Alejandro Lámbarry
Augusto Monterroso, en busca del dinosaurio
Bonilla Artigas Editores, Ciudad de México, 2019
272 páginas, 20.00 €
POR MANUEL ALBERCA

 

Augusto Monterroso nació el 21 de diciembre de 1921, el día más corto del año. Como si el azar albergase ya una premonición, pero sin pretender tampoco forzar el simbolismo, Alejandro Lámbarry, el autor de esta primera biografía del autor guatemalteco, nacido en Tegucigalpa (Honduras), establece una difusa pero acertada correspondencia entre la casualidad astral y la futura obra del futuro escritor, que haría de la brevedad su estilo y seña de identidad. Todo en él resultaría, a la postre, pequeño: «Sus textos, su estatura y su fama», subraya el biógrafo. También su largo, ostentoso e imperial nombre quedaría armonizado y reducido por el hipocorístico familiar «Tito». Entre las muchas y sabrosas anécdotas que depara esta biografía, referidas a la estatura de nuestro hombre, cabe destacar que cuando llegó en 1953 a La Paz (nótese que la ciudad está a 3.640 metros de altitud), un cronista local apostilló que Monterroso se encontraría en la ciudad «a nivel del mar…». Nunca se ofendió por esta clase de bromas y su humor contrastado nacería de saber reírse, sobre todo y en primer lugar, de sí mismo.

Monterroso pasará probablemente a la historia de la literatura española (escrita en español, o sea) por un mini-cuento, que se convertiría en el prototipo del género entre nosotros y, sin duda, ha sido y es el más citado, memorizado y celebrado de la lengua española: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí» (Obras completas y otros cuentos, 1959). Dice Lámbarry que Monterroso «fue un renovador en una época de incesante experimentación formal en Hispanoamérica». Tuvo su momento de aceptación minoritaria, pasó por una etapa de autor de culto y, al final, tendría una recepción exitosa tardía. Nos legó una obra literaria breve y original, que no tenía parangón en la literatura en español ni relación con lo que se hacía en el llamado boom, del que sería coetáneo sin pertenecer a él. Sus fuentes no serían sus contemporáneos, sino los clásicos latinos, ingleses, franceses y españoles con los que alimentaría y enriquecería sus libros. Además su vida fue también una muestra de la azarosa actividad social y política de la intelectualidad hispanoamericana de izquierdas. Su itinerario vital estará marcado por los sucesivos exilios y saltos por la geografía americana, que le llevaron desde su Honduras natal, a Guatemala, donde adoptó la nacionalidad del país, al que siempre se sintió ligado, aunque apenas lo visitase, luego México, Bolivia, Chile, para volver siempre a México, país en el que se asentaría definitivamente sin adoptar nunca su nacionalidad, pudiendo haberlo hecho.

Causa o razón de estos exilios y del continuo ir y venir por estos países fue su ideología de izquierdas que le colocó casi siempre en posiciones de apoyo a los movimientos políticos que se desarrollaron en Hispanoamérica entre las décadas de los cincuenta y los setenta. Se ha querido ver una contradicción irresoluble, y hasta una falta de coherencia, entre esta actitud política que simpatizaba con revoluciones como la castrista y la sandinista y una obra literaria que se reclamaba de la tradición. Sus obras parodian, actualizan y reescriben la tradición, pero no la cuestionan. En este sentido, es fiel a sus maestros y a sus señas de identidad literaria. En contadas ocasiones, su ideología aflora en la obra, y son escasos los cuentos de tema social o político. Al que suscribe, esto no le parece ni contradictorio ni una limitación de la obra del guatemalteco, sino una demostración de madurez y lucidez del que sabe deslindar y, al tiempo, hacer compatible la exigencia y el rigor literario con el compromiso político sin que ninguno de estos dos polos se resienta ni resulte aplastado por el otro. Por eso, habría que aceptar que un hombre comprometido con las luchas políticas puede ser al tiempo un escritor que encuentra su inspiración en la literatura clásica y humorística de todos los tiempos.

