Gary Snyder
La práctica de lo salvaje
Varasek Ediciones, Madrid, 2016
260 páginas, 18 € (papel + ebook)
POR JULIO SERRANO

Que la naturaleza salvaje puede ser maestra y guía es una fe moderna en el mundo occidental. Si bien el budismo y el taoísmo primitivos lo habían sospechado mucho tiempo atrás, el hombre ha tendido más a protegerse de la hostilidad del medio y a crear un mundo a nuestra medida que a cantar las enseñanzas de lo salvaje. Pero lo indómito no pasa ahora por sus mejores momentos, reducido como está a un estrecho confín. Urge proteger lo salvaje, esa condición que es ya casi abono de la utopía. Cuidar de lo salvaje es un oxímoron; el hecho de que una bestia necesite nuestro mimo indica que ha perdido parte de su fuerza. Lo salvaje en sí mismo es cada vez menos una amenaza, pero su desaparición sí entraña riesgos medioambientales y –quizá también– espirituales.

La naturaleza indómita, más allá de las lindes de lo civilizado, posibilita el misterio, da cobijo a lo sagrado. Al menos así lo han intuido viajeros de tiempos y latitudes dispares, quienes se han aventurado hacia regiones inexploradas en busca de un conocimiento profundo, ancestral, previo a nosotros mismos como especie y, sin embargo, constituyente, tronco común. Magos, chamanes, temerarios viajeros y poetas han acudido allí para tomar lecciones de lo salvaje. Heredero contemporáneo de estos aprendices del caos destaca –por su sagacidad y compromiso– la voz del poeta, ensayista y activista del medio ambiente Gary Snyder (San Francisco, 1930), quien en su último libro de ensayos, La práctica de lo salvaje, nos exhorta a llevar una vida más vinculada al medio que nos ampara como especie. Su libro es una incitación a la escucha del mundo natural, una mirada hacia el sesgo salvaje que tiene la cultura misma –no contrapone civilización y mundo salvaje– y un testimonio de las lecciones que él ha aprendido de las montañas, los animales o las mareas. «Asesorado por un cedro», escribe en un momento dado un Gary Snyder que ha aprendido a escuchar lo que un árbol puede decirnos sobre nosotros mismos.

Lector inquieto y plural, a Snyder le interesa la escritura de civilizaciones y épocas dispares. Es más, para Snyder un texto es «información almacenada a lo largo del tiempo»; por lo tanto, «la estratigrafía de las rocas, las capas de polen en una marisma, los anillos concéntricos en el tronco de un árbol también pueden considerarse textos». A esta lectura holística de la naturaleza suma un interés por la poesía, la lingüística, la narrativa, la filosofía y se sitúa próximo a escritores que han plasmado un lamento por el ocaso de lo indómito o intuido la gravedad que entraña su pérdida. «Sin alrededores no hay camino», apunta Snyder. Veamos algunos de sus alrededores como medio indirecto de acercarnos a Snyder, ya que, como él mismo señala, es un engaño la creencia de que cada uno de nosotros seamos una especie de «conocedor solitario», que «existamos como inteligencias desarraigadas sin sucesivas capas de contexto localizado». Una capa remota que puede hablarnos lateralmente de Snyder nos llevaría al poema épico más antiguo que conocemos, El poema de Gilgamesh, donde está narrada la profanación y tala de un bosque sagrado, el Bosque de los Cedros. Para la civilización sumeria era el bosque de la vida, lleno de símbolos de gran valor para la mentalidad primitiva. En el primer párrafo del prólogo de La práctica de lo salvaje, Snyder nos habla de quién es él en relación al medio que lo vio crecer y lo que narra es «la implacable deforestación de uno de los más imponentes bosques de todos los tiempos» en el entorno del estrecho de Puget, en la costa noroccidental de los Estados Unidos. Desde entonces y hasta hoy, tanto el ensayista como el poeta que en él conviven han tratado de incorporar a la vida moderna lecciones y destrezas aprendidas del mundo animal y vegetal, de las tormentas, vendavales y demás fenómenos que nos afectan a todos, en forma de poemas, ensayos, conferencias o acciones medioambientales de distinto tipo. Dice beber de símbolos antiguos, elementales: «como poeta sostengo los valores más antiguos sobre la tierra. Se remontan al paleolítico: la fertilidad de los campos, la magia de los animales, el poder de la visión que da la soledad, la iniciación y el renacer, el amor y el éxtasis de la danza, el trabajo comunal de la tribu». Su respeto por el mundo animal y vegetal está vinculado a un pensamiento animista en el que todo se comunica, próximo al de ciertas comunidades indígenas o a la filosofía del Japón antiguo, de la India o de la Antigua Mesopotamia del cual se nutre su pensamiento. Ese mundo de relaciones tan amplio implica una ética, una forma de solidaridad.

