José María Herrera
Los archivos de Alvise Contarini
Los Libros de Fronterad, Madrid, 2018
292 páginas, 18.00 €
POR JOSÉ LASAGA 

 

Éste es un libro escrito por un amante discreto. O por dos. En rigor, dos son los autores, como indican los títulos, pero, al ser sucesivas sus intervenciones, terminan siendo uno, pues uno e idéntico es el libro. Mientras que el amor de Contarini a su ciudad resplandece en cada una de sus páginas, no así el de José María Herrera, que queda disimulado bajo una montaña de erudición. En efecto, la erudición disimula la nostalgia. Como tantos otros, el autor nació en un siglo que no encaja en su carácter. Peor para el siglo, que no ha sabido reconocer un carácter. Le habría aportado inteligencia, sabiduría y buen gusto. Por el contrario, ha tenido que endurecerse y adoptar máscaras. Y, claro, trabajar infatigablemente, sin esperanza, sin recompensa. El resultado, una fracción, está a la vista en este libro que ha llegado al lector hace unas semanas (quizá meses).

Los archivos de Contarini son una doble ficción. O no. Es posible que ni haya archivos ni haya Contarini. ¿O sí? Aparentemente, Herrera, por discreción y elegancia, se inventa un autor al que endosa toda la erudición que su malestar con el siglo lo ha obligado a acumular. Ésta es la interpretación que, por plausible, voy a adoptar en lo que sigue. Aunque no es la única y hay pistas en el texto acerca de otras lecturas posibles que harían de Contarini una realidad humana, de modo que iríamos de nuevo a la hipótesis de dos autores, lo que conllevaría hablar de la «parte» de Herrera y la «parte» de Contarini. Pero sin certitudo adoptamos, por comodidad, la versión más probable. Bien. Habla Herrera con la máscara de Contarini.

¡Qué osadía! Otro libro sobre Venecia. ¿Cuántos se han escrito desde que surgiera como una moda el mal del siglo? Y por los más grandes. No obstante, quizá, al final tengamos que reconocer que está justificado. Sigamos la estrategia del sabio Contarini. Dejaremos casi de lado el «continente», la ciudad encantada y estancada doblemente, en un lago y en un pasado, que sólo se hace presente en oblicuo y a través de los «contenidos». Todas las historias que se relatan tienen como condición de posibilidad que existiera una sociedad como la veneciana y un Estado como el de la Serenísima, tan sabiamente administrada en lo material y en lo espiritual que, en ningún momento de su fulgurante trayectoria histórica, toleró ni utopías ni estancamientos innecesarios. La República de Venecia sólo murió porque Europa había elegido un desvío hacia la modernidad demasiado acelerado y confiado en unas luces a las que se les negaba hacer sombra. Fue otra víctima, la segunda, después de la monarquía francesa, de la revolución. Pero dejemos el continente, la ciudad que tanto ha amado Herrera, como Alvise, y vayamos al contenido.

El obligado prefacio (cuando hay juego de espejos entre voces) nos informa de las circunstancias en que tuvo lugar el encuentro entre el narrador y el erudito. El primero ha viajado a Venecia para llevar a cabo una investigación sobre la última conferencia que dictó José Ortega y Gasset en la Fundación Cini de Venecia poco antes de morir. No me entretengo en ofrecer más datos, pues el lector será informado con detalle. Aunque aprovecho la ocasión para señalar otra característica de este libro de género inclasificable: su vocación secreta de novela, su deslizamiento hacia la ficción. Me limito a ofrecer un apunte. La Fundación Ortega (hoy Ortega-Marañón) jamás ha dado una beca para investigar sobre su titular.

La erudición no tiene buena prensa entre los pensadores y los críticos, es decir, entre los universitarios, tan denostados por Contarini. Pero tiene una justificación: detiene o al menos retrasa el olvido que cimenta el tiempo. En la perspectiva de Venecia, queda claro que la erudición lucha contra la weberiana profecía del ineluctable «desencantamiento» del mundo. La fuente de estos relatos, Alvise Contarini, cobra humanidad en el prefacio novelado y realista —perdón por la paradoja—, en el que la marca del espíritu galante veneciano deja su impronta. Un par de encuentros con él y con una evanescente mujer, a la que le es dedicado el libro, detalle que el lector está obligado a encajar, forman la urdimbre que explica la devoción de Herrera hacia la obra dispersa, fragmentaria y única del viejo veneciano.

