Fue hace días, a fines de septiembre de este segundo año malo de pandemia. Mientras escribía me sentí de pronto en una de esas corredoras estáticas, incapaz de llegar a ninguna parte. Tengo asumido que los ritmos de la escritura son impredecibles y que los hallazgos más perdurables demoran en llegar, pero aun así la sensación me inquietó. Para aterrizarla decidí constatar cuánto había escrito digamos desde que empezó a hablarse de un virus que andaba suelto por ahí. Supe entonces que en esos cerca de dos años, dedicados casi exclusivamente a la escritura, solo había terminado siete textos breves, lo que equivalía a uno cada tres meses. La cifra en sí misma me preocupó menos que el hecho de que todos ellos hubieran sido escritos a pedido, la mayoría con honorarios de por medio, y de que giraran en torno a la ficción pero no la ofrecieran.
Han sido años difíciles, me consoló R cuando la puse al tanto por la noche, y mencionó no solo la pandemia sino también mi divorcio y la ausencia de un lugar propio, el inicio de nuestra relación y la incertidumbre laboral, la muerte de su papá. Todo eso junto, dijo, sin duda me había pasado una factura. Me recordó además la novela y el guion en los que venía trabajando. A la novela había renunciado poco antes tras un año y medio de abordajes sucesivos, el guion lo estaba haciendo a cuatro manos junto a M y llevábamos acumulados cientos de horas de conversación pero ni una sola línea. ¿Esos esfuerzos eran menos inútiles y más necesarios de lo que parecían, como venía creyendo? ¿O así justificaba nada más un silencio demasiado cómodo, un silencio que destruían a la fuerza quienes se tomaban más en serio el asunto?
Ante la pregunta de cuánto demoraron en terminar tal guion o tal libro, oí varias veces los dos últimos años… más los cincuenta que vinieron antes o siete meses… y treintaiún años. Ricardo Piglia cifra el asunto recordando esta historia que a su vez narraba Ítalo Calvino: «Entre sus muchas virtudes, Chuang Tzu tenía la de ser diestro en el dibujo. El rey le pidió que dibujara un cangrejo. Chuang Tzu respondió que necesitaba cinco años y una casa con doce servidores. Pasaron cinco años y el dibujo aún no estaba empezado. “Necesito otros cinco años”, dijo Chuang Tzu. El rey se los concedió. Trascurrieron diez años, Chuang Tzu tomó el pincel y en un instante, con un solo gesto, dibujó un cangrejo, el cangrejo más perfecto que jamás se hubiera visto». Son varias las preocupaciones que evidencia la parábola: ¿dibujar ese cangrejo le tomó a Chuang Tzu un instante o la década que lo precedió? Y si se hubiera forzado desde el primer día, si hubiera dibujado mil cangrejos, ¿alguno habría sido aún más perfecto? Por otra parte, sin el sustento del rey, en condiciones materiales más reales y desafiantes, ¿habría estado menos o más urgido por terminar el dibujo? ¿Y hubiera llegado a uno idéntico en otras circunstancias, o fueron las circunstancias las que lo determinaron? Sigue Piglia: «el relato se pregunta si la espera (que dura años) forma o no parte de la obra. Como el relato trata sobre un artista, su núcleo básico es el tiempo y las condiciones materiales de trabajo: en este sentido el cuento es un tratado sobre la economía del arte». Lo que hace más difícil de discernir el funcionamiento de esa economía es que las variables no sean medibles. Los mil dibujos que hubiera podido hacer Chuang Tzu a lo largo de la década de espera no necesariamente habrían garantizado un resultado superior, ¿o sí lo hubieran hecho? Desmenuzar los dibujos de otros, observar la vida con sensibilidad y rigor, atestiguar a los demás y caminar sin tregua, usar la espera en tareas diferentes, distraerse nada más, ¿al fin son tan importantes como hacer un esbozo tras otro? ¿O, de nuevo, solo son la excusa de los que hacen bastante menos de lo que podrían?
Dos posicionamientos posibles se desprenden de esta encrucijada en torno a la productividad, uno orientado hacia los resultados (y en esa vertiente estarían quienes se obligan a escribir mil o dos mil palabras diarias, quienes se obligan a publicar un nuevo libro cada par de años) y otro orientado hacia el proceso mismo (y en esa vertiente estarían quienes consideran que lo importante es encontrar la manera de invertir al menos unas horas al día en la escritura o su espera o su indagación, aunque salgan de ahí sin un solo párrafo hecho). Me pregunto si en principio pertenecemos siempre al segundo grupo y si eso que llaman la profesionalización del oficio consiste en dar un salto al primer grupo, pero entiendo que es una suposición problemática que le restaría seriedad a los que no pueden o no quieren dar ese salto. En última instancia es posible que el asunto ni siquiera tenga que ver con la convicción o la testarudez o el talento, ni con las horas de vuelo acumuladas. Más allá de esas coordenadas, quizá simplemente unos necesitan que eso que escriben crezca en silencio durante meses o años antes de lograr verlo bien, mientras a otros los instigue la urgencia de lo inmediato. Pero ninguna delimitación definiría el valor de los textos que proliferan en esos jardines aledaños. Visto así, por supuesto, al fin no debería importar lo que sucedió tras bambalinas ni cuánto demoró Chuang Tzu en dibujar ese bello cangrejo. Diez años o un instante, después de mil versiones o tras una sola: lo crucial es que el dibujo sea parte de este mundo.
Si más o menos siempre lo pensé en esos términos, ¿de dónde salió la inquietud de hace días? A estas alturas del texto, en la dirección opuesta, termino asumiéndome más bien, con alivio y orgullo incluso, como ese corredor estático que no se desespera por no llegar a ningún lugar. En la premura de estos tiempos, en los que quienes escribimos padecemos más que nunca las miserias del mercado y las exigencias de visibilidad que giran a su alrededor, es fácil olvidar que en el meollo de todo debe seguir estando la necesidad y que parte del aprendizaje de la escritura es entender la respiración propia, los agujeros de uno mismo. También es fácil olvidar que el tartamudeo y la mudez pueden enseñarnos a mirar las palabras más atentamente y que hay temporadas en las que la vida se agita y se vuelve bulliciosa y que al final la literatura no solo se enfrenta al tiempo sino que está hecha de él.
Septiembre no se acaba todavía. Termino de escribir esto sin ningún pedido de por medio, sin recibir un solo peso a cambio. Hay un ventanal enfrente (más allá los árboles se mecen contra el viento) y sorbo de a poco el té de menta que preparé hace un rato. Es un momento extraño y feliz.