Roberto Calasso
El ardor
Traducción de Edgardo Dobry
Anagrama, Barcelona, 2016
544 páginas, 29.00 €
POR JESÚS AGUADO

Roberto Calasso (Florencia, 1941) se vuelve a sumergir en la India con El ardor después de que lo hiciera en Ka. Si es que alguna vez salió de ella, ya que es un país y una cultura sin los cuales apenas pueden entenderse el resto de sus libros. En La ruina de Kasch, por ejemplo, hay constantes alusiones a los Vedas y al ritualismo hindú a la hora de analizar la ceremoniosa sociedad presidida por Tayllerand, los ilustrados y los románticos. También en sus libros sobre Kafka (K.) o sobre Baudelaire (La Folie Baudelaire) la India aparece como un lejano telón de fondo que contuviera y explicara lo que en la obra de ambos desborda los límites epistemológicos occidentales, razón por la que ambos, un poco para devolverle el favor, son citados con frecuencia en El ardor a declarar en favor de las tesis del autor cuando estas se vuelven demasiado oscuras para nuestra mentalidad (y no sólo a ellos sino también a Goethe, Descartes, Kierkagaard, Proust, Lautréamont, Nietszche, Musil, Strindberg, Flaubert, Bloy, Céline o Simone Weil entre otros). En La literatura y los dioses, en un fabuloso capítulo titulado «Los metros son el rebaño de los dioses», Calasso aborda uno de sus asuntos preferidos y expuesto con largueza tanto en Ka como en el presente libro: cómo sirven las sílabas contadas de los versos como vehículos para que tanto dioses como humanos puedan viajar hasta el cielo, es decir, hasta qué punto la poesía –que encaja en un patrón rítmico regular las arritmias e irregularidades del mundo– es imprescindible para alcanzar estadios superiores de conciencia (y de ser sin más) y para sanar las heridas connaturales a la existencia meramente terrenal.

Ka y El ardor coinciden, además, en hacer del sacrificio el centro de sus pesquisas. Pero mientras en el primero Calasso usa como catapulta reflexiva hechos mitológicos extraídos, sobre todo, del Mahabharata, la gran epopeya del hinduismo, en el segundo el texto del que parte es el Satapatha Brahmana, un tratado de ritual védico del siglo viii antes de Cristo. Dos modos de abordar un mismo asunto: en el primero de ellos es lo invisible lo que se hace visible (encarnaciones o avatares, enfrentamientos bélicos entre clanes y entre dioses y asuras, las selvas y las ciudades como escenarios de acontecimientos provocados o reflejados desde lo alto) para que los seres humanos tengan una referencia moral y metafísica a la que aferrarse y hacia la que enfocar sus acciones; en el segundo es lo visible lo que aspira, mediante la realización de actos certeros y de una honda comprensión de estos, a ser aceptado por lo invisible. Ambos libros, de hecho, se articulan en torno a esta grieta o bisagra donde lo invisible y lo visible intercambian cualidades, temperaturas y preguntas. Porque es eso, precisamente, lo que Calasso echa en falta en la civilización contemporánea (y le afea con rotundidad en el último capítulo de El ardor, «Antecedentes y consecuentes»): que, en su ciega carrera hacia una secularidad  auto-consagrada (la sociedad haciendo de sí misma la totalitaria y excluyente religión única a todos los efectos), haya cegado esa grieta o arrancado de cuajo esa bisagra, lo que tiene como consecuencia, entre otras, la decadencia estética (abundancia de procedimientos técnicos e ignorancia de las potencias que los mueven) y ese «tejido de alucinaciones» que atraviesa el mundo actual.

Roberto Calasso vuelve a presentarnos en El ardor a viejos conocidos ya presentes en Ka (muy especialmente a Prajapati, ese dios creador que no está seguro de existir, que confía el despliegue de lo creado a Vac, la Palabra, y que se reserva para sí lo ignoto, la incertidumbre y los restos) y a pensar partículas (iva, que significa «en cierto modo» o «por así decir» y que es usada para acentuar la indeterminación de lo que se afirma y, al evocar sus valores latentes, para lanzarlo más allá del lenguaje), conceptos (la equivalencia, lo conectivo, la afinidad, lo continuo, lo discreto) o animales (la vaca, cuya huella es el patrón de los versos, o el antílope, cuyo territorio marca la frontera entre lo salvaje y lo civilizado). Pero su intención diverge de manera esencial, ya que de lo que se trata ahora no es tanto de comprender desde dentro una mentalidad antigua con varios milenios a sus espaldas sino de limpiarla de sus excrecencias arqueológicas y, al hacerlo, exportarla más allá de sí misma y convertirla en una mentalidad futura, en eso que podrá volver a religarnos a los visibles con los invisibles.

