POR CAMILA FABBRI

Hubo un tiempo que fue terrible y hermoso. Las calles de Buenos Aires estaban desiertas y en mi casilla de correo electrónico tenía, cada tres días, una carta de Leila Guerriero. Hacía pocos meses había empezado a asistir a su taller de crónica periodística y hacía pocos días se había desatado la hecatombe del encierro preventivo. Me aislé en la casa de mi hermana con mi sobrina. Esa era mi pequeña familia y ese estado de preservación me dejó inmóvil. Pero estaban los lunes, sí, los lunes del taller de Leila por videollamada. El contacto con el afuera más concreto se debatía ahí, en ese primetime de las ocho de la noche, con las ventanas del zoom de todos mis compañeros y compañeras, con la cara de susto compartida y sus livings bien ordenados para que los espías no nos hiciéramos ideas raras. La primera información que tenía de mis compañeros y compañeras de taller ya no era mediada por sus vestuarios o sus peinados, ahora había bibliotecas, gatos, parejas, heladeras. Todo agolpado ahí los lunes en las reuniones de Zoom de Leila. Y en ese estado de conservación en el que estábamos embebidos, desde su centro de comandos, Leila podía ver todo. Eso que tiene ella, que no sé cómo se nombra, pero se parece mucho a mirar a través de las paredes. Como si no hubiera materiales que separan, como si todo estuviera a la vista, como si el mundo que la rodea fuera un electrodoméstico abierto a la mitad con su arquitectura puesta ahí para que emita juicio. Y Leila me vio, evidentemente, vio el terrible terror que me había disparado la noticia universal y decidió escribirme una carta. En ese momento empezó una correspondencia inesperada de alguien que hasta ese momento era una escritora admirada con rulos y anillos que escribía y hablaba en grandes dosis de humor y letalidad. Esa cadencia, ahora, era dirigida hacia mí y me preguntaba qué había hecho durante el día. Yo le respondía a duras penas y la conversación seguía así como seguía el encierro. Leila me punzaba, elegante pero exigente, me sugería que me sentara a escribir. Decía que ninguna otra cosa podría salvarme y me daba a entender que mi compromiso con la escritura ya estaba pautado. No había escapatoria. Con esa mezcla precisa entre la contención y la tenacidad fue como conocí a Leila Guerriero. 

Abrí un archivo que, como sugerencia suya, tenía que tratarse de apuntes para el futuro, como una especie de conjuro para alivianar el presente y hacer pie en lo que podía llegar a ser una guía para la vida después del terror y la pereza. Escribí entradas breves, cosas que pensaba en el medio del vacío y que se parecían a la reflexión. En paralelo al taller de los lunes, yo había empezado a trabajar, sin saberlo, en un proyecto nuevo. Algo que Leila había impulsado desde el escritorio de su casa. Algo que no hubiera hecho por nadie o a partir del consejo de nada. Seguí las coordenadas de una extraña amorosa y convincente. Y los lunes estaban ahí, también, y los quince talleristas teníamos las mismas caras de misterio. Todas las semanas teníamos una consigna nueva como disparadora para la escritura, pero a mediados de abril hubo una memorable. Nos tocó desarrollar un texto de dos mil caracteres sobre la pareja. Nuestros textos competirían entre sí. Al principio pensamos que no era buena idea eso de enaltecer a unxs sobre otrxs, pero nos hizo bien, esa semana no hubo lugar para otra cosa en nuestros días que no fuera escribir los mejores textos, arrimar las imágenes destacadas. Ahí estaba Leila otra vez, queriendo que regresemos al lugar del que nos habíamos movido: quería que volviéramos a ser, tal vez únicamente, escritores. Nada más y nada menos. Me gusta pensarlo así. 

Pienso que en el encierro más fastidioso, Leila debe de haber tenido ese cuidado que tuvo conmigo con otros compañeros y compañeras del taller de los lunes. Pienso que seguramente les preguntaba cómo estaban, si estaban escribiendo, qué harían con toda esa capacidad agolpada ahí. Leila se había convertido en la directora técnica del pensamiento aterrado y quería eso. Quería insistir un poco para ponernos a escribir, para volvernos al ruedo, porque en su medio ambiente no hay lugar para lo contrario. Se vive y se escribe, se vive y se escribe, dicho así como una canción que repite este estribillo hasta el fin.