Emilio Lledó
Imágenes y palabras. Ensayos de humanidades
Taurus, Madrid, 2017
488 páginas, 22.90 € (ebook 9.99 €)
POR ISABEL DE ARMAS

 

Con motivo de su noventa cumpleaños, Emilio Lledó —galardonado, entre otros, con el Premio Nacional de Ensayo en 1992, el Premio Nacional de las Letras Españolas en 2014 y el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2015— ha tenido la feliz idea de reeditar Imágenes y palabras. ¿Y por qué precisamente este libro y no cualquier otro de los muchos que componen su abultada y brillante obra? La razón es que se trata de un trabajo esencial en el que el autor recopila lo más fundamental de sus preocupaciones y obsesiones: lenguaje, ética, arte, literatura, razón, libertad, felicidad, memoria… Algunas o muchas de éstas, consideradas el centro del humanismo, las podemos encontrar en títulos como Filosofía y lenguaje (1970), La filosofía hoy (1975), Lenguaje e historia (1978), La memoria del logos (1984), El epicureísmo (1984), El silencio de la escritura (1991), El surco del tiempo (1992), Memoria de la ética (1994), Días y libros (1995) o Elogio de la infelicidad (2005). Pero es que en Imágenes y palabras se halla una consistente recopilación de todos sus grandes temas. Es, por tanto, un trabajo emblemático de este veterano filósofo sevillano, que estudió en las universidades de Madrid y Heidelberg Filosofía y Filología Clásica, y ha sido catedrático de Historia de la Filosofía en las universidades de La Laguna, Barcelona y la Universidad Nacional de Educación a Distancia de Madrid.

«Al releer para la nueva edición de este libro —escribe Lledó— descubrí, ya en el prólogo, que apenas había cambiado el sentido de lo que entonces pensaba». La primera edición apareció en 1998 y la actual, casi veinte años después, por tanto, no sería extraño que, en este espacio de tiempo, pudieran haber envejecido algunos de los temas que en aquel entonces le parecían muy vivos. También confiesa que le resulta grato descubrir en sus escritos una importante continuidad. «Esa vuelta a mirar —afirma—, a mirarse en lo ya dicho, va forjando el otro horizonte, el de la humanidad, el de las humanidades».

Para el autor, los ensayos aquí reunidos son un testimonio que deja ver la enérgeia de nuestro ser. «Son, pues –dice textualmente—, testimonio de una breve historia de amores y predilecciones en las que habla, o quizá balbucea, la persona de un autor y, en ella, manifiesta los rasgos que la marcan y delimitan». Escritos en los que Lledó se reconoce lleno siempre de nostalgia y con un inevitable punto de frustración. La nostalgia se debe a que esas obras señalan la gran parte de camino recorrido, que ya nunca jamás volverá. «Y frustración —matiza con toda sutilidad— porque se nos podía haber presentado de otra manera, podía haber dado mejores frutos, haber aspirado a otros horizontes».

La espléndida selección de palabras e imágenes que comentamos está dividida en cuatro apartados y cada uno de ellos contiene una cuidada selección de ensayos. El primero, titulado «El arte y la mirada», arranca con «Sentir que sentimos». «El sentir que sentimos —apunta el filósofo— ha sido, tal vez, el primer paso con el que el ser humano ha comenzado a tomar consciencia de sí mismo y de su lugar en el mundo. Los sentidos que abren nuestro cuerpo han sido, paradójicamente, el principio de la reflexión». Y en ese disfrutar de lo sensitivo destaca, entre todos, el de la vista. «El gozo de los ojos —escribe— vislumbró entonces otros gozos, diseñó otras imágenes que sirviesen para representar el idilio de los sentidos desde el supremo privilegio de la mirada». En otro de los ensayos de este primer apartado, subraya el gran valor de la amistad, al considerar que «es un adorno múltiple y jugoso, puesto sobre el regalo de la existencia, sobre el prodigio de los pulsos del corazón que miden la esperanza y acompasan el tiempo». Aquí el filósofo nos habla, asimismo, del amor y, en concreto, de todo lo que puede llegar a significar la simple contemplación del retrato amado, que «se hace símbolo de un tiempo que revive como nostalgia y que es, también, presencia inalterable arrebatada al fluir de las horas, y sustanciada en esa imagen que confía siempre en resucitar a la luz de los ojos que la contemplan». Finalmente, en «La voz de las imágenes», el autor trata la supuesta oposición entre televisión y cultura, «que sólo puede […] superarse si somos conscientes de que los nuevos medios de comunicación deben colaborar a la transformación del discurso interior de sus espectadores en un discurso crítico, estimulador de la realidad y de la vida».

«La temporalidad de la escritura» es el título del segundo apartado. De todo su rico contenido, atrae en especial mi atención el ensayo dedicado a Ortega y Gasset con motivo de su centenario, en el que el autor pretende exponer «la vida y las palabras». «No sólo —puntualiza— porque me parecen adecuados para rendir homenaje en este centenario a Ortega, sino también porque en las dos rutas que se inician desde este doble punto de partida se van divisando, a medida que progresan, algunos territorios todavía no suficientemente explorados y que constituyen, por ello, horizontes inevitables del pensamiento contemporáneo». Superar la fraseología le parece un tema clave, ya que la frase tiene un cierto poder anestesiante que facilita cualquier operación. La anestesia es como el sueño, un momento importante de inercia, de inactividad, de irrealidad. «La cultura contemporánea —añade Lledó— propende a múltiples formas de anestesia». «Encastillado en la fraseología —insiste el autor— que podía, en muchos momentos, trivializarlo, el nombre de Ortega, alejado de su propia obra e incrustado en la de algunos de sus apologistas, perdía aquello que, sin duda, podía haber significado un importante aliciente para las generaciones posteriores: su indudable relieve, su capacidad de agresividad entre ciertas formas de mediocridad, la alegría y el optimismo fuerte de su estilo, y, por supuesto, la mirada amplísima, enormemente curiosa y ávida de entender y percibir». Para Lledó, «La obra de Ortega, desgranada en esas urgencias vitales, apretada por un tiempo duro que le obligó a prometer libros que no llegaría a escribir, no necesitaba, sin embargo, de ningún otro contraste, ningún otro gesto, para ser la obra coherente, viva, que es: un monumento único de escritura filosófica, en donde se condensa la vida de un hombre de una manera ejemplar e insuperable». Todo el pensamiento de este peculiar filósofo es un rastreo por la cultura y la vida de su tiempo. Y, para el autor de este libro, lo más grave que podría ocurrir es que cayera en los cristales deformantes de la fraseología ideológica, de la trivialización o de la moral idolátrica de las imágenes.