¿Cómo podrá lograrse eso? En primer lugar, regresando al lugar donde comenzó todo: ese espacio fundacional que abre el sacrificio, ese claro despejado y dispuesto según ciertas reglas meticulosas y estrictas hasta la exasperación (las que  atañen a los sacrificantes, a los sacrificados, al altar, al poste sacrificial, a los asistentes, a la época propicia, a las invocaciones, a las libaciones, a las vestimentas, etcétera) dentro del cual lo invisible y lo visible se compran y se venden, entre grandes tensiones y desconfianzas, beneficios, promesas, respuestas, humores, palabras, estados de ánimo, ontologías o reinos. En segundo lugar, poniendo en manos del fuego (el del fuego sacrificial y el fuego generado por las prácticas ascéticas de la mente y del cuerpo) la resolución de las disputas suscitadas por ese feroz intercambio (origen de todos los que le sucedieron: el económico, el amoroso, el social, el intelectual) al que se avienen a regañadientes, forzados por su Sí, lo visible y lo invisible. Y, en tercer lugar, reaprendiendo a utilizar las imágenes como lo hacían esos tatarabuelos nuestros del subcontinente indio (esos hombres absortos, según Calasso): no como rodeos para asediar lo alingüístico o como símbolos para ponerlo a salvo en una celdilla mental, sino como conectores entre esos mundos disímiles, incluso enemigos, de lo visible y lo invisible que se necesitan el uno al otro, por mucho que les pese, para existir.

El saber, si no arde (si no palpita, si no se quema, si no se esfuerza hasta la deflagración), no es saber. Pero el saber no arderá si antes no es confrontado con una sabiduría que traspasa los límites de la mente, que deshilacha los enunciados de la palabra o que se deja aplastar por las pezuñas de una manada de animales. Eso es lo que hemos perdido según Calasso: el ardor que justifica cualquier cosa dicha, susurrada o callada; el saber que se ofrece como libación al fuego de un sacrificio; esa ardorosa sabiduría que caracterizaba a los hombres védicos (y a Baudelaire, Flaubert, Proust o Kafka) y que estaba hecha de gestos tan precisos que el Satapatha Brahmana, que está compuesto de varias miles de páginas (por lo general bastante aburridas pero iluminadas por la irresistible pasión hermenéutica de Calasso), se ve obligado a dedicarle decenas de ellas a cada uno. El ardor de un saber que quema lo que toca, lo convierte en cenizas y lo acaba barriendo (esparciendo, dispersando, enviando de regreso a la nada) para que no quede rastro de él.

Siguiendo el rastro de esta intuición, el autor se extasía (no puede expresarse de otra manera) con esos hombres que, más que escribir los himnos védicos, los vieron, y que por eso son denominados videntes, y cuyo fervor describe, con treinta siglos de antelación, las incandescencias que tienen que seguir cultivando los creadores de hoy en día para hacerse un hueco en el seno de lo Real. O con los renunciantes, que son el prototipo y el arquetipo del sujeto en sentido occidental porque, al desechar las normas externas para amamantar su ser interior, prefiguran la actitud del artista y del estudioso modernos (aquí Calasso parece estar esbozando, embelesado y tímido a partes iguales, una suerte de autorretrato indirecto). O con esa gran cantidad de mitos donde la Mente y la Palabra, adoptando distintos disfraces, se disputan la supremacía de lo inteligible, que incluye de manera inseparable también lo ininteligible. O con esos pequeños detalles (cuántos ladrillos, qué orientación, de qué madera el poste sacrificial y cómo tallarlo, qué hierbas arrancar y apisonar en forma de cojín para acomodar a los dioses, cómo deshacerse de las sobras, etcétera) sin cuyo exacto cumplimiento el sacrificio se volverá contra sí mismo y hará que un acto propicio derive en una hecatombe. O con esa sutil erótica védica que ve en el altar una mujer y en el fuego su amante y que entiende el grito que sigue a la oblación como el de alguien que llega al orgasmo. O con los propios brahmana, ese conjunto de textos abordados con pereza incluso por los indólogos más avezados pero que a Calasso conmueven por su intento de fundar una sociedad sin cabida para nada que no sea religioso y porque detecta en ellos el secretísimo y remoto nacimiento de la prosa. O con el soma, esa sustancia embriagadora que, de forma paradójica, volvía precisos, exactos, a quienes la ingerían, ya fueran seres humanos o divinos, y les otorgaba el don de la palabra verdadera (y que por eso está tan vinculada a la poesía). O con los especialistas del ramo (Malamud, Dumont, Eggeling…) y antropólogos (Mauss, Durkheim, Lévy-Bruhl, Dumézil, Granet…), con los que se enfada como un niño y con los que se pelea cuerpo a cuerpo y diacrítico a diacrítico como si no quisieran compartir parte de su tesoro con él.