En la antigua Grecia –pese al «narcisismo griego» que incordia a Snyder–, Platón en su Critias se lamentaba de que: «Lo que ahora permanece, comparado con lo que hubo, es como el esqueleto de un hombre enfermo» o de que «hay montañas que ahora no tienen más que comida para las abejas, pero que tenían árboles hace no mucho». Una conciencia de hermanamiento con lo natural subyace en estas palabras. ¿Qué pensaría a día de hoy? En realidad, en la historia clásica abundan relatos con nostalgias similares. Incluso en el medievo, esa época tan temerosa de lo salvaje y del caos por identificarlo con lo brutal, lo alejado de Dios, tenemos la singularidad de Petrarca, «el primer montañero moderno y primer poeta lírico en lengua vernácula», nos dice Snyder en su ensayo «Gramática parda». Cuando en 1336 escaló el monte Ventoso de los Alpes –de 1909 metros de altitud– y más tarde escribió una memoria del viaje, dio inicio a una actividad que no tenía precedente: escalar montañas sin fin práctico alguno. Una mentalidad más próxima en este aspecto a la veneración de la naturaleza propia del Lejano Oriente, pero Occidente tiene, por supuesto, sus rara avis, y de estas aves también Snyder recoge su legado.

Acercándonos un poco más a Snyder en el tiempo –aunque para él lo próximo es más bien lo remoto– el siglo xx ha dado singulares voces literarias que han lamentado la pérdida de biodiversidad y de territorio natural. Especialmente próximos a la experiencia de Snyder son los que narran la entrada del hombre en las últimas fronteras deshabitadas. Un gran ejemplo son las memorias de los viajes del explorador Vladimir K. Arseniev (1872-1930) –célebres en gran parte por la película Dersu Uzala de Akira Kurosawa–. Los expedicionarios consiguieron sobrevivir al recio ambiente de la taiga gracias a un sabio cazador que leía e interpretaba los más mínimos mensajes de la naturaleza. El cazador era un experto conocedor de las leyes de lo salvaje. Había incorporado lo que Snyder señala como el protocolo del mundo salvaje que requiere «no sólo generosidad, sino también una fortaleza bienhumorada que tolere la incomodidad jovialmente, la comprensión de la fragilidad de todos y cierta modestia». En La práctica de lo salvaje subyace un lamento por el profundo analfabetismo de la narrativa de lo natural que afecta a nuestra cultura impregnada de «ideología mecanicista y negadora de la naturaleza». Emparentado con el sabio cazador, Snyder recibió su primera formación «de las lagunas, los bosques y la alta montaña». Creció en una pequeña granja en el noroeste del Pacífico norteamericano, en La Isla de la Tortuga. Su amigo Jack Kerouac definió al joven Snyder como un muchacho «criado en una cabaña de madera, en la profundidad de los bosques, con su padre, su madre y su hermana, y desde pequeño un montañés, leñador y granjero, al que le gustaban los animales y la cultura indígena». Un retrato más amplio del joven Gary Snyder, reinventado bajo el nombre de Japhy Ryder, lo encontramos en la novela de Kerouac Los vagabundos del Dharma, en donde aparece como un monje zen, leñador de los bosques y descifrador del legado de los misterios de los indígenas americanos.