Los autores que se mencionan en este tercer apartado, titulado «De literatura», expresan, como el propio autor se encarga de decirnos, una cultura de la luz, de la claridad, que es el fundamento de la existencia. «Una mirada que sólo refleja formas de verdad en una lucha, una tensión, por encontrar, en esa luz y esa claridad, una posibilidad verdadera de humanidad y de progreso». Frente a la obra de san Juan de la Cruz, Lledó se plantea y responde a interrogantes tales como: ¿a qué niveles se dirige la voz del poema?; ¿en el cauce de qué lenguaje interior fluye la palabra que percibimos?; ¿en qué rincones de la conciencia resuenan las propuestas, sugerencias, avisos, insinuaciones, metáforas de su obra?; ¿en qué fundamento se asienta un lenguaje que habla de sí mismo, desde su articulada soledad y, tal vez, para sí mismo?; ¿qué principios de interpretación rigen el silencio de la escritura?… Y ante su escritura se pregunta: ¿qué quiere decir, qué intención alimenta, por muy remota que sea, eso dicho? Para el autor, otro de los grandes poetas de la luz es Jorge Guillén. Al comentar su Cántico, destaca la perspectiva ética que baña toda su producción: «Profunda perspectiva ética, levantada al borde de la consciencia y donde la poesía señala, en el miserable mundo de la ideología utilitaria, de la sórdida ideología del tener, la suprema ansia de ser que, en nuestro tiempo, tal vez se escuche en la voz de algunos poetas». En la poesía de Guillén descubre que «la luz sapiente brilla sobre el fondo de una consciencia herida de oscuridad, endurecida como máscara, y que resucita al amanecer del mundo». En este mismo apartado, se seleccionan dos grandes títulos que para Lledó expresan, de forma especial, la cultura de la luz: el Quijote, de Cervantes, y El Criticón, de Gracián, y establece el paralelismo que aprecia entre los protagonistas de ambas obras maestras de nuestra literatura. Critilo y Andrenio, lo mismo que don Quijote y Sancho, son peregrinos de la vida, caminantes del mundo. Han partido de un momento de soledad: don Quijote, de la isla ideal de la caballería; Critilo y Andrenio, de la isla real de la existencia. Parecen personajes muy distintos, pero tienen muchas coincidencias.

Del cuarto y último apartado, «De filosofía», formado por nueve interesantes ensayos que van desde Platón en el origen de la teoría política, pasando por una lectura de la metodología transcendental de Kant, hasta Heidegger y la época trágica de los griegos. Me resulta especialmente sugerente el dedicado a la realidad de la utopía. El autor nos recuerda aquí que, desde que en 1516 Tomás Moro publica su libro De optimo rei publicae statu, deque nova insula Utopia, esta palabra ha entrado a definir una estructura importante de la mente humana: aquella que proyecta el sueño perfecto de la razón hacia el futuro, sobre la base de los monstruos de la sinrazón en el presente. «De la insatisfacción que despierta el deseo brota la utopía», afirma Lledó, y se plantea con Kant la cuestión de si el género humano se halla en constante progreso hacia lo mejor. Tres son las posibles respuestas: o que el género humano va en regresión hacia lo peor (terrorismo moral); o que está en continuo progreso (eudaimonismo); o bien que permanece en eterno estancamiento (abderitismo). Esta última situación le parece la más próxima a la realidad actual. «Esa mezcla de actividad y necedad —escribe— que Kant descubre en la historia es hoy más intensa que nunca». Y entonces surge la pregunta: ¿es posible ser bueno en una sociedad mala? Una respuesta queda clara: el «ser bueno» no es ni posible ni siquiera imaginable en la soledad de una conciencia individual, sin mundo y sin historia. En efecto, lo bueno en el hombre empieza a ser humano en el universo intersubjetivo de la solidaridad.

El lector podrá comprobar por sí mismo que la totalidad de los temas abordados en estos ensayos pertenecen al grupo de las humanidades, y el propio autor se encarga de decirnos que «estos supuestos saberes no son otros que aquellos capaces de fecundar y dar vida a la existencia humana: proyectos de futuro en los que se recogen experiencias que, verdaderamente, pueden iluminarlo». Para que la fuerza de todos estos conceptos que hacen referencia al arte, la filosofía, las letras y la educación nos empujen, el filósofo no deja de insistir en que hay que mantener encendida la antorcha de la curiosidad, la crítica y la reflexión. Y, desde su sabiduría nonagenaria, nos anima: «No importa que el fuego sea pequeño, que carezca de pedestal, de faro. Vale ya un tenue resplandor. Apenas un vislumbre; pero que no se apague».

No puedo acabar sin confesar que, para mí, Emilio Lledó es uno de esos autores a los que casi no me siento capaz de poner ninguna objeción y tan sólo intento aprender de él.