Roberto Calasso despliega grandes recursos (la historiografía, la mitología, el sánscrito, la etimología, el comparativismo) para reivindicar una visión sacrificial desaparecida del mundo contemporáneo y sin la cual, según cree, lo nuestro no tiene solución. Por eso sus mejores párrafos y frases los dedica a pensar, a partir del análisis de las diversas partes del Satapatha Brahmana, qué sea eso del sacrificio. Veamos algunas por orden: «Todo sacrificio es un barco lleno que se dirige al cielo», «El sacrificio es el acto mediante el cual el mal es conducido a la conciencia», «El sacrificio es más poderoso que los dioses», «El sacrificio es una herida [y] una culpa, y el intento de sanarla», «El sacrificio es palabra», «La premisa de todo acto sacrificial es metafísica: al entrar en el rito se entra en la verdad, al salir del rito se vuelve a la no-verdad», «El sacrificio es un viaje para los dioses, su único medio para alcanzar el cielo», «El sacrificio es un perro acurrucado», «El sacrificio era una catástrofe controlada», «El sacrificio es un don que debe ser destruido», «El sacrificio es un juego en el que las cosas no son nunca del todo lo que son», «El sacrificio es un personaje», «El sacrificio es la alternancia de dos gestos: dispersar y recoger», «El sacrificio es un suicidio interrumpido, incompleto», «El sacrificio coinciden con la vida misma» o «El sacrificio es un animal dispuesto a huir». Se podrían citar muchos otros pasajes, pero lo esencial está aquí: quien queda excluido del sacrificio atraviesa la vida como un fantasma, que es justo el diagnóstico que el doctor Calasso, con su verbo encendido (ardoroso, ardiente) de gran literato (algo que disfrutamos en nuestro idioma gracias a la magistral traducción de Edgardo Dobry), hace de nuestro modelo de civilización. Este «encuentro fatal y explosivo de una liturgia con una ebriedad» en un tiempo en que los hombres «construyeron un Partenón de palabras» le sirve al autor para darnos uno de sus mejores libros.

Pero, ¿es esto una novela? Como algunos de sus libros anteriores (Ka o La ruina de Kasch, por ejemplo), este está publicado en una colección que se llama Panorama de narrativas. Y en la contraportada de El ardor se afirma que tiene «el magnetismo propio de una poderosa novela».  Uno puede entender, por un lado, que haya razones comerciales para hacerlo (abriendo el libro a otra clase de lectores es más probable que muchos se acerquen a él y acaben adquiriéndolo, incluso si detectan que lo que tienen en las manos no es en realidad una novela) y, por otro lado, que se juegue a difuminar los límites entre géneros, una práctica que ha dado, por cierto, extraordinarios frutos en los últimos ciento cincuenta años. En esa misma colección se han publicado, por citar algunos títulos memorables, el Diccionario Jázaro, de Mirolad Pavic, La vida instrucciones de uso, de George Perec, El navegante del diluvio, de Mario Brelich, o Breviario mediterráneo, de Predrag Matvejevic, todos los cuales pueden navegar en distintas aguas sin ahogarse. Quizás las Bodas de Cadmo y Harmonia, del mismo Calasso, que fue el libro que le convirtió en un referente mundial, e incluso Ka también podría hacerlo, pero no El ardor, que no es una novela se mire por donde se mire y se usen los criterios críticos que se usen.  Es, de hecho, un arduo ensayo repleto de tecnicismos y de discusiones teóricas de corte muy académico destinado a entendidos (a los que se conjura con casi noventa páginas de notas, índices y bibliografía). No sólo a ellos, aclaremos, ya que leer a Calasso es algo que produce grandes alegrías poéticas: por su inteligencia prodigiosa, por su estilo clásico, por su ritmo, por su capacidad para contar bien las historias que se entrecruzan, por su arquitectura impecable. Alegrías que hubieran sido las mismas –o más, si eliminamos la suspicacia de la posible manipulación mercadotécnica– de haber salido en la colección gris de la misma editorial (la de Historia de Lince, de Lévi-Strauss, para entendernos, que quizás sea, bien pensado, más novela que El ardor).

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