Richard Louv
Los últimos niños del bosque
Salvemos a nuestros hijos del trastorno por déficit de naturaleza

Traducción de Begoña Valle
Capitán Swing, Madrid, 2018
440 páginas, 23.00 €
POR JULIO SERRANO

 

Vivimos en un mundo en el que ya no existen absolutos biológicos. Los genes humanos han sido insertados en ratas, ratones y primates para crear criaturas llamadas quimeras. Estamos cada vez más lejos del mundo animal, desconectados de donde proceden nuestros alimentos y, en la mayoría de los casos, de la fauna y flora del entorno en el que vivimos, pero, intelectualmente, comprendemos que estamos muy cerca. Si a partir de Darwin hemos ido asumiendo un parentesco simiesco que nos ha costado digerir, ahora desde los laboratorios llega una nueva complejidad que separa las fronteras entre lo que somos y el mundo animal que nos rodea. Cómo asimilamos esta hibridación es un asunto complejo, aunque parece observarse un proceso inverso: estamos más alejados de la naturaleza, si bien más concienciados con la ecología, el bienestar animal y las políticas de conservación. Se han multiplicado —aún insuficientemente— las voces, movimientos y políticas que nos impulsan a vincularnos con los espacios naturales abiertos, en aras de adquirir una mayor conciencia medioambiental. Que el lector y el chimpancé compartan un 99 % de ADN o que se pueda insertar genes nuestros en el ratón y crear un híbrido más inquietante que minotauros, sirenas o esfinges del mundo antiguo es motivo de asombro, cuando no de estupefacción. Si una rata entrara en casa moderna, se establecería un tipo de tensión distinta a la que se podía establecerse en el siglo pasado. La miraríamos tal vez de reojo, luego, al espejo. ¿Primos lejanos? ¿Un 90 % de los genes de la rata tiene una correspondencia, más o menos evidente, con nosotros? ¡No me fastidies! Y, si la rata es de laboratorio, uno puede estar tentado incluso de invitarla a un café si le han insertado un genoma humano resultón. Este tipo de investigación está sujeta a grandes restricciones bioéticas y legales, pero ya asumimos que la incubación de órganos humanos en animales para usarlos en trasplantes está por llegar. La metamorfosis, de Kafka, a la vuelta de un sueño. Inquietud cada mañana.

Los últimos niños del bosque, de Richard Louv (Nueva York, 1949), habla de todo esto, aunque sólo de soslayo. Su centro es otro: intentar revertir el progresivo distanciamiento entre el hombre —o, más bien, el niño— y la naturaleza. Su atención a la infancia lo ha llevado a ser cofundador y presidente emérito de Children & Nature Network y copresidente de la Child and Nature Alliance de Canadá. Su libro supone un toque de atención y una explicación razonada y documentada de por qué esto es un asunto relevante. Su fuente está en los grandes escritores naturalistas: John Muir, Aldo Leopold, Thoreau, Emerson o Whitman. Habla mucho de fronteras, de límites y de contradicciones. Por ejemplo, de la frontera que separa los espacios naturales protegidos y la vida urbana o de la que separa una generación (la suya), que recuerda haber disfrutado del juego libre en la naturaleza, y la de sus hijos, nacidos en la era tecnológica, conectados a pantallas, televisión y ordenadores, desligados de la procedencia del atún que sale de la lata y constreñidos al juego dirigido. Es un libro que pone su foco en la niñez y, por ello, recomendable para aquellos que tengan influencia en niños de su entorno, o bien para aquellos que coincidan con la afirmación del novelista y ministro de cultura francés Malraux, quien escribió (citando a un cura) que «No existe algo que podamos llamar persona adulta».

Es un libro ambicioso, pues, desde un postulado sencillo de entender, propone un cambio de paradigmas, una sacudida en la forma de diseñar el día a día mediante transformaciones personales, familiares, sociales y políticas. Puesto que aduce que el papel de la naturaleza en el temprano desarrollo intelectual es relevante incluso a nivel celular, invita a desaprender ciertos hábitos de la vida moderna y dejar algo de espacio a tomar lecciones de lo salvaje. La primera página es elocuente, antes de que el autor comience a expresarse. Dos citas se suceden, una es un extracto de un bello poema de Walt Whitman, la otra es una frase de un niño de cuarto de primaria de San Diego, que dice: «Me gusta más jugar dentro porque ahí es donde están los enchufes».

A Richard Louv poco le interesan quimeras como la del hombre-rata del que hablábamos al inicio (¿o con el que acabaremos hablando en unos cientos de años?) o la creciente integración hombre-máquina (el diseño de interfaces cerebro-máquina controladas por dispositivos es otra sorpresa que está a la vuelta de la página). Más bien persigue otro tipo de quimeras: «Puede que usted y yo no vivamos para ver el día en que las ciudades verdes y los pueblos verdes sean la norma, pero imaginarlos y crearlos puede ser la gran obra de nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos. Nosotros podemos ofrecerles una ventaja inicial». Para compensar la hiperconexión —no es un disparate imaginar a un niño que vea dibujos al despertar mientras desayuna, que vaya a un colegio donde, equipado con las más modernas tecnologías, le permitan estudiar con tabletas y portátiles, que llegue a casa a la tarde y descanse jugando a un videojuego y que, por la noche, cierre el círculo vicioso viendo una serie familiar—, Louv propone más campo, juegos no dirigidos, lecciones de lo salvaje y perder el tiempo en el mejor de los sentidos. En pocos años hemos conseguido tener una generación de niños que sin un enchufe cerca están desorientados, cuando no presos de la ansiedad. Apoyándose en opiniones de científicos, estudiosos medioambientales, así como en una batería de opiniones vecinales, familiares y personales, propone lo que tantos otros han planteado antes, que la naturaleza sea maestra y que lo sea, especialmente, de los más pequeños.

