Ignacio Martínez de Pisón
Derecho natural
Seix Barral, Barcelona, 2017
448 páginas, 21.00 € (ebook 9.99 €)
POR JUAN CARLOS MÉNDEZ GUÉDEZ

En el principio fue el padre.

Un principio que acompaña al lector cuando en su recuerdo se escenifica ese combate mítico por el que Urano, Cronos y Zeus revelan la relación padre-hijo como una lucha en la que la consolidación de un espacio propio se sostiene sobre los actos de un ser que destruye lo paterno y lo somete.

También irrumpe dentro de esa mirada lectora la figura de Telémaco en la Odisea, personaje que vive el desasosiego que le genera la figura de su padre, a quien describe como el «más infeliz de los mortales hombres», «el más ignorado de todos los hombres». Figura de ausencia, enigma y ambigüedad en la que se reúnen el deseo de la cercanía y la sensación de abandono.

Decir padre en una novela revive estos discursos clásicos sumergidos en lo profundo de nuestra memoria y al mismo tiempo también señala ese conjunto de títulos que en nuestro idioma han visitado tan espinosa temática. Pedro Páramo, la novela de Rulfo en la que un universo de fantasmas y calles abandonadas da voz a una búsqueda que es fracaso, posibilidad de venganza, curiosidad y derrota. Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, el ejercicio narrativo de José Balza donde el padre es una presencia que se suma al paisaje selvático del delta del Orinoco como elemento dispuesto a corroer los descubrimientos vitales de un protagonista sumergido en la luminosidad de nuevos sentimientos. La ciudad y los perros, texto en el que un niño ve perturbada su infancia con la aparición inesperada de un padre, desde donde parten, en buena medida, las tensiones que sostienen esta novela de Vargas Llosa, autor que años después también incorporó otro impredecible padre que vive la mentira y el engaño en la magnífica Conversación en La Catedral. Figura que deviene en silueta entrañable en Pensión Leonardo, la magnífica obra de Rosa Ribas, o que recupera su capacidad de enigma y abandono en el excelente volumen de cuentos Dragi Sol, de Slavko Zupcic.

El padre escrito es una larga sombra que a veces también conoce los destellos, pero su aparición puede ser devoradora, inabarcable, no olvidemos la carta de Kafka donde el escritor afirma: «Éramos tan dispares y en esa disparidad tan peligrosos el uno para el otro que, si hubiese podido hacer un cálculo anticipado de cómo yo, el niño que lentamente se va desarrollando, y tú, el hombre hecho y derecho, íbamos a comportarnos recíprocamente, se habría podido suponer que tú me aplastarías simplemente de un pisotón».

La nueva novela de Ignacio Martínez de Pisón, Derecho natural, explicita desde su inicio que ésta será la figura central de su relato. Un inicio inolvidable en el que se establece una divertida, lúcida comparación entre el padre del protagonista y un cantante olvidado como Demis Roussos. Una suerte de movimiento entre ambas figuras en el que el crecimiento de uno y la decadencia del otro los aproximan como dos fotografías que se van superponiendo.

Con maestría, esta apertura de la novela ya consolida el peso de un personaje ante el que resulta imposible permanecer indiferente. Un actor de poca monta que consigue su plenitud humana convirtiéndose en la copia de otro. Un actor que logra su espesor repitiendo siempre la sonoridad entrañable y un poco patética de una música en horas bajas que sólo mantiene su vigencia en pequeños espectáculos de hoteles donde jubilados eufóricos recuerdan los años de la juventud.

La novela se despliega así como la reseña de un padre que escenifica entradas y salidas imprevistas en la vida de una familia. Aparece; desaparece. Es el sonido inesperado de una puerta en medio de la noche o es el abrupto vacío de alguien que promete volver en unas horas y del que no se vuelve a tener noticias durante años.

Un padre rodeado del aparente glamur de un mundo de películas, sets de rodajes, grandes proyectos, pero que en verdad experimenta esos espacios desde un tono menor, degradado, escaso, que alcanza su verdadera relevancia en el momento en que el padre renuncia a ser él mismo y se transforma en la repetición de otro. Un universo cuya coherencia surge de la movilidad que construye este personaje; padre que es un Ulises, pero en clave totalmente antiheroica, porque siempre será vencido por el canto de las sirenas.

La fuerza poderosa que despliega esta novela nace de la voz de Ángel, el hijo que la narra. La escurridiza presencia del padre, su narcisismo extremo que cada tanto lo lleva a aproximarse a su familia para volver a abandonarla no generan en el hijo un sentimiento unívoco de rechazo, sino que producen una gama afectiva plural en la que se alternan la rabia, la perplejidad, la admiración, el encuentro, la compasión, la aspereza. Con aparente sencillez narrativa, Martínez de Pisón despliega un retrato cubista de ese padre. Retrato apasionante, lleno de expectativas continuas que se revitalizan y que en su encadenamiento despiertan una y otra vez las incesantes preguntas: ¿quién es él? ¿Quién es ese padre? ¿El empresario, el prometedor actor, el activista político, el imitador, el entrañable hombre de familia, el estafador? ¿Cuántos rostros caben en ese rostro? ¿Cuál de ellos aparecerá al abrirse una vez más la puerta?

