A finales del 2011 viajé a Hong Kong a visitar a mi hermano, que llevaba ocho meses viviendo en la isla que hoy pertenece a China pero que por más de ciento treinta años era colonia inglesa. Al volver a Estados Unidos, yo tenía que dar uno de los dos exámenes que exigían para avanzar en el doctorado en literatura comparada que cursaba por ese entonces, y como el examen consistía en responder a varias preguntas sobre las letras hispánicas desde el Siglo de Oro hasta la actualidad, terminé llevando una maleta entera de libros en español. Durante la primera semana del viaje, mientras mi hermano asistía a las últimas reuniones de trabajo que le quedaban antes de las vacaciones, yo iba a un café cercano a su apartamento para leer los últimos tres libros que me quedaban de la lista de textos obligatorios para el examen. En algún momento, supongo que por la extraña combinación de agotamiento y exaltación inducida por no haber hecho más que engullir textos clásicos durante seis meses, me entraron ganas de despejarme de ese ejercicio académico con un proyecto más creativo. Empecé a escribir los comienzos de una novela sobre un estadounidense (como yo) que aprende español en la secundaria, hace estancias largas en distintos países hispanohablantes, y termina consagrando su vida al estudio de la literatura latinoamericana. Para mi propio asombro, las oraciones iniciales de la novela me salieron en español y no en inglés. Terminada esa semana, guardé el texto en una carpeta llamada “Novela”, y no lo volví a tocar hasta el 2018, cuando, habiendo finalizado ya el doctorado y conseguido una plaza fija en la academia norteamericana, decidí dedicar el año sabático que la universidad me otorgaba como beneficio laboral para redactar un borrador completo de la novela. Seis años más tarde, y después de numerosas revisiones, la novela fue publicada bajo el título El americano por Chatos Inhumanos, una editorial independiente radicada en Nueva York que se especializa en literatura en español escrita en Estados Unidos.
A lo largo de los trece años de vida de El americano, desde su primera concepción en el 2011 hasta estos últimos meses posterior a su publicación en marzo del 2024, he vuelto una y otra vez sobre la misma interrogante: ¿Por qué opté por escribir la novela en español, siendo yo un angloparlante sin raíces hispanas que nunca vivió de forma prolongada en ningún país hispanohablante? Durante años, cuando se me planteaba esa pregunta, solía contestar con razones personales: Que me enganchó la tradición latinoamericana desde el día en que empecé a leer El laberinto de la soledad en español durante mi primera estadía en México a los dieciocho años. Que me tocó la suerte de que tuve a Ricardo Piglia como profesor, de que muchos de mis amigos del doctorado eran escritores latinoamericanos o españoles, de que me resultaba más fácil imaginarme escribiendo para esos amigos que para una industria gringa cuyas reglas yo desconocía por completo. Incluso, y esto lo digo en serio, que el bilingüismo inglés-cantonés que yo escuchaba en ese café de Hong Kong en el 2011 me recordaba el bilingüismo inglés-español que era mi día a día en los cafés de Nueva Jersey y Nueva York, y por algún motivo extraño me activó el deseo de hablar en mi segunda lengua, como si de ese modo pudiera escapar de mi apariencia de turista anglo monolingüe y buscar una secreta filiación con los comensales chinos que brincaban animadamente de un idioma al otro.
