María Belmonte
Los senderos del mar. Un viaje a pie
Acantilado, Barcelona, 2017
248 páginas, 18.00 €
Cuánto de invención del escritor que nos traemos entre manos somos al leer es una variable que a veces resulta sorprendente. Juegan con nosotros, algunos, otros nos configuran, nos moldean para encajar en unas páginas que no siempre están escritas para que nos sienten como un guante. Pero, si finalmente el guante entra, algo que escapa a nuestro control ha ocurrido. Porque en ocasiones uno se resiste a un libro que acaba ganando el pulso, qué se le va a hacer, no siempre leemos en estado de beatífica comunión. La sorpresa es que nos seduzcan sin que lo sospechemos. Son las recompensas de la paciencia. Los senderos del mar. Un viaje a pie trae poco a poco a su lector de ahí donde se encuentre a la serena compañía de la escritora bilbaína María Belmonte, quien recorre a pie la costa vasca desde Bayona a Bilbao, reflexionando acerca de aquello que tiene ante sus ojos o de la memoria —histórica y natural— de los lugares que pisa. Su relato es un tejido de referencias históricas, alusiones pictóricas, anécdotas y recomendaciones literarias y viajeras. No es una heroína del caminar, a veces coge el avión o el autobús, es miedosa en los lugares recónditos o cuando cae la noche, tampoco es una peregrina o una asceta. No busca atención sobre sí. No nos necesita.
Pero entre tibios bostezos acaba uno por hallar en su pausada compañía una voz que quisiera no dejar de escuchar. Su guiar en un segundo plano —escribe en voz baja— se vuelve refugio de manera imperceptible, maquiavélicamente discreta. Llega susurrando, sin sorprendernos en exceso, hablando de viajeros a pie, de experimentar el mundo con la modesta medida de nuestro cuerpo, de bosques primordiales, de Dogen, John Ruskin, Thoreau, Victor Hugo o Jack London. Viaja, como todos los lectores, acompañada de sus lecturas, y el lazo que nos echa es tan ligero que no apetece soltarlo. Hay una soterrada felicidad en sus palabras que acaba por habitarnos. Y eso es de agradecer.
Como quien camina con alguien grato que nada requiere de nosotros, a quien importamos sólo en función del instante, su presencia transmite el gozo de la ligereza, de lo que puede deprenderse en cualquier momento sin causar desgarro, pero que, como Bartleby, preferimos que no lo haga, que nos cuente algo más de su deambular. Es en ese tipo de vínculo en el que a veces hallamos un profundo consuelo y donde surgen las conversaciones más insospechadas. La María Belmonte que se narra en esta suerte de diario de viaje es hedonista, como ha de serlo un buen compañero de travesías. Lo demuestra en su atenta recepción de los regalos de lo cotidiano («El primer café de la mañana es un asunto muy serio») o en su relación con la comida o con los demás; disfruta de los fugaces encuentros del viajero y nos cuenta uno de ellos en Bilbao, con «un exmarido con el que todavía puedo compartir una copa de vino y echar unas risas». Su gozoso nomadismo («Allí donde planto mis cuatro cosas, aunque sea por un día, es mi casa») supone un ascetismo, una actitud de contento con lo que hay. Thoreau escribió que andar es una escuela de la frugalidad; al caminar, nos desasimos.
Atesora, eso sí, lo que no pesa en la mochila. Le gustan los nombres de las playas (por ejemplo, la de los paramoudras), los datos —en ocasiones parece una aplicada turista en busca de referencias del lugar; tiene algo de coleccionista— o escuchar a las piedras, a las que atribuye capacidad comunicativa al permitirnos «conversar con nuestros antepasados». Evita para sí la pereza y el aburrimiento y, al caminar, divaga. Y es en estas dispersiones cuando su compañía resulta encantadora porque se aleja de la locuacidad aprendida del guía y se parece más a una narradora de cuentos. Reflexiona repentinamente —o juega— acerca de, por ejemplo, los moluscos gasterópodos. Legitimando sus digresiones, nos recuerda que Darwin dedicó ocho años de su vida a estudiar a los cirrípedos, más conocidos como percebes, por si nos pudiese resultar disparatado su paréntesis. O merodea teorías más o menos inverosímiles, como la del simio acuático que, si no la conocen, dice que nuestros antepasados pasaron diez millones de años del Plioceno evolucionando hacia la posición erguida, pero no en la sabana, sino nadando en las playas africanas. Si bien es una teoría desaprobada por la gran mayoría de antropólogos y paleontólogos, explicaría por qué compartimos bastantes características con los mamíferos acuáticos. El escritor ecologista Roger Deakin consideraba que somos unos primates sin pelo que se transforman cuando entran en contacto con el agua en homo ludens. Si esa transformación tiene que ver con un lejano recuerdo, con un recobrar, como dice Belmonte, nuestra olvidada condición de animales, es un buen asunto en el que ocupar la mente y para evocar, quizá, instantes de gozo acuático. Pensar mientras se camina ayuda a incorporar el cuerpo a la reflexión. La memoria del cuerpo participa en la especulación de carácter lógico y quizá tenga algo que opinar o desaprobar. Serán los científicos de hoy y de mañana los que matizarán y darán explicación de por qué al cuerpo —o a muchos cuerpos, al menos— le parece bastante plausible lo del simio acuático. Con respecto a la transformación en homo ludens, no hay más que ver a un niño en el agua o al conjunto de turistas jugando a la pelota, haciendo castillos o retozando en la arena en las cálidas playas costeras para testimoniar esa gozosa transformación.