Mencionamos ya algunos de los motivos que inspiran los papeles de Contarini-Herrera, que tienen como hilo conductor el esplendor artístico de la Serenísima: la música ante todo, el arte de sus palacios, iglesias y conventos, los grandes lienzos de las escuelas venecianas de pintura, comenzando por el pintor más admirado en este libro, Vittore Carpaccio, a cuyo cuadro, La visión de san Agustín, está dedicado el ensayo que abre el libro; pero también Veronese, Tintoretto o Tiziano. Venecia es piedra, color, formas y música. También el agua que algún día derrotará incluso su memoria. El escritor más presente en estos relatos es Casanova. Y, aunque a lo largo del texto se menciona a poetas y libretistas, tengo la impresión de que la literatura no alcanzó el mismo rango que el resto de las artes, especialmente, las musicales y pictóricas. Parece que el espíritu evitó dar a Venecia el genio de la palabra. Quizás porque le había concedido todos los demás. Eso explica la ironía que Herrera recoge de labios de Contarini. Que los filósofos nunca hablaron bien de ella. Y menciona a Montaigne, Rousseau y Heidegger. Me pregunto qué podrían tener en común, y contra Venecia, estos tres pensadores de tan diferente factura. Desgraciadamente, ni Herrena ni su guía se detienen en el asunto. Y, sin embargo, Venecia o, mejor, su espectro, como tantas veces precisa Contarini, terminó por tener un alcalde filósofo y un filósofo de éxito internacional.

Los conocimientos de Contarini son tan extensos como los tesoros artísticos de Venecia y parece abarcarlos todos, pero tienen su centro en la música. La música veneciana es el hilo unificador de los diez artículos, trece, si tenemos en cuenta que «Políptico barroco» contiene cuatro textos sobre otros tantos músicos venecianos, sólo tres tienen un motivo diferente: el primero, dedicado al cuadro de Carpaccio, conservado en la Scuola degli Schiavoni, le permite al autor mostrar sus sólidos conocimientos en materia de pintura veneciana de los siglos xv-xvi, así como sobre la teología agustiniana. El segundo y el último tratan temas históricos, unidos por un hilo común: ambos son reflexiones sobre la muerte, más bien, sobre su escenificación, pues se trata exactamente de funerales. ¿No es acaso el motivo profundo que unifica el libro, el recuerdo de una plenitud, la presencia de un espectro?

En «Requiem aeternam. El funeral de Carlos V», relata el inverosímil episodio de las exequias que el emperador decidió organizarse en vida, a pesar de estar prohibido expresamente por la Iglesia de Roma. Aunque es también la reconstrucción de un momento fundamental en la historia de Europa, marcado por la abdicación de Carlos en Bruselas y su lenta retirada a un apartado rincón de la Alta Extremadura. El otro funeral, aunque sólo aparece en escorzo, es el del propio Contarini, a través de una carta sin destinatario. La extensa misiva, además de informar al lector sobre las últimas jornadas de su larga vida y darnos la ocasión de asistir por un momento a su intimidad, comunica a su anónimo corresponsal su última investigación que, azar o necesidad, se ocupa de la caída de Venecia frente a Napoleón. Pero lo hace oblicuamente. Nos refiere la historia del último dogo, que decidió rendir la ciudad sin lucha. La mirada del narrador se detiene en la vergüenza de un hombre que, después de disolver la Serenísima, tuvo que convivir con sus paisanos. Si bien Contarini es generoso con el último dogo. Hizo lo único que cabía: salvar las piedras de la ciudad y parte de sus tesoros, ya que su espíritu estaba perdido. La república había comenzado a decaer mucho antes por causas complejas. Insiste en dos: el desplazamiento de las rutas comerciales hacia el Atlántico y la desafección que las familias patricias comenzaron a mostrar hacia su propia forma de vida.

