Marta Agudo
Sacrificio
Bartleby, Madrid, 2021
70 páginas, 13.00 €
¿Qué tienen en común Frankenstein y el Minotauro? En primer lugar, a los dos se les denomina monstruos: aquellos que, etimológicamente, «muestran» una advertencia de la fuerza creadora –también llamada Dios– a la humanidad y constituyen, por tanto, una amenaza en forma de excepción biológica. Comparten asimismo un origen híbrido, entre animal y humano, fruto del cruce contra natura de un hermoso toro y de Pasífae en el caso del Minotauro y de las espurias labores científicas de Víctor Frankenstein, que utiliza cadáveres humanos pero también de animales para conformar a su «criatura». Ambos son individuos únicos, están solos y enfadados y vierten su ira y su hambre de manera destructiva contra las víctimas, a las que devoran o aniquilan sin piedad.
Por otra parte, tanto uno como otro se encuentran desplazados o despojados de sus nombres y son comúnmente conocidos por el de sus progenitores: de manera directa en el caso de Frankenstein y más compleja en el caso del Minotauro, que en realidad se llama Asterión. Muestran así, en el imaginario colectivo, una hibridación parental –y patriarcal– entre hombre y bestia que opera en el lenguaje, dejando fuera a Pasífae y dotando de protagonismo al rey Minos, que parece indicar que la paternidad en este caso pasa también por ocultar, aplacar y alimentar secretamente al monstruo, con un impulso inclemente. De manera periódica, nos dice el mito, Minos enviaba a siete jóvenes y siete doncellas atenienses, escogidos de forma arbitraria, al laberinto en el que habitaba aprisionado el Minotauro; uno tras otro y sin remedio eran sacrificados. Podemos deducir de ello que, a lo que en nuestro imaginario se representa como el hálito primero, aquel soplo de vida que tantas tradiciones señalan, habría que sumarle necesariamente el lenguaje: aquello que nos hace humanos y nos separa del animal, la palabra y su ambivalente erosión, en oscilación continua entre lo creativo y lo destructivo.
Rehilando esta doble cualidad, y con la dolorosa conciencia de que el hilo del lenguaje no nos permitirá jamás escapar de un laberinto que acaba indefectiblemente en la muerte, se teje el último poemario de Marta Agudo, recién aparecido en Bartleby Editores y titulado, precisamente, Sacrificio. Como en su libro anterior, Historial, la poeta plantea, sin dramatismos y también sin concesiones confesionales –«No quieras confesarte»–, edulcoradas o salvíficas, el tema de la enfermedad grave, tan grave que la perspectiva real de la muerte abandona en el poema el ámbito de la abstracción para convertirse, con toda su crudeza, en un horizonte que el libro mira de manera directa y sin ambages, al igual que lo hicieron en su día otros poemarios importantes de nuestra tradición reciente como Lázaro se sacude las espigas, de Amalia Iglesias, o Fragmentos para un libro futuro, de José Ángel Valente.
Lenguaje y enfermedad entrecruzan sus mimbres en Sacrificio estrechando aún más unos vínculos que su autora proponía ya en 28010 (Calambur, 2011), donde abordaba desde dicha perspectiva un estado tan intransitivo como la depresión. Al igual que sucedía en aquel poemario, la fonética, la gramática y la sintaxis y la semántica se vinculan, en este caso, al ámbito del cáncer y de la enfermedad extrema –tratados anteriormente en Historial (Calambur, 2017)–, y no solo toman el cuerpo de un lenguaje asimismo enfermo y sin duda insuficiente –«Falta léxico, faltan letras…»–, sino que son objeto de escrutinio. Solo resta imaginar que se podría revertir la falla del inicio, escribir de otra manera el cuerpo y las palabras, ponerlos a resguardo del deterioro, de la mentira o del contagio y entregarse a la pasividad confiada de lo creado. Así, en el poema que abre el libro, se lee: «Ven y díctame las vocales de aquel soplo inicial para que cada engranaje revierta su torreón y cualquier falla tectónica aspire a ser verdad que no sangra / Pulmón y brisa…».
