Roger Bartra
La melancolía moderna
Pre-Textos, Valencia, 2019
92 páginas, 13.00 €
Me pregunto cuándo comenzó la melancolía. En los héroes homéricos hay tristeza, pero no ese humor negro, tan propio de la reflexión y de la intuición de que lo fundamental está perdido. ¿Había melancolía en los recolectores y cazadores del Neolítico? No lo sabemos, no hay noticias salvo de un puñado de utensilios y de huesos que, aunque hablan y cuentan cosas, no reflejan humores. Hay que remontarse a las imágenes y a la literatura para saber de la melancolía. Roger Bartra (México, 1942), quien ya ha dedicado notables ensayos sobre este estado del alma (cito sólo El duelo de los ángeles, 2004), nos ofrece en este pequeño libro una serie de calas en la melancolía moderna, que seguimos paso a paso en esta reseña.
Bartra explora las ficciones e imaginaciones de nuestro tiempo afectadas por los humores sombríos, que son propios de la melancolía. Observa que este ánimo ilumina los fragmentos con una luz saturnina (el tiempo), «que les da una apariencia de unidad». Bartra señala este dato muy pronto, otorgando a la melancolía un valor positivo, a pesar de lo mórbido de tal estado. Nuestro tiempo es propicio a la melancolía, es decir, un tiempo caracterizado por «un extraño capitalismo tardío». Tiene muchos nombres nuestro tiempo, postmoderno, líquido, neuronal, de la comunicación… Tal vez tenga muchos nombres, como en realidad los tienen todos los tiempos del pasado, aventuro, porque sólo para entendernos en primera instancia podemos pensar que el Barroco o el Romanticismo (esos periodos históricos), corresponden a lo que entendemos por tales nombres. Bartra trae a la palestra al filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han, que afirma que vivimos una época de violencia neuronal en la que ya no nos afecta el otro inmunológico, pues ya ha desaparecido la extrañeza de la otredad. Ha desaparecido la opacidad que oculta lo extraño. No cree Bartra que esto sea cierto, sino más bien que «estamos ante una sociedad fragmentada en la que conviven las violencias virales con las neuronales». Además, vivir en democracia supone hacerlo en un sistema abierto siempre sujeto a crisis y que no da respuesta a los grandes problemas que nos aquejan (afirma Bartra). Introduzco aquí un inciso: la democracia ya ha dado respuesta al menos a uno de los grandes problemas racionalizando la diversidad de criterios sobre lo común en una articulación relativizada y temporal de nuestras decisiones. Dicho sin pedantería: partidos políticos, elecciones libres y gobiernos de cuatro o cinco años. Pero, es cierto: esto no es una respuesta a preguntas no exentas de angustia como, por qué estoy aquí, qué es el hombre, cuál es el sentido de la vida… Es más, le agradecemos a la democracia que no lo pretenda. ¿Entonces?
Entonces, la melancolía. Hay que recurrir a una descripción de nuestro tiempo, por muy parcial que sea, y es más, mejor que haya muchas parciales que una, que ínfulas de totalidad. Esto también es una incursión mía. Vuelvo a Bartra, que dialoga con el filósofo Hans Ulrich Gumbrecht, quien habla de confluencias entre las culturas de la presencia y las culturas del significado. Él está a favor de los sentidos y la presencia (ambos van unidos), entre otras razones porque no se basan en una hermenéutica de la «deconstrucción», que exalta la profundidad, etétera. Vivimos en un tiempo de simultaneidades, o según Bartra citando a Ernst Bloch, en la simultaneidad de lo no simultáneo. Esto es algo que ya hicieron algunos artistas del siglo xx, haciendo confluir lo muy arcaico con lo muy nuevo, y así lo no-simultáneo, lo era: una nueva realidad.
Freud afirmaba que la pérdida del objeto amado produce cólera contra sí mismo y aquí radica la clave del surgimiento de la melancolía, una suerte de retracción de la libido por desaparición de su objeto. Bartra afirma, por el contrario, que desde el Renacimiento ciertas obras han buscado en la pérdida y su sufrimiento un «impulso necesario para la creación artística». La historia del arte desmiente la tesis de Freud, porque el doloroso trabajo de duelo puede «fortalecer el ego del artista y lo lleva a la creación de objetos de arte». Me quedo un poco con la boca abierta… ¿Acaso la melancolía sólo es propia de artistas y pensadores? No, por supuesto; es, como afirma el mismo Bartra, un mal muy extendido. ¿Entonces? ¿Hay dos tipos de melancolía o más bien formas diversas de responder o de expresarla y trascenderla?