Como ya hemos adelantado, el resto de los ensayos están dedicados a la música. En «Un concierto en San Rocco», una de las más impresionantes scuole de la ciudad, se reconstruye uno de los momentos de mayor esplendor artístico de la historia veneciana a través de la crónica de un viajero, Thomas Coryat, que asiste asombrado al concierto en el que se tocaron composiciones de los músicos más destacados del momento, como Giovanni Gabrieli. Pero, en esta ocasión, técnica que repetirá en otros ensayos, la música servirá como excusa o punto de partida para recorrer la historia de las scuole o para acoger una disertación, ciertamente oportuna, sobre los frescos que Tintoretto había pintado para San Rocco. Y aun se permite el lujo de ofrecer una interpretación del genio del pintor, corrigiendo, de paso —cosa, sospecho, que le resultó divertida—, a Sartre, que había dedicado un opúsculo al pintor. Leemos en la página 102: «En vez de consagrar la existencia a la realización de un destino individual, prefería volcar sus energías en la obra colectiva que era la ciudad. Tintoretto, lejos de lo que creía Sartre, no dudó en sumergir su talento en las aguas primordiales de la comunidad, esa laguna real y simbólica, remedo de la mítica Estigia, de la que fue recibiendo fuerza inagotable». No es difícil caer en la cuenta de cómo Contarini aprovecha la ocasión para subrayar la incompatibilidad del estilo veneciano con la modernidad, contraponiendo, a la moderna individualidad, la subjetividad múltiple que pudo ser Venecia en los momentos de esplendor.

Claudio Monteverdi, Barbara Strozzi, Antonio Caldara, Benedetto Marcello, Tomaso Albinoni, Antonio Vivaldi son los músicos sobre los que se escribe en el libro, aunque no son ni mucho menos los únicos mencionados o atendidos. Hay que añadir a la lista el único músico no veneciano que aparece por estas páginas, Mozart, si bien, en realidad, comparece en calidad de acompañante, pues el asunto afecta a un veneciano. En «La ópera del seductor», Contarini reconstruye con datos nuevos la relación de Casanova con Da Ponte y las aportaciones del primero al libreto de la ópera Don Giovanni. Y nos ofrece una interpretación del seductor que merece la pena ser citada: «Don Giovanni, y aquí llegamos a la idea crucial de la historia, no es un hombre de carne y hueso, sino un mito, un poder elemental, una fuerza de la naturaleza. La sociedad vive amenazada por la aparición inesperada de esas fuerzas irresistibles, demoniacas, capaces de desatar las mayores pasiones» (p. 256).

El propio Casanova sirve de hilo conductor en «Adagio para violoncelo». Se nos cuenta aquí la historia de amor entre Casanova y Henriette, la gran pasión del seductor veneciano. A diferencia del resto de las historias, en ésta no hay papeles, palabras que transcribir. Herrera reconstruye una conferencia que la misteriosa Giulia le oyó a Contarini en la no menos misteriosa Accademia degli Incogniti, donde se conocieron, por cierto, enmascarados y que, posteriormente, le refirió. Los recuerdos de la disertación, refrescados por las Memorias de Casanova y alguna erudición añadida, permiten a Herrera rehacer la historia, que atribuye al testigo. Es Giulia quien habla. No es azar que en este relato detectemos una cierta perturbación erótica, contenida, como una borrasca que no llegara a formarse, y que atraviesa la mayoría de sus páginas.

Al principio de la reseña mencioné que este libro carece de género, es inclasificable. No hay en él dos textos que pertenezcan a la misma categoría: una conferencia para estudiantes, algún ensayo de juventud, una carta que se olvida de enviar, notas manuscritas del archivo personal, una conversación grabada en una emisora de radio, reseñas en revistas de provincia. Pero, inadvertidamente, lejos de resultar un centón, el libro adquiere una extraña armonía.

Regreso a mis perplejidades del principio. Es sabido que la literatura trata de lo verosímil. Y tan verosímil es la ficción, la novela, como las memorias, y como eso que los posmodernos, ignorantes de la lógica clásica y, por tanto, de la incapacidad de los juicios indefinidos para delimitar su objeto, llaman «no ficción». Aunque la última moda nos proporciona otro género en el que este libro podría ingresar: autoficción.

El lector no debe ignorar, si se siente afectado por la duda, que Herrera termina la nota de presentación del último ensayo con algo parecido a un desafío. La carta que contiene el relato del último dogo es copia de un original que se puede consultar en los archivos del muy real monasterio armenio de San Lázaro, situado en una islita cerca del Lido. Y tampoco debe ignorar el lector implicado que el tema de la tesis doctoral del doctor Herrera fue «La dialéctica de lo real en la razón histórica orteguiana», lo que significa que conoce bien los rigores de la negación y los rendimientos del hecho de que «somos novelistas de nosotros mismos».

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