Derecho natural revela las mutaciones, las transformaciones del idéntico acto del abandono. De allí que uno de los hermanos de Ángel se escape de la boda tardía de sus padres y al ser encontrado afirme: «Sólo quería ver dónde está la gente cuando se pierde». Ése es el sentido central de esta pieza narrativa. La construcción de un relato de ausencia. Porque, si bien las fugas del padre coinciden con el nacimiento de cada uno de sus hijos, la movilidad incesante de esta deliciosa novela también nos permite presenciar el momento de un importante quiebre familiar. Ese instante cuando la madre de Ángel, la esposa de este Demis Roussos devaluado, decide cortar la cadena de huidas y reconciliaciones y lo expulsa de la vida familiar. Momento que Ángel refiere con lucidez: «En mi infancia, mi padre siempre se las había arreglado para estar sin estar. Su ausencia tenía una historia detrás, algo que excitaba mi fantasía o mi curiosidad y que me mantenía unido a él. Ahora su ausencia estaba vacía, ausencia nada más».

A partir de este momento, la narración adquiere otra consistencia. La mirada sobre el padre no es fabulación, construcción inesperada, sorpresa, sino una laboriosa tarea de la memoria y de las palabras para sostener los escombros de esa figura que ya no representa el miedo o la inesperada ternura, sino la evidencia de una derrota lenta que se expande a todo el grupo familiar.

La familia infeliz de esta obra ha tenido como cohesión la irresponsable figura paterna. En sus apariciones o desapariciones, la familia ha girado en torno a sus proyectos, sus fantasías, sus huidas hacia adelante, sus frustraciones y modestos éxitos. Y llega un momento muy bien descrito en Derecho natural en que los acontecimientos los lanzan a todos hacia el abismo de su propia soledad, de su necesaria configuración individual. Ángel crece como persona, pero a un mismo tiempo lo hace la madre, que abandona su papel secundario y pasivo de mujer que subsiste en el autoengaño.

La familia crece, se ramifica, y con este crecimiento la novela se solidifica y se hace más plural y jugosa. Su mirada se amplía; el narrador y su madre comienzan a ocupar un espacio anecdótico cada vez más preponderante, por lo que los cambios sociales se hacen más explícitos. Desde esa estampa familiar que dibuja Derecho natural vemos cómo la historia ahora también la escriben seres que hasta ese momento han sido invisibilizados por el conservadurismo de esa España que despierta de la pesadilla franquista.

En ese particular, es necesario resaltar cómo tras los dramas de esta familia se va escenificando con nitidez el paso del final del franquismo a la transición democrática. El telón de fondo histórico siempre permanece allí: explícito, tenue, como un espacio vigorizante, bien dosificado. Lo mismo que la reconstrucción cotidiana de esos tiempos. Lo acota con agudeza José-Carlos Mainer cuando afirma: «Como siempre, una novela de Martínez de Pisón se apoya en un universo de referencias materiales cargadas de emotividad. A la galería de automóviles de otras novelas —el Citroën Tiburón de Carreteras secundarias o el Simca 1 200 de El tiempo de las mujeres hay que añadir ahora la furgoneta Siata, que una empresa hispanoitaliana montaba sobre los bastidores del modesto Seat 600. A tantas músicas pegadizas, el Romancillo de mayo que Joan Manuel Serrat hizo sobre un poema de Miguel Hernández y que la familia Ortega ha convertido en signo de identidad doméstica. Como sucede con tantos otros objetos icónicos: aquellas cámaras fotográficas Werlisa, por ejemplo, que tenían un nombre extranjero pero fueron el orgullo de la industria de Vic».

Es un recurso que Martínez de Pisón utiliza con virtuosismo, porque esa reconstrucción del paisaje cotidiano, del rumor de los objetos, de los nombres de las calles y los bares trasciende la mera estrategia realista de producir efectos de verosimilitud sosteniéndose en un acucioso inventario espacio-temporal y se convierte en una construcción de la afectividad y de los espacios sentimentales de una época y de quienes viven en ella. Por la materialidad de esos objetos, el lector vive en ese momento, lo palpa, lo siente, lo respira. Percibe y experimenta el sentimiento de una humildad sagrada en la que cada elemento trasciende su mero uso práctico y se transforma en la huella viva de esa familia que los ha rozado con sus dedos, que los ha tenido próximos y los ha impregnado con su sudor, con sus pequeñas pasiones, con sus modestas alegrías y desgracias. Imposible no recordar, al percatarse de este manejo tan acertado del entorno que hace Martínez de Pisón, esa frase de Italo Calvino recogida en su volumen Mundo escrito y mundo no escrito: «Hay momentos en que las historias están en las cosas, es el propio mundo el que tiene que contarse a sí mismo».

Con Derecho natural Martínez de Pisón confirma que se encuentra en la plenitud de su desarrollo narrativo. Se han cumplido de sobra las predicciones que aparecieron en 1986 en El País cuando se lo colocaba a la cabeza de la narrativa española de ese momento. El futuro de los lectores asiduos de este escritor zaragozano se vislumbra tan luminoso como las obras que se esperan de este narrador indispensable para comprender la literatura contemporánea en nuestro idioma.