Atraído por el indigenismo, Snyder ha recorrido Estados Unidos (especialmente Alaska) y Canadá escuchando testimonios y valores de los pueblos indígenas que ha hallado a su paso. Los concow, nisenan, salish, inupiaq, atabascanos, haida, hopi, crow, washo, chehalis, yupik o los lakota le han dado claves de otras formas de habitar la naturaleza. Claude Lévi-Strauss, ese viajero que odiaba los viajes y a los exploradores, aparece también como referente, como no podía ser de otro modo, en los ensayos de La práctica de lo salvaje. El autor de esa suerte de libro de viajes que es Tristes trópicos (1955) narró veinte años de trabajo antropológico en Brasil. Habitó con los nambikwara, los caduveo, los bororo, y los tupí-kawaíb y vio cómo las sociedades a las que dedicó su estudio desaparecían al igual que lo hacían sus tierras bajo las máquinas de los colonos. Frente a la discriminación y el etnocentrismo en perjuicio de los pueblos nativos, Snyder aboga por reducir (ambición, codicia…), por aplicar ese «menos es más» de Mies Van der Rohe con el fin de lograr un mundo más sostenible. Personalmente le gusta lo sencillo, soltar más que atesorar, prescindir y caminar –«primera meditación»– al encuentro de poblaciones que atesoran valiosos conocimientos sobre plantas, animales específicos y valores «fundamentales y eternos de nuestra especie». Además, al caminar señala un puente entre lo espiritual y lo práctico. Lévi-Strauss reiteró en sus libros la creencia de que «aprender pasa por el cuerpo»; Snyder no podría estar más de acuerdo con esta corporeidad, potenciada por su conocimiento y práctica del budismo zen.

Continuando este pequeño paseo por algunos de esos viejos maestros o familiares de Snyder –«¡Los libros son nuestros abuelos!» exclama gozoso en estas páginas–, hallamos, ya en Norteamérica, a Ralph Waldo Emerson (1803-1882), quien se lamentaba de vivir un tiempo incapaz de mirar con sus propios ojos a la naturaleza o a Dios. Decía vivir una época retrospectiva más dedicada a construir «los sepulcros de sus padres» que a pensar por sí misma mediante la experiencia directa. En Gary Snyder se produce un equilibrio entre el erudito, el viajero, el místico y el hombre común. Ha sido granjero, leñador, marinero, guarda forestal, viajero impenitente y profesor universitario, lo que probablemente le ha aportado el suficiente primitivismo como para carecer de la altivez que impide tomar enseñanzas de lo salvaje. Otro gran vínculo con el pensamiento de Snyder lo encontramos en Henry David Thoreau (1817-1862), el menos académico de los intelectuales antimetropolitanos. Fue amigo de Emerson, escritor a medio camino entre el filósofo silvestre, el naturalista ácrata o el viajero esteta, un robinsón de los bosques que celebró en su Walden su roussoniano retorno a la naturaleza que inspiraría a multitud de escritores, ecologistas y viajeros de la naturaleza. Thoreau hizo del bosque su templo. Su espíritu, agreste y rebelde, sigue vivo en Snyder y en actitudes como la protección del medio ambiente, la lucha por los derechos civiles, el antimilitarismo, etcétera.

Zhuangzi, Dogen, Bartolomé de las Casas, Baruch Spinoza o Jack London son también autores cercanos a Snyder, pero si somos ortodoxos con la horizontalidad del tiempo, donde se lo ha incluido muchas veces es en la Beat Generation, a la que perteneció por ser amigo de Allen Ginsberg, Alan Watts, Kenneth Rexroth o Jack Kerouac. No obstante, aclaraba el poeta en una entrevista a un periódico en 1992: «Se puede hablar de mí como amigo de la generación beat en sus primeros tiempos, pero no formo parte de esa generación». Cuando sus compañeros andaban en la cúspide de su fama, rodeados de excesos, Snyder viajaba a Japón, donde vivió durante diez años en monasterios de budismo zen.

En Snyder encontramos a un autor comprometido con sus palabras, algo que no siempre va unido, pero que –cuando se da– es el conocimiento más digno de respeto. Defiende la necesidad de construir una civilización que conviva entera y creativamente con lo salvaje y nos invita a meditar sobre las implicaciones de existir como seres humanos, urgiéndonos a deshacer el daño; deseo, tal vez, del niño que sigue avivando el tesón de un ya octogenario Gary Snyder, ese niño que presenció la deforestación de los bosques del entorno que lo vio nacer.

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