Juan Villoro
La tierra de la gran promesa
Literatura Random House
448 páginas
POR ANNA MARÍA IGLESIA

En un momento en que la complejidad es vilipendiada por quienes defienden a capa y espada la fácil comprensión y la ausencia de todo esfuerzo por parte del lector, la publicación de una novela como La tierra de la gran promesa (Literatura Random House) resulta un acontecimiento que merece ser celebrado. Resultaría pretencioso afirmar que se trata de la obra maestra de Juan Villoro, sobre todo teniendo en cuenta de que no conocemos -ni somos videntes ni lo pretendemos- esas obras que en un futuro puede llegar a escribir el escritor mexicano, cuya trayectoria como narrador está muy lejos de llegar a su fin. De lo que no hay duda es que, si nos atenemos a la primera acepción de la definición de «complejo» según la Real Academia, «que se compone de elementos diversos», La tierra de la gran promesa es una novela profundamente compleja. En ella, de hecho, no solo confluyen muchos de los temas que Villoro ha abordado tanto desde la ficción novelesca como desde el periodismo, profesión que es aquí objeto de reflexión, sino también entran en juego distintos géneros literarios, así como líneas argumentales diferentes que hacen que resulte imposible definir la novela con una sola etiqueta. ¿Es La tierra de la gran promesa una novela sobre la situación política y social del México de los últimos cuarenta años? Sí. ¿Es La tierra de la gran promesa una novela sobre la culpa? Sí. ¿Es La tierra de la gran promesa una novela que reflexiona sobre el periodismo y sus límites? Sí. ¿Es La tierra de la gran promesa una novela sobre esa generación que vio caerse todas sus utopías? Sí. ¿Es La tierra de la gran promesa una novela que reflexiona sobre sí misma y sobre la relación entre escritura y realidad? También.

En parte, todos estos temas se resumen en la imagen con la que da inicio la novela y que, a su vez, dota de sentido al título: el incendio de la cineteca de México que tuvo lugar en 1982 durante la proyección de la película La tierra de la gran promesa de Andrzej Wajda. El director polaco relataba en aquel largometraje de 1975 la historia de tres amigos que, ansiosos por ganar dinero y prosperar socialmente a toda costa, ven cómo la fábrica textil sobre la que se asentaba su riqueza se viene abajo a causa de un enorme incendio. En la película, los jóvenes protagonistas sin escrúpulos y avariciosos son castigados, la némesis histórica parece cumplirse y, como en una tragedia griega, los personajes pagan por una culpa de la que no pueden librarse. 

El carácter metafórico del incendio en el film de Wajda lo volvemos a encontrar en la novela de Villoro: aquí el incendio no solo evoca un hecho real -se calcula que entre las llamas se perdieron más de 6000 cintas-, sino que representa también el final de un tiempo. Con el fuego, se desvanece la cineteca, así como toda una generación de cineastas -la que está entre la de Arturo Ripstein y la de Guillermo del Toro- generación que ve cómo desde el gobierno de López Portillo se censura cualquier obra cinematográfica mínimamente crítica con el gobierno. Y con el fuego se desvanecen también esos ideales que llevaron al Mayo del 68 y en los que el protagonista de Villoro, Diego, creyó en su momento, así como se desvanece esa fe en la posibilidad de que México podía llegar a ser un país distinto del que finalmente fue y sigue siendo. Las llamas del incendio son, asimismo, metáfora de la culpa que persigue a Diego, una culpa no expiada y que regresa con viveza cuando es contratado por un productor catalán y se traslada a vivir a Barcelona junto a su esposa, Mónica, una mujer joven, una «millenial» que nació cuando las llamas ya lo habían arrasado todo. 

«El futuro prometía grandiosa mariguana, cine de autor, democracia (y más aún: democracia donde ganarían los buenos), música para bailar con la mente y eclipses que haría que todos se tomaran de la mano en la noche más breve del planeta. Ser joven había sido así de estúpido y así de emocionante», piensa Diego. La imagen del incendio vuelve así a aparecer una vez más: esas llamas se llevaron por delante ese «futuro esperanzado» representado por la cineteca para abrir paso a un «presente desastroso», en el que México es un país controlado por el narcotráfico y donde, como dice no sin bastante escepticismo el padre de Diego, «¡hasta la piratería tiene sindicatos!», porque en México, «lo ilegal no se combate, solo se sindicaliza. Y eso de que el sindicato sea independiente tiene su gracia», añade, «un político corrupto debe ampararlo». 

Si, por un lado, el incendio funciona en un plano metafórico a lo largo de toda la novela en distintos planos -el individual y el colectivo, el político y el moral- y puede, incluso, leerse, siempre en clave figurada, como el detonante que lleva a Diego a abandonar México, «donde el espanto era la principal sensación de pertenencia», para «vivir en un sitio donde no le diera miedo que se le acercara un individuo», por el otro, la relación entre escritura y realidad constituye otros de los ejes centrales de la novela. Villoro indaga en los distintos niveles de la narrativa a través de Diego, un documentalista admirador de Juan Carlos Rulfo, Luciana Kaplan y Everando González, que habla mientras duerme. Su narrativa nocturna, diligentemente registrada por Mónica, que es sonidista y que opta por no contarle a su marido lo que revela estando dormido, tiene algo de confesión involuntaria: dormido, revela fragmentariamente la causa de esa culpa que le persigue y que pretende mantener oculta. La narrativa onírica escapa del control, como, sin embargo, también escapa la «narrativa diurna», aquella relacionada con su trabajo como documentalista. Y escapa porque ningún relato depende únicamente de quien lo construye: de la misma manera que en el proceso de producción y realización de un documental son muchas las exigencias que intervienen -el productor catalán que invita a Diego a Barcelona le confiesa que no sabe de dónde viene el dinero que, en parte, ayuda a financiar sus películas-, el documentalista no puede controlar los relatos de sus testimonios ni tampoco las consecuencias que dichos testimonios pueden tener. La realidad se escapa, como se le escapa a su padre, un notario que solamente valida transacciones, acuerdos y voluntades sin atender a su trasfondo, muchas veces ilícito. 

«¿Había forma de ser testigo del horror sin compartirlo?», se pregunta Diego, en cuyos primeros documentales se adentra en el mundo del narcotráfico. La pregunta de Diego es la pregunta que se realiza la propia novela: ¿Cuál es la responsabilidad del testigo, del documentalista, del que testimonia cuánto acontece? ¿Hasta qué punto se es responsable de las consecuencias del relato? ¿Es válido buscar la verdad de los hechos independientemente de los efectos que dicha verdad pueda tener al ser revelada? Todas estas cuestiones convierten a La tierra de la gran promesa en una novela que se interroga a sí misma sobre su función y sobre la función del escritor. Cuestionando los límites de los distintos niveles narrativos, Villoro reflexiona sobre la responsabilidad y la culpa de quien cuenta, una responsabilidad y una culpa inherentes al propio acto de escribir, que escapa siempre de todo control, pues, como sostenía Luis Buñuel, cineasta admirado por el protagonista, toda película tiene algo de onírico, lo inconsciente permea siempre el acto creativo.