Aurelio Major
Pródromo
Libros de la Resistencia
88 páginas
POR EDGARDO DOBRY

En algunas producciones recientes de poesía en castellano se advierte un agotamiento y un recomienzo. El agotamiento se refiere al de las posibilidades ofrecidas por el coloquialismo que predomina desde finales del siglo pasado. Ese giro coloquial fue, a su vez, una forma de manifestar que los diversos pujos vanguardistas, particularmente en América Latina, tocaban a su fin. En Europa, el auge de las distintas formas de vanguardia duró aproximadamente treinta años, si contamos desde el manifiesto de Marinetti hasta el principio de la segunda guerra mundial. Pero en América Latina no hubo un acontecimiento de alcance continental que pusiera fin a las diversas oleadas vanguardistas. Hacia 1972, por poner un ejemplo, Emir Rodríguez Monegal podía escribir: “Por tres veces en este siglo, las letras latinoamericanas han asistido a una ruptura violenta, apasionada, de la tradición central que atraviesa –como un hilo de fuego– esa literatura”. Se refería a los años veinte (la irrupción de los ismos), los cuarenta (la “literatura comprometida”, como la Trecera residencia de Neruda) y los sesenta (la que cuestiona la “estructura poética misma, el lenguaje en tanto que límite”, en Paradiso, Rayuela o Blanco). Pero, además, a principios de los años sesenta, cuando Nicanor Parra ya había publicado Poemas y antipoemas y Carlos Martínez Rivas La insurrección solitaria, Aldo Pellegrini saca en Buenos Aires su Antología de poesía surrealista, cuyo influjo puede apreciarse, por ejemplo, en Alejandara Pizarnik. Las dos tendencias –vanguardista y coloquialista–, que suelen verse como sucesivas, fueron simultáneas durante un largo periodo. El coloquialismo solo se convertirá en dominante en la década final del siglo, cuando la estela de las vanguardias se apaga definitivamente o se vuelve irrelevante.

¿Y ahora, entonces, qué viene, qué podría ser lo nuevo? Las tentativas son múltiples y dispersas; muchas de ellas, como es visible en la literatura de nuestro tiempo, dominadas por preocupaciones temáticas y con escasa preocupación formal. Pero hay otra búsqueda –más que tendencia– que se presenta como un recomienzo: una nueva espiral hacia el origen, siempre que se tenga presente que el origen latinoamericano es ya un regreso, una reelaboración: barroco, por eso. Es decir, donde “origen” no es algo arcaico que pueda ser recuperado sino aquello que reaparece, cada vez, a modo de interrogación. “Puedo decir que, para nosotros, el barroco es el no-origen porque es la no-niñez. Nuestras literaturas (…) nacieron ya adultas”, escribió Haroldo de Campos, señalando el desacomodo o el desencaje de la poesía escrita en América Latina. 

Aurelio Major, en Pródromo, hace explícita su índole neobarroca en el conjunto del libro y la redobla en algunos guiños particulares. Cuando escribe, por ejemplo, acerca de una picaza, que “de techo en techo perlonga” su graznido, está haciendo dos operaciones a la vez (y ese espesor es de índole barroco): usa un verbo ajeno a la lengua coloquial (perlongar) y hace un guiño al principal poeta neobarroco o, como él mismo lo denominó, neobarroso, del Río de la Plata: Néstor Pelongher.

