Juan Villoro
La figura del mundo
Literatura Random House
272 páginas
A menudo sucede que escogemos no formular una pregunta en el tiempo en que podría ser respondida. Esto es, cuando la boca que contiene la respuesta conserva la capacidad de pronunciarla. Los hijos y los nietos nos privamos así de conocer una parte de esas otras vidas que condujeron a la nuestra y que, hasta cierto punto, la determinan. Asumimos puntos ciegos en la historia del padre, de la abuela, por evitar la confrontación con quien difícilmente se llega a establecer una relación horizontal, por no lastimar a quienes con sus cuerpos protegieron los nuestros cuando eran más frágiles o incluso por protegernos a nosotros mismos de lo que ya intuimos y tememos y así preferimos mantener en el territorio de lo que no ha sido verbalizado, para que pueda espantarse solo con sacudir la cabeza cuando la idea nos sobrevenga, decirnos que no puede ser, que andamos equivocados.
Aunque también pienso que hay interrogantes que no llegamos a pronunciar porque durante años vivimos sin atender a la posibilidad de que aquellos en cuyo relato se haya parte del nuestro vayan a callar para siempre. Pero muere el abuelo, muere la madre, y al entrar por primera vez en el salón en el que ya no los encontraremos leyendo el periódico, viendo la televisión, cobramos consciencia de que hay conversaciones que querríamos haber mantenido con los difuntos y, en cambio, nos esforzamos por no propiciarlas. Concluida esa vida, emergen con una urgencia que no conocíamos la curiosidad por comprenderla y la necesidad de armarnos un relato que nos la explique.
«Me pregunto si la figura paterna me interesaría tanto en caso de haber tenido un padre más abierto y sociable, alguien que no tuviera que ser indagado», escribe Juan Villoro a propósito del impulso que originó la escritura de La figura del mundo —a veces, claro, también sucede que son esas otra bocas las que eligen ser esquivas, discretas, cuando podrían decir—. Y es que el nuevo libro del autor mexicano es una biografía heterodoxa de su progenitor, el filósofo Luis Villoro, en la que no trata tanto de componer el relato factual de una vida como de comprenderla hilvanando impresiones, testimonios, documentos… una década después del fallecimiento. Ese otro libro posible, la biografía pura, tendría igualmente interés en tanto que ese hombre cuya conducta reservada lo hace tener que ser averiguado fue una figura relevante de la vida política e intelectual durante la segunda mitad del siglo XX y de principios del siglo XXI. Profesor que se jugó la vida en el mayo del 68 mexicano, filósofo utopista cuyas opiniones fueron tenidas en consideración por el zapatismo, simpatizante del movimiento indígena insurgente… participó de la historia, de las luchas sociales, y amplió el campo de batalla intelectual en conversación con otros pensadores como Adolfo Castañón, José Gaos o Alejandro Rossi.
Sin embargo, Juan Villoro opta por plantearse esta obra como un collage de géneros —biografía, sí, pero también relato, crónica, ensayo—, un esfuerzo en el que el lector puede apreciar la labor del digno hijo del filósofo valiéndose de la multitud de recursos textuales a su disposición para armar este esbozo de comprensión del padre finado. Para entender: los ensayos de Kierkegaard y las paradas de la Tota Carbajal en el Mundial de 1962, el estadio de fútbol, los cerros de Chiapas, el salón de un apartamento en la esquina entre Unión y Vidrio, la hacienda familiar donde se producía mezcal, las aulas de esta y aquella universidad.
Un esfuerzo que el lector puede apreciar como extenuante —en lo literario y en lo emocional— en cuanto el texto empieza a desarrollarse, de hecho, ya en su prólogo sobre «la dificultad de ser hijo» de una de esas personas que «sin obsesión y sin ciertas dosis de egoísmo» no habrían firmado «obra perdurable». Del mismo modo, temprano en la lectura se constata que dicha labor nace del impulso de conocer, de esa urgencia por hallar respuestas, y que está antes al servicio del «valor moral de la memoria» que de honrar al biografiado. El escritor huye de la tentación filial de lo celebratorio lo mismo que busca ponderar la presencia intelectual de Luis Villoro. Una honestidad que va lacerando al pasar hojas, cuando quien lee comprende que esa exigencia confiere a la voz del narrador un leve temblor, el de la tensión de quien alberga por su protagonista emociones contradictorias: las fascinación por la talla intelectual del progenitor y el dolor infantil como reacción al divorcio de los padres, los recuerdos dulces de las gradas del estadio del Necaxa con la desazón de tener que recurrir a otros para comprender a quien debería haber resultado más cercano.
Un compromiso con la memoria como imperativo ético que el autor se impone en lo que le resulta más íntimo para proyectarlo a los relatos que compartimos como sociedad. Platón, Kierkegaard, Benjamin, Wiesel…, no solo son invocados en estas casi trescientas páginas como tutores que nos han de permitir comprender cómo se está construyendo esa memoria específica sobre el padre, sino como invitación a la reflexión en torno a la manera en que armamos los discursos colectivos. Quién cuenta. Por qué cuenta. Desde dónde cuenta. Así nos sugiere inaugurar la lectura —la escucha— de cualquier historia, con pasajes como ese de infancia en el que el pequeño Villoro, en la escuela, escuchaba relatar la masacre de Tlatelolco de acuerdo a los argumentos justificativos de Elena Garro —escritora que instó a Borges y Bioy, entre otros, a firmar un texto que felicitaba al entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz por la violencia ejercida contra los estudiantes de izquierdas— que contrastaban con la vivencia de su padre.
Esa presencia del yo, que no se inhibe del texto, que se involucra en los sucesos e incluso —muy elegantemente— se expone, es otro argumento contra la catalogación de este como una biografía al uso. No hay aquí una falsa apariencia de neutralidad, sino que como sucede con el narrador de esas Vidas minúsculas que escribió Pierre Michon, el autor es consciente de que se escribe a sí mismo al observar a ese otro del que proviene, con el que anda en disputa, y convierte La figura del mundo en una interesante adición para que a quienes fascinó con «Coyote» —obra maestra del cuento— o «Mariachi», a quienes nos hipnotiza cuando habla sobre Rulfo, podamos continuar descendiendo en la comprensión de su bibliografía.
Más cuando la representación del padre viene a completar un hueco que quedaba pendiente en su producción literaria. Si en la reciente La tierra de la gran promesa (Random House, 2021) —novela sobre la que en otro momento contaré que casi me costó acabar detenido en el aeropuerto de Guadalajara— o en algunos relatos de Los culpables (Almadía, 2007), Juan Villoro reflexionaba sobre la cuestión mexicana, o en Palmeras de la brisa rápida (Alianza, 1989) recorría la península del Yucatán para comprender mejor la herencia materna, La figura del mundo recoge algunos cabos que se lanzaban en estas para avanzar en el relato de la identidad del hijo mexicano en que el autor parece embarcado desde hace décadas, como si desde la arena literaria hubiese aceptado la herencia del papá filósofo que, nacido en Barcelona, quiso comprender en que consistía la mexicanidad que abrazó.
«Ahora hablo para sobreponerme al silencio que guardé en los años más importantes de mi vida», reflexiona Villoro sobre la génesis de su vocación. Pero apenas ha arrancado ya advierte al lector que La figura del mundo quedará inconcluso, que es un libro en curso y vivido a destiempo, que afronta las preguntas cuando las respuestas solo pueden ser obtenidas a medias, de forma parcial, cuando las reparaciones, si tuviese que haberlas, no pueden darse del todo, porque «diga lo que diga, nunca compensaré lo que no dije entonces».