Tardará en llegarle la notoriedad hasta el punto que podría parecer que este asunto le traía sin cuidado o que carecía de ambición literaria. No era cierto. El esplín de Monterroso, ese carácter en el que se mezclaban la timidez y la melancolía con un humor que era capaz de mostrar indiferencia allí donde otros corrían e intrigaban para ganar posiciones, pudo hacer pensar erróneamente que menospreciaba la gloria y el éxito. Es cierto que esta actitud presidió buena parte de su carrera literaria, pero era un barniz o un disfraz, pues, cuando pudo, rompió la máscara del desdén, reclamó el sitio del reconocimiento y ambicionó un público más amplio. En este cambio cumplió un papel decisivo Bárbara Jacobs, su tercera esposa, que veló por sus intereses y defendió a Tito allí donde antes se había encontrado siempre solo. Ella sería la que le convencería de que el tiempo del éxito y la fama no habían pasado para él. Este asunto de la reivindicación de sí mismo y del resentimiento en el medio literario lo trató en La letra e. Fragmentos de un diario (1987), su primera obra autobiográfica, en la que la confesión no traspasó el umbral de la tristeza que le producía muchas veces la tribu literaria. Cabía esperar que, en sus memorias, Los buscadores de oro (1993), diera el salto a la confesión íntima. Craso error. Monterroso no tenía carácter para semejante ejercicio. Recuerdo haber leído este libro hace ya muchos años. Del contenido y del autor memorialista retuve que le caracterizaba un sentido extremo del pudor. Contaba su vida sin hacer apenas ruido como si tuviera miedo de que el dinosaurio se despertase. Fue incapaz de mostrar públicamente la enorme complejidad que anidaba en su estatura pequeña. Consideró, según nos aclara Lámbarry, algunos de los temas y episodios más escabrosos de su infancia y juventud y los suprimió del texto definitivo. Así lo reconocerá él mismo en uno de sus cuadernos de 1988-1992, cuando descubre un autor, que no suele reconocerse como uno de sus dilectos: Henry Miller. «Me gusta cada vez más, su vitalidad, su entusiasmo, su sinceridad; sobre todo esta última, tan lejos de mis temores, mis reticencias, mi hipocresía heredada o adquirida ¡Cómo me gustaría cambiar! Abrirme, decir lo que verdaderamente pienso o siento», podemos leer en las citas y fragmentos impagables, que el biógrafo rescata de los cuadernos de Princeton. Era consciente –subraya Lámbarry— que se había escondido detrás de la máscara del humor y la erudición, pero no fue capaz de romperla. Si algo cabe reprocharle al biógrafo, es que no haya explotado más profundamente estas contradicciones del personaje y no le haya sacado más partido a los numerosos cuadernos, documentos y borradores que, deducimos, se guardan en el archivo de la biblioteca universitaria de Princeton.

Al final, Lámbarry nos da una imagen matizada del personaje, tal como se fue decantando en cada una de las etapas y experiencias vividas. Fue un niño y un adolescente tímido, solitario y autodidacta que renunció a la escuela para formarse de manera autodidacta en la biblioteca familiar. Y aunque evidentemente después evolucionaría, el biógrafo encuentra que este aspecto de su biografía marcaría el resto de sus días. Su dedicación a la escritura estuvo sacrificada y limitada buena parte del tiempo por diferentes oficios alimenticios de escaso interés intelectual, desde el trabajo en una carnicería en la que hacía de todo, desde despiezar las vacas hasta llevar la contabilidad. Fue también corrector de pruebas en numerosas revistas y editoriales, y editor en el Fondo de Cultura Económica, así como profesor de la UNAM y del Colegio de México, después de pasar por alguna representación diplomática guatemalteca. Supo llevar todos estos oficios con responsabilidad y dignidad, pues de él dependió el sustento de sus sucesivas familias, de su madre y hermanos.

Por todo esto, Monterroso merecía tener una biografía, y Alejandro Lámbarry, profesor de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (México), ha acometido la tarea con placer, pasión y rigor. Para realizarla, ha viajado a algunos de los lugares donde se encontraban los testigos más cercanos al autor para entrevistarlos, singularmente a Bogotá donde vive su segunda mujer, Milena Esguerra, a Ciudad de México donde se encuentra la tercera, Bárbara Jacobs, a Nueva York, etcétera. Las mujeres, sus tres esposas, alguna de sus amantes, como la profesora británica Jean Franco, y sus dos hijas, provenientes de sus dos primeros matrimonios, fueron muy importantes y jalonaron su vida de manera significativa. También ha viajado y consultado los dos archivos más importantes del legado de Monterroso, ya referidos, que se encuentran en la Biblioteca de la Universidad de Princeton, el más importante y citado por el biógrafo, y el de la Universidad de Oviedo, donde Monterroso depositó otros documentos cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias.

Como ya se ha dicho, esta es la primera biografía de Monterroso, y esto es ya un mérito que conviene destacar y valorar, porque si nunca es fácil hacer una biografía, hacerla ex novo, de nueva planta por así decirlo, encierra una mayor dificultad: es recorrer un territorio ignoto sin mapa ni brújula. Lámbarry es, en el doble sentido de la palabra, un biógrafo amateur. Primero, porque se bautiza en el género con este trabajo, y lo hace como lo han hecho la mayoría de los biógrafos: con valor, tirándose a la piscina, para aprender a nadar, nadando. Sale airoso de este primer ejercicio biográfico, tiene un estilo legible y un relato ameno, sencillo, sin erróneas pretensiones literarias, dosifica la importante documentación obtenida y ubica la vida del escritor en el contexto social y político en el que surge. Segundo, porque es un enamorado de la obra de Monterroso y esto lo consigue trasmitir con agudos y sustanciosos comentarios de la obra, mostrando como surge ésta en estrecha ligazón con la experiencia vivida, pero sin incurrir en el fácil y tramposo autobiografismo.