Luis Hernández
Vox Horrísona
Esto no es Berlín Ediciones
352 páginas
POR DIEGO VALVERDE VILLENA

¿Han visto alguna vez el cuaderno de un naturalista? Es un álbum variopinto en el que se mezclan apuntes, dibujos, planos, signos cifrados, estenografías y bocetos. Nos muestran el mundo que describen; nos muestran también a la persona que observa y anota.

Vox Horrísona es un gran cuaderno de naturalista. Un cuaderno que surge de un pecio, de un rescate. Asombra pensar en las peripecias que han pasado estos poemas para llegar hasta nosotros. Tras haber publicado sus primeros libros en La Rama Florida, la legendaria empresa poética de Javier Sologuren, Luis Hernández decide apartarse del camino habitual de la publicación. Escribe –rescribe, revisa, relee, retuerce, reubica– sus poemas y versiones en unos cuadernos en los que alterna pluma, bolígrafo, rotuladores e incluso recortes que pega en las páginas. Y, cuando termina cada cuaderno, lo regala. Y no sólo a amigos: también al conductor del bus, a un transeúnte cualquiera, a un policía, al mecánico que arregla su coche. Incluso abandona alguno en una cabina telefónica y sale corriendo cuando se lo quieren devolver. Hernández crea piezas únicas, irrepetibles, y las abandona a su suerte, para que sobrevivan por sí mismas, para que busquen solas a su destinatario.

La primera edición de Vox Horrísona (Lima, 1978) nace del empeño de Nicolás Yerovi por recuperar los cuadernos desperdigados. Reúne 28. Irán surgiendo más: tras la publicación del libro, Yerovi recibirá otros 26 de diversas procedencias –esta edición reúne los poemas de los cuadernos transcritos, los tres libros editados en vida y traducciones y poemas sueltos publicados en revistas–. Aún siguen apareciendo nuevos cuadernos.

Todo confluye allí: sus inspiraciones, sus lecturas, sus traducciones, sus bosquejos. Escribe en sus cuadernos los nombres de sus ídolos para que tutelen sus poemas, como filacterias literarias: Ezra Pound, Juan Ramón Jiménez, Rilke, Shelley, Byron, Keats. Y repite sus versos como mantras, hasta hacerlos suyos, hasta que se entretejen con los suyos y los van alumbrando.

Allí aparecen los variados intereses de Luis Hernández: la Astronomía que lo fascinó a los ocho años, en esos meses de convalecencia por la pleuresía; las muchas lenguas; las radionovelas que oía de niño con la empleada; Cat Stevens junto a Richard Strauss; la mitología; los paseos por la playa, las cervezas en bares con aserrín; el cine; el humor travieso que junta el laurel de Apolo con el de los tallarines; y la música, la música llenándolo e impregnándolo todo, la música que «me apasiona, no me entretiene».

En sus cuadernos está plasmada su poética: ese entender la poesía como una obra múltiple e inacabable. Hernández decía que los poemas no tenían principio ni fin, que toda obra debía ser un continuum. Tomaba un verso de Keats, le daba la vuelta, lo miraba en el microscopio –como su colega Gottfried Benn–, lo partía y lo reconstruía y después lo hacía renacer disponiendo las células a su modo.

El naturalista Hernández injerta a los clásicos en sus propios versos generando nuevos sentidos. Vida y literatura son vasos comunicantes: hay una mezcla, un trasvase constante entre lo percibido y lo creado. Un único río fecundo.

Lucho Hernández confía en el azar lector y reparte sus cuadernos como cartas que se pueden barajar de muchos modos. Le habría de gustar que el lector abriera el libro por cualquier página y leyera de un modo y, al día siguiente, cambiara el orden y leyera desde otra perspectiva. Que jugara libremente con los poemas, piezas de un rompecabezas cambiante.

Son los cuadernos escolares de un niño, en los que va haciendo su tarea. Pero para esa tarea no hay pautas ni respuestas dadas. Está creando un nuevo modo de hacer poesía, cartografiando el territorio que va descubriendo cada día: su mundo propio. Una poesía paralela a su poética vida, donde libros y música son las claves que justifican los solitarios actos del poeta, que lo redimen de su impecable soledad.

Vox Horrísona es el libro de la vida de Luis Hernández. Fragmentario, confuso, asombrosamente rico. Un juego de la oca lleno de pasadizos, de espejos, de repeticiones y encuentros, de caminos que nos llevan de nuevo a la salida o a un lugar inesperado. Un laberinto soñado por un niño. Qué laberinto / Y qué amor / Es la poesía.