Jean-Claude Carrière:
Buñuel despierta
Oportet, Madrid, 2016
320 páginas, 18.00 €
Luis Buñuel, poeta a su pesar, siempre necesitó junto a él a un escritor en su exitoso oficio de cineasta. El primero fue el pintor y también escritor, no lo olvidemos, Salvador Dalí, con quien escribió Un perro andaluz y La edad de oro. El último, el autor del libro que nos ocupa, Jean-Claude Carrière, con quien no sólo escribió sus seis últimas películas y algunos proyectos no realizados, de Diario de una camarera a Ese oscuro objeto de deseo o Agón, sino sus propias e inolvidables memorias, Mi último suspiro, tan impropiamente tituladas en español, como bien señaló Gibson en su biografía; cuando mucho más adecuado hubiera sido traducir Mon dernier soupir por «Mi último aliento». Se hace difícil identificar al recio aragonés con un suspiro, por mucho que fuera el último. En medio, unos pocos y excelentes guionistas entre los que podemos destacar a Luis Alcoriza y Julio Alejandro.
Nuestro cineasta mayor nunca se consideró un buen escritor, oficio que le hubiera gustado ejercer muy por encima del de cineasta, y palió la soledad de la escritura con la compañía de un interlocutor que le ayudara a contrastar y estructurar su desatada imaginación en el molde del guión cinematográfico. Con Carrière (Colombières-sur-Orb, 1931) llegó a establecer un verdadero matrimonio laboral a lo largo de una veintena de años. Desde el primer momento surgió entre ellos una singular complicidad y empatía. Se llevaban treinta y un años. Buñuel (Calanda, 1900) tiene ochenta cuando le dicta sus memorias, curiosamente, la misma edad que tiene Carrière cuando aparece en Francia Le réveil de Buñuel (2011), traducido en España como Buñuel despierta en 2016.
El punto de partida y motivo de inspiración de este despertar de Buñuel hay que encontrarlo, como nos recuerda Carrière al comienzo del primer capítulo, en el último párrafo de las memorias de su amigo, quien manifiesta ante el presentimiento de su pronta desaparición: «Una cosa lamento: no saber lo que va a pasar. Abandonar el mundo en pleno movimiento, como a la mitad de un folletín. Creo que esta curiosidad por lo de después de la muerte no existía antaño, o existía menos, en un mundo que apenas cambiaba. Una confesión: a pesar de mi odio a la información, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, acercarme hasta un quiosco de periódicos y comprar unos cuantos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, pegándome a las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, al abrigo tranquilizador de la tumba».
Ni corto ni perezoso, Carrière, personaje en su ideada autoficción, decide una tarde poner en práctica el último deseo del maestro. Compra los periódicos y revistas más recientes y, pertrechado del instrumental necesario, se dirige al cementerio de Montparnasse. Espera, convenientemente apartado de miradas molestas, a que los vigilantes cierren las puertas del mismo para encaminarse al panteón del cineasta. Conviene señalar, antes de pasar a mayores, que dicho camposanto era uno de los lugares más queridos de Buñuel. Cuando regresaba a París, ciudad en la que pasó buena parte de su juventud, solía alojarse en el hotel Aiglon, en el Boulevard Raspail, y procuraba reservar una habitación cuyas ventanas dieran al cementerio. Justo el mismo hotel donde sus padres se alojaron en su viaje de novios y donde, probablemente, fue engendrado. La cuna y la sepultura. Carrière nos cuenta que en varias ocasiones lo sorprendió sentado frente a esas ventanas, contemplando ensimismado ese «saludable» paisaje, como bien le gustaba decir.
Solo ya en el panteón, consigue mover la piedra del sepulcro, enciende una vela y baja a la cámara mortuoria. Su intuición lo lleva hasta el ataúd de Buñuel. Con gran esfuerzo, a base de martillo y cincel, logra abrir la tapa emplomada del ataúd sin dañar la madera. Allí está el cuerpo incorrupto de un hombre que, al acercar la vela, pronto reconoce como el de su amigo y maestro. Lo llama repetidas veces hasta que consigue despertarlo. Le trae los periódicos.