Los niños son buenos receptores de lo que no decimos. Podemos fatigarnos pidiendo a un niño en edad preescolar que no rompa, no toque, se esté quieto, no moleste o no ensucie. La pantalla encendida ofrece al adulto todo eso en bandeja. Claro que es una suerte de pacto mefistofélico con algunas contrapartidas que cada día se ven con más claridad: síndrome de déficit de atención, obesidad infantil, depresión infantil, etcétera. Cómo compaginar la contradicción entre el impulso vital y destructor de un niño, su energía y deseo de exploración (actitudes imprescindibles para el aprendizaje), con la pulcritud de, por ejemplo, un salón con una gran pantalla, unos jarrones valiosos y unas sillas dispuestas en un orden inquebrantable. Una porción de naturaleza ofrece, en cambio, a cada niño un mundo más amplio y más antiguo, separado de sus padres, en donde siempre hay algo que hacer u observar.

Pero el miedo generalizado de una sociedad que, por otra parte, se abisma en la cobertura de la violencia paraliza la educación en la independencia. Las noticias nocturnas, empeñadas tantas veces en lo visceral, o la inclusión en cualquier película o incluso en los dibujos para niños de cotas altas de agresividad pueden que nos resulte muy subyugantes y atractivas, pero no deja de tener su coste. Educamos a los niños en una sobreprotección, puesto que tememos —probablemente, con razón— dar dos pasos más allá de nuestro reducido espacio de confort. Y, de la mano del miedo, está la a veces excesiva galería de restricciones legales, los limitados estatutos de las comunidades de propietarios (no poder usar una terraza comunitaria, por poner un ejemplo frecuente), así como un sinfín de normas que, aun teniendo su razón de ser, predisponen a la infancia al viaje virtual. Lo que propone Louv para equilibrar la balanza entre seguridad y libertad, exploración y normativas, es integrar, en la medida de lo posible y un poco más, una educación experiencial y permitir el acceso de los niños a un riesgo controlado. Por supuesto, si el niño no vive en una casa con patio o con acceso a la naturaleza, estas invitaciones pueden ser extraordinariamente fatigantes. Imaginemos a una madre con tres hijos en un barrio residencial de la capital que, para ir al campo, debe hacer dos combinaciones de metro y otra de autobús. Desde ahí, caminar veinte minutos con los tres pequeños para llegar a un arroyuelo en donde gritar, presa de la indignación: «¡Disfrutad de la naturaleza, panda de desagradecidos!». Consciente de ello, habla de reinventar las regiones urbanas, así como de formas de llevar la naturaleza a casa.

Richard Louv es un nostálgico no del niño criado por lobos de Rudyard Kipling, pero sí de la infancia que él tuvo, en la que jugar en la naturaleza significaba hacer: construir casas en los árboles, montar a caballo, pescar o atrapar cangrejos. Nos dice que hemos pasado a una relación con lo natural contemplativa, de espectadores, en la que nuestros hijos observan, en el mejor de los casos, desde el asiento de atrás de un coche (cuando no van enchufados a otra pantalla) o juegan en una urbanización con rígidas normas acerca de pisar la hierba o correr entre las flores. Así es difícil producir el propio entretenimiento. Tienen que llevar algo con ellos. Para subsanar el temor del alejamiento del enchufe, ya tenemos todo tipo de cargadores portátiles que calman la ansiedad que podría producir a una familia cualquiera un día en el campo sin cobertura. Hoy en día, resultaría bastante complicado proponer a una persona (no hace falta que sea un niño educado en las múltiples pantallas simultáneamente encendidas) pasar un día lejos de su smartphone. Frente a ese ensimismamiento, nos dice que «La naturaleza introduce a los niños y a las niñas a la idea —al conocimiento— de que ellos y ellas no están solos en este mundo, y que otras realidades y dimensiones existen junto a las suyas propias».

La invitación que Louv nos hace no es una recomendación nueva, sólo que ahora nos viene especialmente bien. Hace más de dos mil años los taoístas chinos creaban jardines e invernaderos convencidos en el efecto restaurador y terapéutico de la acción misma. Asimismo, Louv cita el libro English Gardener, del siglo xvii, en el que se aconsejaba al lector que pasara «el tiempo libre en el jardín, o bien cavando, diseñando o limpiando malas hierbas; no hay modo mejor de conservar su salud». Su aprendizaje de lo natural es plural, pero incluye una concepción de lo espiritual que implica estar asombrado, mirar el mundo sin dar nada por supuesto y no tratar nunca la vida como algo trivial. ¿Ya sabido? Es probable, aunque, como los budistas, Richard Louv incita a la acción y lo que se hace con el saber es lo relevante.

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