«¿Hay algo dentro de la cabeza de un melancólico que un pintor pueda dibujar?», se pregunta Bartra, y yo caigo en un estado melancólico o incrédulo. Quizás quiera decir algo detectable con pruebas termodinámicas, de ondas, etcétera. Porque dentro, es decir, ni dentro ni fuera, sino en ella, en la cabeza, que a su vez incluye el cuerpo, sin desdeñar nuestro segundo cerebro que es el aparato digestivo, hay todo. Sólo que para que podamos saber de él tiene que manifestarse. Los pintores que han pitado la melancolía ha pintado lo que está dentro de la cabeza y que, inevitablemente, fluye, con lentitud, en la presencia de la persona. Bartra analiza en este punto, con finura, la María Magdalena melancólica (1621-1622) de Artemisia Gentileschi. Y también de Piranesi, porque en sus famosas Carceri se muestra ese interior de la cabeza, metafísico, propias de la acedía y la angustia humanas. Pasamos con Kierkegaard a la melancolía existencial. ¿Fue melancólico el filósofo danés o se inventó como tal en sus diarios? Sabemos que él achacó a la melancolía el que no se decidiera a aceptar su amor, enorme, por Regine, optando por la soledad. Vivió oprimido por el peso de la culpa. La melancolía lo llevó a ocultarse, y desde allí soportar el absurdo del mundo. Kierkegaard se convirtió al cristianismo, estudiar teología y mantenerse célibe. «En este sentido, afirma Bartra, la conversión significa la libertad de elegir una condición en la que ya no se puede ni escoger otra vía ni renunciar, Por ello vive sumido en la melancolía». Bien visto, pero aquí me pregunto si Freud no viene en nuestra ayuda, porque esa melancolía surgida de una conversión supone la pérdida tal vez de lo que más se quería (Regine). El filósofo converso fue, sin embargo, valiente con las contradicciones y al final de su vida apoyó a quienes se rebelaban contra el cristianismo, siempre que lo hicieran de una manera honesta y sencilla, es decir, que apostaba por la coherencia de lo íntimo, a pesar de todo.
En un momento de su La democracia en América, Tocqueville abordó el tema de la melancolía. No deja de ser sorprendente. El gran politólogo sufrió de este ánimo acuoso y oscuro a lo largo de su vida, al que a veces llamaba spleen, como hizo Baudelaire. La melancolía en la democracia la atribuía a que cuando las desigualdades son relativamente bajas, algo que suele ocurrir en las democracias, la más mínima desigualdad la hiere, y es la causa que observa de la especial melancolía frecuente en «los habitantes de las regiones democráticas en medio de la abundancia». Para este aristócrata, que escribió el mayor ensayo sobre la democracia, tampoco en ella se hallaba lo que más anhelaba su corazón, y lo confesó para sí mismo: «Amo con pasión a la libertad, la legalidad, el respeto de los derechos, pero no a la democracia». Vamos, lo contrario que Torra, el actual presidente de la Generalidad, que ama la democracia por encima de las leyes.
¿Y qué decir de Abraham Lincoln? Este hombre de acción era un melancólico, uno de los mayores. Nada más publicarse el poema El cuervo, de Poe, lo compró y lo llevó consigo en todas sus andanzas, releyéndolo siempre: otra vez «nunca más», podríamos decir.
Hay un malestar profundo en la modernidad, afirma Roger Bartra, y se expresa bajo el ánimo melancólico. ¿Somos más conscientes de lo perdido? ¿Nos ha ganado con la tecnología y la razón, la distancia y su ceremonia líquida? Bartra nos cita al gran William James, y su experiencia decisiva cuando en una época de crisis filosófica entró en un cuarto oscuro y le invadió el miedo a la propia existencia. Quizás podría Bartra haberlo relacionado con Antonio Machado, que relata una experiencia similar en su infancia, analizada recientemente por Juan Malpartida en su libro sobre Antonio Machado. Durante su crisis, James se enfrentó a lo siguiente: «El mantener un pensamiento porque yo lo decido cuando podría tener otros pensamientos», lo llevó a esta decisión: «Mi primer acto de voluntad libre será creer en la libre voluntad». Esto es la esencia del pragmatismo, que supone sostenernos sobre un «como sí». Es decir, que, afirma James, las creencias no se legitiman por su relación con la realidad, algo que —recuerdo por mi cuenta— ya lo advirtieron Hume y Kant. Por su parte, Bartra concluye que «la confluencia de la melancolía y el pragmatismo es uno de los rasgos característicos de la cultura moderna en Estados Unidos». Otro de los pintores analizados en este libro es Giorgio de Chirico —y sus espacios, donde el sujeto melancólico es una representación y su escenario, la ciudad vacía—. Más interesante me parece su comentario de Edward Hopper, ese pintor de la soledad y el fragmento (cada ser humano lo es en sus obras), cuya vida amorosa estuvo cerca de un ensimismamiento que cuando salía de sí lo hacía de forma sádica, según se vislumbra en los testimonios de su mujer, la pintora Jo Hopper, que fue su modelo perpetua. Ella dijo de él: «Era a veces exactamente como tirar una piedra en un pozo, salvo que no hace ruido al caer».
También Winston Churchill fue melancólico, y llamaba, como Samuel Johnson, a este estado de ánimo su «perro negro». Bien es sabido que a ese perro trataba de emborracharlo todos los días con varios litros de alcohol. Y sí, por último, Samuel Beckett, el escritor más despojado del siglo xx. Sufrió una depresión profunda, y expresó en sus obras la destrucción de cualquier acto coherente. Y le dieron el premio Nobel de Literatura, algo que su esposa calificó de catástrofe. Bartra termina sus pequeñas escenas de la melancolía moderna sin conclusiones, y nosotros le somos fieles. Continuará.