A partir de ese momento, seremos testigos de una docena de visitas, ordenadas a lo largo de diez capítulos, en las que Carrière dialoga con el redivivo Buñuel, fallecido en 1983, acerca de lo divino y lo humano, de todo lo sucedido en el mundo en esos casi treinta años de ausencia: la caída del muro de Berlín y la práctica extinción del comunismo, el sida, internet, el 11 de Septiembre y un largo etcétera de asuntos de actualidad que serán analizados y confrontados por ambos interlocutores. En ese telón de fondo van apareciendo los grandes temas buñuelianos: el terrorismo, el humor, la muerte, la superpoblación, la religión, los sueños y los ensueños, el afán autodestructivo del hombre y la consiguiente desolación del planeta, los animales (en especial, los insectos), su negada y, sin embargo, existente poética, su innato espíritu contradictorio, el sexo y, cómo no, la imaginación. Asistimos a una verdadera ampliación de las memorias buñuelianas y participamos de ella. Como si el transcriptor de las mismas, el propio Carrière, no sólo las evocara, sino que las completara añadiendo muchos de los interesantes descartes, nunca mejor el símil, que, en su momento, se vio obligado a rechazar.
Hemos hablado de telón de fondo, de ser testigos, de asistir como espectadores, y no es gratuita la terminología teatral, pues Carrière, además de escritor y experimentado guionista, es, al tiempo, un contrastado dramaturgo. Memorables son sus colaboraciones con Peter Brook. No puedo, como espectador, dejar de agradecerle, por poner un solo ejemplo, su excelente adaptación del Ramayana y el Mahabharata que tuve la fortuna de ver en mi juventud, en un espectáculo que todavía retengo en mi memoria. Consecuentemente, Buñuel despierta puede, en todo momento, leerse como un inteligente libreto teatral en el que dos sutiles actores, Carrière y Buñuel, destripan el mundo que nos ha tocado vivir. Puro teatro de cámara.
La lacra del terrorismo, que nos sacude en el nuevo siglo, la preanunciaron con triste lucidez ambos cineastas en su último proyecto irrealizado: Agón. Una bomba estalla, asimismo, al final de Ese oscuro objeto de deseo. No olvidemos que el terrorismo aparece ya en el segundo manifiesto surrealista, cuando Breton invitaba a disparar de forma indiscriminada en la calle a la multitud. Una pose, sentencia el resucitado Buñuel, quien ve en el terrorismo una inagotable fuente publicitaria. «Sólo importa una cosa: que la sangre derramada corra por las venas de todos los periódicos».
El terrorismo nos lleva a su fascinación por la muerte, simbólicamente representada en esa escultura del cardenal Tavera en Toledo sobre la que se inclina una subyugada Catherine Deneuve en Tristana. La muerte, se nos cuenta al final del libro, la llevamos dentro; hay, por lo tanto, que amarla. Puede parecer casual que el destino lo condujera a México, país siempre hechizado por la muerte; pero llegó a amar, como su amigo André Breton, aquel país, del que tomó la nacionalidad e hizo del mismo su hogar.
En su segunda visita al cementerio, Carrière le lleva una botella de rioja. Ingiriendo el añorado caldo (nos dirá más adelante que lo más le cuesta, como muerto, es la ausencia del sueño y del vino), recordarán sus productivos y agradables encierros. Le recuerda su guionista a este respecto: «Solos los dos, como dos monjes, cada uno en una celda, sin mujeres, sin amigos, sin visitas […]. Adorabas esos periodos de aislamiento». San José Purúa, en México, o Cazorla y el Paular, en España, fueron sus retiros favoritos.