Que el libro de Aurelio Major (mexicano radicado desde hace años en Barcelona) quiere anunciar un advenimiento está claro desde su título: pródromo: “malestar que precede a una enfermedad”. Lo implícito, aquí, es que “barroco” se denomina también –según Eugeni D’ors– a los síntomas que preceden la irrupción de una dolencia. Esa enfermedad vuelve sobre lo decadente, elemento esencial al surgimiento de la modernidad, en Baudelaire y los simbolistas, en el que –para decirlo en palabras de Paul Bourget– la unidad pierde fuerza, y “la página se descompone para dejar paso a la independencia de la frase, y la frase para dejar paso a la independencia de la palabra”. A esta enfermedad estética, Major la trata a base de humor: formas de la paronomasia que burlan la frase hecha (“rompamos lances”, “sin diques ni diretes”), aliteraciones, invocación de autoridades casi siempre en tono menor. Por ejemplo, a Neruda, que aparece como el fantasma detrás de la prosodia de varios pasajes de Pródromo, se lo evoca mediante el neologismo “vidobra”, que aquel acuñó para atacar a Vicente Huidobro durante el episodio conocido como “guerrilla literaria” (según el conocido estudio de Faride Zeran). A T.S. Eliot no se lo cita por sus poemas mayores sino por una obra doméstica sobre el nombre de los gatos. A Oliverio Girondo, por la negatividad de su disolvente masmédula: “en un dentro desmayado no”. Todo en Pródromo es a la vez sofisticado y reticente a la solemnidad, a lo asertivo, a lo unívoco. 

El humor no está, aquí, solo en la sombra del doble sentido. Reside, también, en la conciencia de que el poema habla por sí mismo y no como manifestación del sujeto que, aun siendo el autor, se queda afuera de la página: “El poeta superior dice lo que efectivamente siente,/ nada de esto tiene que ver con la sinceridad”, escribe Major. Se asoma Pessoa y su “Autopsicografía”, la del poeta que finge el dolor que de verdad siente (pero, ¿hubiera dicho lo mismo uno de sus heterónimos?). Se juega, asimismo, en ese sentimiento verdadero lo que Niezstche definió, en El nacimiento de la tragedia, como el “problema de la objetividad” en el arte: “en toda especie y nivel de arte exigimos ante todo y sobre todo victoria sobre lo subjetivo, redención del «yo» y silenciamiento de toda voluntad y capricho individuales, más aún, si no hay objetividad, si no hay contemplación pura y desinteresada, no podemos creer jamás en la más mínima producción verdaderamente artística”. En los poemas de Arquíloco, dice Nietzsche “a quien vemos es a Dioniso y a las ménades”. Apolo: dios clásico; Dioniso: barroco. Dice Major: “Lo que escalda la entraña es el rescoldo”. No hay más interioridad que las entrañas.

En el centro del Pródromo está “Ilapso”, poema extenso –abarca una tercera parte del libro– de aire meditativo o filosófico. Se reaviva allí una alta tradición mexicana: la que funda, a finales del siglo barroco por excelencia, el Primero sueño de Sor Juana Inés de la Cruz, que parece evocado en los primeros versos de la segunda sección de “Ilapso”: “Todo duerme para olvidar, que dormir al sol es peor,/ dormir a los rayos de la luna/ y mayormente cuando entran por angostos agujeros”; aunque aquí no es “la avergonzada Nictimene” (o sea, la lechuza) la que se hace oír sino los pericos y el ruido de los coches. Esa tradición del extenso poema meditativo fue continuada en el siglo XX, sobre todo por José Gorostiza en Muerte sin fin. Siempre y cuando se acepte el encuentro del austero Gorostiza, observador de un vaso de agua, con el gran neobarroco Gerardo Deniz, cuyos poemas de risa erudita, tejidos de citas y alusiones cultas, hacen eco en varias partes de Pródromo.

Dije antes que estos poemas pueden leerse como un documento de anti-antipoesía. Sin embargo, además de algún soneto y de muchos endecasílabos de goloso paladeo, el libro incluye una sección, “Write Wreck”, compuesta por fotos (de coches accidentados o abandonados a la intemperie, la mayoría) con epígrafes inesperados: citas entresacadas de Blaise Cendrars o de Mina Loy, sin referenciar, y cuyo sentido cambia a la luz de las imágenes a las que acompañan. Ejercicio que recuerda, entre otras producciones proto y tardovanguardistas, a los Artefactos de Nicanor Parra. Señal de que no hay voluntad de impugnaciones completas, y de que el espíritu barroco, como ya dijo Lezama Lima, radica en un americano “no rechazar”. De allí la densa impregnación de este libro, que pone en funcionamiento su propia galaxia, rica en invocaciones y evocaciones.