Letras y números, como en la tradición cabalística, son aquí no solo la materia con la que se da forma al poema, sino la expresión más concreta de nuestra existencia –«Letras y números en su formulación más exacta»– y, tal y como sucede cuando el dolor físico toma las riendas, se evidencia una parte animal que aún subyace y fue enmascarada a duras penas por lo civilizatorio, al igual que Minos en el mito ocultaba y encerraba al Minotauro, aplacándole con sacrificios periódicos: «Con el nomadismo del dolor alterno, sin más columna vertebral que el reposabrazos del sueño inducido, respiro la jactancia de la bestia y sus escamas. Dedicatoria sin oración ni sangre vertida, así la ofrenda que su lengua de sable desdeña».
Dichos sacrificios, de siete hembras y siete varones, se remedan en este otro Sacrificio con una estructuración esencialmente numérica. La autora no solo titula, como Vallejo en Trilce, sus poemas con números del 1 al 49 de manera secuencial, sino que además, desde el poema 7 de la página 17 hasta el final y cada siete páginas, el yo poético habla siete veces con la voz de un agone que se posiciona en el ara sacrificial y posee de conciencia expandida, configurada por la delgadez y horizontalidad de estos versículos, cuya escalofriante lucidez cristaliza en poemas brevísimos y completamente despojados –de una o dos líneas, a lo sumo– que comienzan siempre igual –«He tenido que llegar hasta aquí para…»– y alcanza niveles tan descarnados como estos, en la página 35: «He tenido que llegar hasta aquí para aceptar que la eutanasia activa no debía ser siempre mi primera opción».
Así, leyendo cada uno de los siete poemas como si escucháramos la voz de cada uno de los siete jóvenes y siete doncellas atenienses ofrendados –solapados los géneros en una reducción por pares–, a punto de ser sacrificados con el único fin de acallar al monstruo, el libro plasma el factor estrictamente estadístico pero igualmente incomprensible de la muerte: «El sacrificio ordenado que sostiene toda tabla periódica». Su articulación se encuentra cercana a lo musical; el silencio que vendrá tiene igual o mayor trascendencia que lo que se enuncia y donde. Como ocurre en el caso del lenguaje, la composición no es solo enunciación sino también cuestionamiento, y objeto, por tanto, de reflexión existencial más que estética: «La misma partitura con iguales compases, la alternancia de blancas y negras, los silencios tal vez para agudizar la muerte. ¿De / verdad cinco renglones como cinco timbales y tanta / melodía sorda?».
La revisión del mito del Minotauro se distingue aquí, en primera instancia, por alguna de las características morfológicas que delatan la hibridación de lo humano y lo animal, vinculando al monstruo con el origen acuático de la vida: «El Minotauro, uncido en sus escamas; Vía Láctea sin ordenar o Minotauro de escamas». Tanto en la nota final de Sacrificio como en algunos poemas, el Minotauro, al que se devuelve el nombre, pareciera una especie de demiurgo o instancia dadora y destructora de vida, desplazándose del hecho de que todo minotauro tiene su Teseo y el monstruo, con su faz mezclada, es susceptible de ser al mismo tiempo víctima y victimario. Así se expresa la autora al respecto en la página de cierre: «Me viene a la cabeza el movimiento en ambas direcciones: personas ofreciendo sus manos para poder nacer y personas nuevamente empujadas por Asterión al agua que emerge con la ruptura del glaciar. Alimento o simple recreo. Una imagen que contiene toda vida y su daño, toda la pérdida y el placer del soplo. Comisura y patera».
