a su vez vertebra este Yo, la isla dividida. Dice en el poema «El mar, naturaleza muerta» (33) que, por otra parte, es un alegato ecologista, que «Hay algo extraño a veces. Hay algo intraducible», y qué manera más bella de expresarnos ese misterio de vivir con el misterio de la poesía, asolados por las contradicciones de esta modernidad líquida (recordando a Bauman, 12) donde todo lo sólido se desvanece en el aire (Berman), y donde se deslizan las imágenes, que dejan de existir, como en Instagram (24). «Vestigio» (p34-35), uno de los mejores poemas del libro, reza así: «Cuando subrayo un verbo se robustece un giro. / Cuando resalto un nombre, la maravilla eleva / un halo de misterio». Porque el poeta ausculta la realidad, qué duda cabe, trata de captar los signos y las señales, y los traduce en poesía…

Los últimos versos del libro aseguran con rotundidad: «La palabra es un puente, un columpio, / una llamada, pienso, un prodigo extraviado. / La palabra me salva de mí mismo en los demás» (105). El poeta pone toda la carne en el asador para arrancarle a la vida y al mundo su pátina de poesía, y hay que decir que eso, en el caso de José Mármol, se realiza desde coordenadas muy precisas, pues a pesar de la acumulación a veces de elementos heteróclitos en el poema, en medio de ese «Paisaje urbano» (25-26), la voz verbal busca la objetividad («Serenidad», 58). La estructura de diario (y dentro de este, el diario de viajes, véase en concreto el poema «El viaje», 30), encubierta y entrelazada, se halla muy presente en Yo, la isla dividida. Diario y a su vez cancionero que se aprecia en la disposición circular de muchas composiciones, repitiendo versos al inicio y al final, con ligeras variaciones, y dotando al conjunto de una inusitada y característica musicalidad.

El poemario nace de una isla dividida, pero nos traslada a París, a la catedral de Notre-Dame (12), va «Desde Düsseldorf a Nueva York» (27), pasando por Roma (30), el mar Mediterráneo (33 y 84), Bilbao (37), los «Alpes marítimos» (39-40), Londres (51), Salamanca (100), etc. (sin ser exhaustivos). Todo ello en un ir y venir de y a una isla, imaginamos, que se podría corresponder con la del poeta, «En la noche citadina, con la música a tope en cada vellonera» (59), que es la manera en que en la República Dominicana llaman a la gramola, que decimos en España, sinfonola o rockola en otras partes de Hispanoamérica. Además, como indicamos al inicio, las «Baladas de Wyckoff», y otros lugares de diversas geografías, dibujarían un mapa de los viajes del poeta, pero siempre desde esa isla donde se siente como partido en dos mitades, hendido por las contradicciones del capitalismo avanzado, como en «Paradoja» (103).

Muchas más vetas temáticas podríamos destacar de este fascinante libro, lleno de matices y profundidades, pero dejamos que el lector con gusto y curiosidad se encargue de ello, no sin antes recomendar vivamente sus páginas.