Si bien hay algo de verdad en esas respuestas, con el paso del tiempo me he visto obligado a reconocer que mi elección de escribir en español no sólo respondía a mis propias necesidades como autor sino también a un desplazamiento geográfico en el campo literario hispanoamericano a principios del siglo XXI. Lo que se ha vivido en Estados Unidos en las últimas décadas es una auténtica explosión de escritura en español, y no sólo de escritura. Han comenzado a proliferar las ferias de libro en español (en Nueva York, en Chicago, en Miami, en Los Ángeles), los programas de escritura creativa en español (NYU, Iowa, Houston, El Paso), los sellos editoriales dedicados a la literatura en español (Suburbano Ediciones, Ars Communis, El Beisman Press, Sudaquia Editores, Chatos Inhumanos). La crítica literaria no ha desatendido este fenómeno. Por ejemplo, en un artículo del 2014, la narradora chilena Soledad Marambio bautizó a Nueva York como «la nueva república de las letras latinoamericanas», una frase a la que hizo eco Claudia Salazar Jiménez en un ensayo en Cuadernos del 2022 al describir la nueva infraestructura literaria que surge en la ciudad a partir del 2007 con la fundación de la Maestría en Escritura Creativa en español en NYU por parte de la escritora y académica argentina Sylvia Molloy. Casi todos los espacios de NYC que mencionan Marambio y Salazar Jiménez también han sido claves para mi educación sentimental en el mundo de habla hispana: las librerías McNally Jackson, Word Up, y Barco de papel, el King Juan Carlos Center de NYU y el Instituto Cervantes en el Upper West, las docenas de bares y cafeterías por Washington Square Park en los que nos reuníamos colegas y amigos para hablar de literatura argentina, mexicana, puertorriqueña, española. El protagonista de mi novela cultiva su relación con el español yendo a distintas geografías latinoamericanas, pero hace tiempo que Nueva York es el centro de mi vida literaria tanto en mi segundo como en mi primer idioma.
En los últimos años, se estila hablar del auge en la literatura en español al norte del Río Bravo como el «New Latino Boom», un término acuñado en redes en el 2017 por la crítica Naida Saavedra y luego teorizada en su libro #NewLatinoBoom: Cartografía de la narrativa en español de EEUU (2020). El libro de Saavedra hace un recorrido por las principales ciudades en que se ha desarrollado la infraestructura de tal boom—Chicago, Nueva York, y Miami—y perfila a sus principales gestores (escritores, editores, libreros, etc.). A nivel argumentativo, el gran aporte de Saavedra es el haber puntualizado que lo que distingue esta nueva fase de la literatura norteamericana en español es que todas las etapas de la producción literaria—es decir, composición, edición, publicación, distribución, promoción, y estudio—se están efectuando en Estados Unidos. «Ahora los autores latinoamericanos radicados aquí no tienen que mirar exclusivamente hacia España, México o Argentina para publicar sus obras», afirma Saavedra, «Esto es trascendente: existe una puerta abierta hacia la publicación en español en este país». Y en efecto, #NewLatinoBoom ha arrojado luz sobre una serie de escritor-editores valiosos que llevan múltiples décadas en Estados Unidos y han publicado la mayoría de sus libros en el país: Pedro Medina León, Maya Piña, Oswaldo Estrada, Antonio Díaz Oliva, Melanie Márquez Adams, Ulises Gonzáles y Pablo Brescia, por mencionar solo algunos de los más destacados. En mi caso también la red de editoriales en español en el país ha sido determinante. No sólo ha abierto una puerta hacia la publicación sino también me ha permitido visibilizar mi novela en un campo de acción en que mucha gente comparte mis preocupaciones centrales sobre los conflictos y afinidades entre el inglés y el español, la mezcla de españoles que se produce en los ámbitos culturales norteamericanos, el modo en que los sujetos de distintos lugares de las Américas viven la hegemonía geopolítica gringa, y—por supuesto—sobre los avatares de la literatura en español en Estados Unidos.