La imagen del iceberg, del glaciar, atraviesa el poemario, y resulta interesante conectarlo, a través de este motivo, con el mito moderno de Frankenstein al que aludíamos al comienzo. Mary Shelley sitúa en las regiones del frío, en el Ártico, la parte final de su libro, en la que sucede la confrontación última de un Víctor Frankenstein moribundo con su criatura, a la que ha perseguido hasta allí con la firme intención de eliminarla. El monstruo, que posee un innegable don de palabra y que a solas increpó a su creador –«¡Maldito, maldito creador! ¿Por qué tuve que vivir? ¿Por qué, en ese instante, no extinguiste la vida que tan inconscientemente habías encendido?»–, se sume en el dolor de la orfandad y en el absurdo de su existencia y hace suyo el propósito de Frankenstein, invocando el suicidio con estas palabras dirigidas al aventurero y navegante Robert Walton: «Mi tarea ha terminado. Ni su vida ni la de ningún otro ser humano son necesarias ya para que se cumpla lo que debe cumplirse. Bastará con una sola existencia: la mía. Y no tardaré en efectuar esta inmolación. Dejaré su navío, tomaré el trineo que me ha conducido hasta aquí y me dirigiré al más alejado y septentrional lugar del hemisferio; allí recogeré todo cuanto pueda arder para construir una pira en la que pueda consumirse mi mísero cuerpo».
El punto más septentrional del hemisferio es el Polo Norte, allí donde el agua de la vida ya no fluye, sino que yace detenida, coagulada, debajo de un casquete de hielo. La ruptura de ese hielo, tan presente en nuestras mentes en los últimos tiempos por culpa del cambio climático, nos devuelve una imagen inquietante en la que se asientan la fractura, el salto, la disolución: «¿Era este iceberg la esperanza del suicidio, el imán al que no exigir más limadura que un pedazo de hielo?». De la misma forma, en Sacrificio planea la posibilidad del suicidio del agone, del cordero sacrificial, como única posibilidad plausible de escapar por propio pie del laberinto congelado donde reina un Asterión implacable, acelerando así un proceso que parece irreversible para sucumbir en el «agua lustral y mortífera. Y el mundo era solo un tanatorio azul»; las mismas aguas de las que todo partió y en las que todo, más tarde o más temprano, se termina diluyendo.
La posibilidad del suicidio representa en el poemario un oxímoron, un imposible asidero: «Solo la idea de poder matarme me ayuda a vivir. Charco sin agua, luz que domina la posibilidad del ahogo». Del iceberg, como de la muerte, apenas vemos un pedazo, la única parte que permanece en la superficie y, tal vez, como sugiere la poeta Julia Castillo en una de sus composiciones, la puerta de salida nos devuelva directamente a la de entrada: «Por eso / no te quites la vida / porque todo / volvería a comenzar / de nuevo».
«Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía», dice Albert Camus en la apertura de su más famoso ensayo, El mito de Sísifo. Y añade, avanzando unas páginas: «Llego, por fin, a la muerte y al sentimiento que tenemos de ella. Todo está dicho sobre este punto y lo decente es no incurrir en lo patético. Sin embargo, nunca nos asombraremos demasiado ante el hecho de que todo el mundo viva como si nadie “lo supiese” […]. El horror procede en realidad del lado matemático del acontecimiento […]. Ninguna moral ni esfuerzo alguno pueden justificarse a priori ante las sangrientas matemáticas que ordenan nuestra condición»; matemáticas minuciosamente exploradas, escanciadas y apuradas en este libro de radical valentía en el que lo poético se desprende de todo lo que no sea el puro hueso. Y, por cierto, el absurdo que se explora en dicho ensayo de Camus y que se halla siempre en el filo más abismado de la consideración de la vida y de la muerte encuentra en Beckett a uno de sus oficiantes más fieles, y en su estela, con ecos de El innombrable, podríamos leer, por ejemplo, el poema 46 de este libro, en el que se ensaya la amputación progresiva del cuerpo, con el fin de suspender el dolor, hasta su total desvanecimiento. Quedaría el cuerpo del lenguaje, y las sílabas seguirían doliendo sin encías, siendo al mismo tiempo del amor y del daño, sosteniéndose en la gran paradoja de intuir que el mismo hálito que insufla vida es capaz de borrar de un solo soplo la vocal primera, convirtiendo así emet en met, hasta arrojar a las aguas al gólem, al monstruo sufriente, irascible y solitario que nos habita para, súbitamente y también por sorpresa, escribirla en su frente de nuevo, elevando la temperatura del océano hacia el disfrute rotundo de apurar cada gota de amor y de vida.
«He tenido que llegar hasta aquí para entender la caligrafía gozosa del mar».