Con lucidez abordan otro de los grandes problemas de la humanidad: la superpoblación. De 1998 a aquí, anotan, la población del planeta se ha duplicado. «Cada bebé es un nuevo cliente», opina Buñuel con certero humor en un mundo sin control, regido por el comercio más despiadado. El sur emigrando masivamente hacia el norte en esas embarcaciones-ataúdes que naufragan con frecuencia en la huida de las guerras o en busca de un mundo mejor. Y lo más vergonzoso: los que consiguen llegar son devueltos, exhaustos y humillados, al punto de partida. En vez de otorgar premios a la natalidad, tan frecuentes en los regímenes autoritarios, habría que fusilar —añade— a los inconscientes que se reproducen como conejos. Superpoblación que va de la mano con la devastación del planeta, con el progresivo agotamiento de los recursos naturales y la destrucción de las especies animales y vegetales. Tendríamos que renunciar al petróleo y sus productos. Cambiar la vida. «Somos la vergüenza del sistema solar —constata— y soñamos con expandirnos en el espacio». Se rebela ante la idea de que el hombre sea una criatura creada por Dios a su imagen y semejanza. Seríamos, viene a afirmar, obra de un monstruo que observa impasible esa «carnicería permanente» a la que llamamos «humanidad».
Religión y fanatismo fueron siempre para Buñuel una misma cosa. Como cristianismo y vampirismo. Consideraba el sexo como algo sucio, viciado por la represión religiosa. Dos elementos nos constituyen: la credulidad y el deseo de destruir. Los animales son otra cosa. Los salva el instinto. Proverbial era su amor por los insectos. Se quedaba absorto contemplando las evoluciones de ese ser mínimo y perfecto que es una mosca. «El pensamiento —gustaba decir— es autónomo, se posa donde quiere, como una abeja». Ninguna discusión entre naturaleza y arte. Todo refinamiento estético lo sacaba de quicio. «¡A la mierda el arte!», proclama, y, sin embargo, siempre alcanza ese secreto equilibrio como creador de imágenes, ya que éstas «adormecen si son demasiado planas y desvían la atención si son demasiado bellas». Se nos recuerda una vez más cómo en Nazarín gira la cámara del preciosista Gabriel Figueroa, el director de fotografía, que enmarcaba un hermoso plano con el Popocatépetl al fondo, por abarcar un paisaje más anodino, pero también más verdadero. Lo que no le impide regalarnos, en esa misma película, sin ir más lejos, una de las secuencias más profundamente poéticas de la historia del cine: esa niña india con la sábana blanca ondeando entre sus manos mientras recorre las calles del pueblo, asolado por la peste. «La esencia de Buñuel está ahí», resume con tino Carrière.
Un día sin reír era un día perdido. El humor, tan presente en estos diálogos de ultratumba, estructura su obra y marca su vida. Era, junto con la imaginación (un músculo que había que entrenar a diario), su tabla de salvación. Minusvaloraba sus películas y, no obstante, fue el cine el medio que lo encumbró. Las contradicciones —de nuevo Carrière— entretejieron su existencia, pero nunca maniataron su libertad.
Esas constantes idas y venidas nocturnas al cementerio terminan cuando el narrador se ve obligado a confesar a su paciente mujer, que ya recela de la fidelidad de su marido, el objeto de las mismas. Descubrimos, por tanto, que todo lo sucedido es producto de la obsesión de Carrière, de su añoranza por el amigo tantos años ausente. Buñuel murió en México y sus cenizas fueron llevadas después a su Calanda natal y esparcidas por el monte Tolocha. Vuelve entonces con su mujer al cementerio, quiere mostrarle ese supuesto panteón tantas veces visitado. No lo encuentra. Hace frío. Regresan a casa: «En una vieja novela barata, ahora encontraríamos una botella de rioja apoyada en una lápida, por los alrededores. Pero no. No hay ninguna botella. Busco un poco, pero nada. Ni siquiera una página de periódico».
Adenda. Echo en falta, en esta buena edición, alguna nota de los traductores que subsanara las mínimas imprecisiones o errores del original. Se dice, por ejemplo, que la sierra de Cazorla pertenece a Granada en lugar de a Jaén o que, en uno de sus sueños, Buñuel hacía el amor con Isabel la Católica. En sus memorias deja en un par de ocasiones bien claro que era la joven reina Victoria Eugenia el objeto de sus ensoñaciones eróticas, incluso uno de esos sueños inspiró la secuencia erótico-necrófila de Viridiana.