Sin embargo, donde el concepto del New Latino Boom pierde un poco de coherencia es en su insistencia en construir una firme línea divisoria entre los autores que estudia Saavedra, en su mayoría «inmigrantes que han llegado aquí siendo adultos», y los muchos otros escritores que están escribiendo en español desde Estados Unidos hoy en día. Primero, porque algunos de los autores que más han marcado el campo literario en español en la zona de Nueva York a principios del siglo actual—por ejemplo, Diamela Eltit en el MFA en escritura creativa en NYU, o Piglia en Princeton—no vivían en el país sino más bien hacían estancias largas allá. Segundo, porque la lista de escritores de habla hispana que sí viven en Estados Unidos pero que publican en América Latina o España sigue siendo muy amplia e influyente: Cristina Rivera Garza, Edmundo Paz Soldán, Lina Meruane, Yuri Herrera, Rita Indiana, Eduardo Lago, Claudia Salazar Jiménez, Álvaro Enrigue, Liliana Colanzi, Rodrigo Hasbún, y Horacio Castellanos Moya, entre muchos otros. Los temas de estos escritores son enormemente diversos entre sí, y la crítica suele vincularlos más con sus países de origen (México, Bolivia, Chile, etc.) que con Estados Unidos. Saavedra y otros críticos contemporáneos suelen describir el español como un «idioma de la resistencia» en Estados Unidos, y es cierto que mucha de la narrativa publicada en español en el país sufre una doble marginalización, ignorada tanto por el mainstream cultural anglo en Estados Unidos como por el mainstream cultural hispano en España y América Latina. Dicho eso, es difícil sostener que toda la literatura en español producida en Estados Unidos sea resistente, pues vivir en Gringolandia no ha impedido que estos últimos escritores entren al canon hispanoamericano contemporáneo, y la mayoría de los que publican «afuera» (y varios de los que publican «adentro») ocupan cargos académicos con condiciones laborales que difícilmente se consiguen en las universidades latinoamericanas. Considero que cuanto más se potencie la narrativa en español en Estados Unidos, menos sentido tendrá referirse a ella globalmente como una literatura de resistencia. Sería más adecuado hablar de una multiplicidad de apuestas estéticas, filiaciones literarias, y estrategias editoriales, una de las cuales es—sin duda—la de negarse a escribir en inglés para llegar directamente al público hispanohablante.
La idea de la multiplicidad me resulta aún más ineludible a la hora de elaborar en términos concretos mi propia relación con esta nueva fase de literatura escrita en español desde Estados Unidos. En casi todos los acercamientos que existen sobre ella, se presume una isometría entre lengua y raza. Desde la célebre antología de 2000 de Paz Soldán y Alberto Fuguet (Se habla español: voces latinas en USA) hasta el New Latino Boom, pasando por la «nueva escritura latina» propuesta por Debra Castillo y la literatura «latinounidense» avalada por Eliana Rivero, los que escriben en español en suelo norteamericano son definidos por antonomasia como «latinos» o «hispanos». Ni siquiera se contempla la posibilidad de que un estadounidense «no latino» participe en la construcción de tal tradición. Y sin embargo, en los mismos años en que ha surgido el New Latino Boom delineado por Saavedra, también se ha creado un pequeño boom de literatura en español escrita por autores norteamericanos sin ascendencia hispana, entre los cuales podemos ubicar a Tanya Huntington, Kurt Hackbarth, Jennifer Croft, o Lawrence Schimel. Aunque todos ellos han publicado sus obras en América Latina o España, mantienen vínculos estrechos con el mundo cultural norteamericano y tienen una trayectoria que, como la mía, los entrelaza con la infraestructura transnacional que ha fomentado el New Latino Boom.
La precursora de esta tradición de literatura gringa en español es sin duda Anna Kazumi Stahl, la escritora japonesa-norteamericana que se mudó a Argentina a mediados de los años noventa y publicó el libro de cuentos Catastrofes naturales (1997) con Sudamericana y la novela Flores de un solo día (2002) con Seix Barral. La novela de Kazumi Stahl fue finalista para el Rómulo Gallegos, y en su momento Piglia la elogió con palabras contundentes: «Una escritora norteamericana que se decide a escribir en español es un gran acontecimiento en la literatura contemporánea. Esa decisión encierra una poética de la extrañeza que este libro concentra con maestría y lleva al límite». Cuando me topé con este comentario hace unos años, todavía sin haber leído a Kazumi Stahl y después de haber recorrido Buenos Aires largamente en busca de un ejemplar de Flores de solo día, mi propia ignorancia se me hizo reveladora. Si yo desconocía la obra de Kazumi Stahl, siendo exalumno de Piglia, ¿quién más la tendría en su radar? Lo que a él le pareció un gran acontecimiento en el 2002 hoy figura poco en el consciente colectivo argentino. Ahora que he leído los dos libros de Kazumi Stahl, que indagan con inteligencia y sutileza sobre el lenguaje, la migración, y la herencia cultural, me resulta difícil no asociar algo de ese olvido a que ella difícilmente se acomoda en las categorías de la literatura argentina, latinoamericana, o incluso latinounidense.