Las largas horas de caminata incitan a que las preguntas que se hace el viajero sean amplias, para que sostengan su andadura en un entretenimiento que no se agote en un dato. De simios acuáticos a fauna abisal hay sólo unas inmersiones, y lo abisal da paso a lo imaginario. Belmonte nos habla de la necesidad del ser humano de inventar monstruos y de cómo los hemos buscado tantas veces en el océano. También son buena compañía los interrogantes que han ocupado las mentes de unos y de otros, como, por ejemplo, la razón por la cual, en un terreno tan fértil y verde como es el País Vasco, en euskera no exista la palabra que designa el color verde. Belmonte no resuelve, por qué iba a hacerlo, enigmas que han traído de cabeza a lingüistas de todo tipo, pero abre interesantes preguntas en las que ocupar la mente de manera lúdica —recordemos que camina a la orilla del mar y, si aceptamos la teoría que ella trae a colación, estaría siendo influida por la transformación en homo ludens—. Charla, asimismo, acerca del musgo, de los naufragios o del material meteórico que impactó sobre la corteza terrestre hace sesenta y cinco millones de años. Como ven, salta de roca en roca en una narración propia del caminante, a veces pausada, a veces bruscamente irrumpida por la aparición de otro tema de conversación, al hilo de un cambio atmosférico o de un accidente del terreno.
Su ritmo es el del que se desliza en el tiempo: del presente hasta el pasado del hombre, de nuestra historia a la memoria de la Tierra, como si pasear fuese un juego de trampolín con el tiempo. Del roble ante sus ojos al roble que ya estaba ahí hace cuatrocientos años, de las montañas del País Vasco al momento en el que las placas de la península ibérica y europea chocaron hace cincuenta millones de años. Tan pronto nos habla de la extinción de la vida al final del Cretácico como nos retrata a Iñaki Perurena, un petromaníaco, un levantador de piedras que ha construido con sus manos un museo en homenaje a la piedra a la que ha llamado Peru-Harri. El tiempo engulle y devuelve a esta viajera vertical, que no necesita ir muy lejos de su Bilbao natal para caminar hacia lo extraordinario. Desde la orilla, ese terreno de lo efímero, nos recuerda lo cambiante y breve de la vida humana. Ese vértigo puede gestionarse de muchas maneras: ella parece entregarse al puro placer de existir.
El modo en el que respondemos al paisaje está determinado por nuestra cultura y ha ido cambiando a lo largo de los siglos, asegura Belmonte, quien, pese a caminar sola, piensa en compañía. La acompañan de forma recurrente obras como la de Richard Fortey, La vida. Una biografía no autorizada, o la de Bill Bryson, Una breve historia de casi todo. Y, asimismo, viajeros, como la exploradora francesa Alexandra David-Néel, o deportistas actuales como Kilian Jornet. Camina indagando en lo que ve y en cómo han visto otros ese mismo u otros paisajes costeros para que su respuesta sea amplia y no se reduzca a sí misma o a las limitaciones de su experiencia. Consciente de que «el único viaje verdadero […] no sería ir hacia nuevos paisajes, sino tener otros ojos», como dijera Marcel Proust en La prisionera, incorpora voces y miradas.
Afirma andar para habitar el paisaje, para ser parte de él. La huella del hábito de caminar a lo largo de los años la ha ido cambiando y este libro es rastro de ello: pasear le ha hecho tener en cuenta lo que la rodea. «He aprendido a ser consciente de los accidentes del terreno, de la presencia de las plantas, los animales y las aves. El paisaje se ha transformado en un ente complejo en el que se desarrolla el drama de la vida y del que yo formo parte. He adquirido una visión más amplia que me permite contemplar con igual arrobo una tela de araña empapada en el rocío de la mañana o el dédalo de constelaciones en el cielo nocturno».
Su viaje es, si bien relativamente pequeño en extensión, caleidoscópico. Con una actitud hermanada a la del escritor y gran caminante británico Robert Macfarlane cuando afirmó que «Hay tanto que aprender en media hectárea de bosque de la periferia de cualquier ciudad como en la inhóspita cumbre del Ben Hope», recorre el paisaje adentrándose en la memoria de la Tierra y alzando la vista a las estrellas. Sabe que nunca recorremos la misma playa y, por tanto, tiene lo inagotable al alcance de la mano.