¿Cómo situamos entonces esa literatura gringa en español que se está empezando a producir dentro y fuera de Estados Unidos? ¿Debe definirse exclusivamente por el lugar de procedencia de sus autores? ¿O también importa el público al que está dirigida? Estas dudas se remiten a otra más general: ¿Cómo categorizamos culturalmente a la población estadounidense que habla español como segunda lengua? Todavía no existe estadísticas claras sobre ella, pero según el censo oficial de Estados Unidos del 2020, de los 42 millones de personas que hablan español en Estados Unidos en su entorno doméstico, más de 6 millones lo hacen sin definirse como hispanos. El informe anual del Instituto Cervantes en el 2023 («El español: una lengua viva») indica que más de 8 millones de estadounidenses pueden ser considerados estudiantes de español. Puedo afirmar sin lugar a duda que yo no estaría escribiendo este artículo si la pequeña secundaria a la que yo asistí en Utah no hubiera tenido una secuencia robusta de clases en la lengua de Cervantes, García Márquez, y Mariana Enríquez. Y como podrá constatar cualquiera que haya pasado por la academia norteamericana, los campos latinoamericanos y «peninsulares» están repletos de sujetos bilingües sin ascendencia hispana cuyas vidas también han sido moldeadas por el creciente poder del español en Estados Unidos. Si hasta ahora la crítica literaria no ha querido ocuparse de ellos, la literatura latinoamericana lleva décadas contemplándonos con atención. Pensemos en Steve Ratliff, el viajero yanqui en Prisión perpetua (1988) de Piglia al que el joven Emilio Renzi le roba historias para convertirse en escritor. O en Bárbara Patterson, la mal hablada gabacha en Los detectives salvajes (1998) de Bolaño que llega al DF para estudiar la obra de Juan Rulfo y termina incorporándose al grupo de los real visceralistas. O en Paul Kamáck, el ingeniero norteamericano en Nadie me verá llora (1999) de Cristina Rivera Garza que termina esfumándose en el horizonte mexicano de modo parecido al del gringo viejo de Gringo viejo (1985) de Carlos Fuentes, uno de los muchos prototipos para estos personajes en la narrativa hispanoamericana actual.
El común denominador de todos los escritores, críticos, y personajes que he mencionado hasta aquí no son sus raíces ni su lugar de nacimiento sino su uso literario de un mismo idioma, el español. No hay que ser un defensor de la lengua castellana para entender que su fuerza, riqueza, y diversidad a nivel internacional es el factor que aglutina a varias corrientes literarias en varios continentes a día de hoy, entre ellas el New Latino Boom y la literatura gringa en español. En el último apartado de la introducción a Se habla español, Paz Soldán y Fuguet aventuran una hipótesis que de algún modo socava la etiqueta de «voces latinas» con la que organizan la misma antología: «quizás esta fusión que está ocurriendo no tiene tanto que ver con la raza o la geografía sino, en efecto, con el idioma». La percepción me parece potente, aunque yo matizaría diciendo que por supuesto que la raza y la geografía son elementos claves en la literatura en español en Estados Unidos, sólo que son elementos que se expresan mediante una lengua específica, como siempre pasa cuando se trata de literatura. Comencé este ensayo con la anécdota sobre el nacimiento de mi novela en un café de Hong Kong justamente porque creo que en esa escena se condensaban muchos de los elementos que nos atañen actualmente en los debates sobre la literatura en español en Estados Unidos: el desplazamiento geográfico, el bilingüismo y la hibridez lingüística, el legado cultural del colonialismo, las siempre peleadas políticas de la lengua. Al reflexionar sobre esa escena ahora, no puedo sino pensar que si fue el español y no el inglés que me salió en ese momento para escribir, era menos por una veleidad mía que por el cambio de fuerzas en la literatura global que estamos presenciando en tiempo real. Desde esta perspectiva, la decisión de escribir en mi segundo idioma no me hace ni más ni menos resistente, pero sí me hace partícipe en una tradición literaria que no deja de crecer.