Eduardo Chirinos
Siete días para la eternidad
(Homenaje a Odysseas Elytis)
Librería Sur, Lima, 2015
98 páginas, 10.00€
POR MARTÍN RODRÍGUEZ-GAONA

En Siete días para la eternidad Eduardo Chirinos contempla las posibilidades contemporáneas de una narración mítica. Y lo hace a través de un relato hermético, fragmentario y elíptico, que se inicia con algo parecido a un sacrificio o una revelación («Domingo arroja claridad sobre la piel del becerro. Amenaza convertirla en atril, convertirla en facistol»). Suceso mágico o milagroso que acontece el día de descanso en el que se celebra al Creador. Así, de una manera altamente simbólica, este poeta infatigable resume su particular visión sobre la creación del mundo, amparando su propuesta en otra versión previa, la que el griego Odysseas Elytis hiciera a partir del texto bíblico:

«DOMINGO

De mañana, en el Templo del Moscóforo. Digo: vuélvase verdadera como un árbol la hermosa Mirto; y que su cordero, mirando derechamente por un momento en los ojos de mi asesino, castigue al más amargo porvenir.»

 

Poetas de distintas geografías, idiomas y tradiciones unidos por un impulso cosmogónico, desproporcionado, abiertamente imposible o monstruoso, que los hace afrontar un episodio fundacional de la tradición occidental evocándolo con sutileza como una metáfora de la creatividad humana. De este modo, la desmesura del impulso artístico queda atenuada por la propia palabra, modesta pero siempre plena, cabal en sus resonancias íntimas.

Esta confianza en la poesía, concebida no sólo como un lenguaje autónomo sino también autogenésico y colectivo, permite a Eduardo Chirinos explorar nuevamente una mitología personal, minimalista (que evita abiertas pretensiones ontológicas o fundacionales), en una línea de trabajo que se consolida en su obra desde inicios del nuevo siglo con Abecedario del agua. Por consiguiente, los textos en prosa de Siete días para la eternidad, densos e intensos, a la manera de fragmentos o notas a pie de página, fluyen con un aliento misteriosamente natural. Y a pesar de la aparente autonomía y espontaneidad de los mismos, dichos apuntes están firmemente engarzados, exhibiendo una sólida unidad que plantea una reflexión que es posible sólo desde el interior del lenguaje:

«DOMINGO

Miro con cautela el ojo del animal, el ojo del becerro que porta la estatua. Es domingo y estoy en el templo del Moscóforo. Nadie hay en el Templo. Sólo la estatua camina desnuda entre olivos milenarios y mudos. El ojo del becerro pestañea con fulgor. Sé que le falta una oreja, que su mugido somnoliento quiere decirme algo».

 

Chirinos reelabora a Elytis, entonces, para desplegar una propuesta a la vez programática e intuitiva. La anécdota mítica, los siete días de la creación del mundo, sirve al poeta como estructura y motivo desde el que realiza variaciones que son paráfrasis, ampliaciones y breves comentarios, que tanto confirman como contradicen al maestro griego. Este tipo de reescritura culturalista es una constante en la obra del poeta peruano y está anunciada desde su primer libro, sea en un personaje como Horacio Morell o a través de las resonancias épicas y reflexivas de su voz poética. Un registro que se ha ido adaptando y mutando con la biografía del autor, que en sus últimos libros muestra una predilección, sea en verso o en prosa, tanto por un tono menor como por la ya señalada escritura en serie. Una estrategia a la cual el poeta se entrega con devoción ritual o sacerdotal, por la que la reiteración obsesiva se abre hacia la meditación, la cual otorga, finalmente, destellos de sentido que cumplen una función catártica, conciliadora (a la manera de una letanía o de música serialista).

De este modo Siete días para la eternidad propone un ejercicio de lectura que es asimismo un desafío, una mini Rayuela, en la que además de Elytis están también Neruda (el poeta prolífico por excelencia en lengua castellana), el segundo Eliot (el de la reflexión filosófica), Vallejo y Eguren (unidos por Pitágoras) y el poeta renacentista español Hernando de Acuña. Es decir, un compendio mínimo de cierta tradición occidental periférica, invocado por medio de la escritura alrededor del mencionado leitmotiv (Elytis, el homenaje al cristianismo y a la tradición clásica y, finalmente, a todos los poetas como fundadores de mitos).

No obstante, pese al virtuoso sincretismo, podría ser legítimo preguntar cuál es el propósito que lleva a Chirinos a este sucinto y a la vez abismal despliegue. Y aunque la propia voluntad artística parezca una respuesta obvia, otras implicaciones asoman rotundas y punzantes: ante nuestra fragilidad frente al tiempo, ante la violencia de la propia vida, la sensibilidad contemporánea desalienta toda inclinación hacia la fábula o la religión.

Mas esta evidencia que asumimos diariamente casi de forma automática se afronta de manera distinta desde la conciencia del fin: el becerro expiatorio nos mira anunciándonos lo que no queremos reconocer, aquello que ignoramos despreciando las innumerables y constantes pruebas de nuestro agotamiento, sea como individuos o como especie:

«Hoy es sábado y debería descansar. La luz baña el dorado mecanismo de una grúa (nada ante mí se vuelve alegoría). Miro la calle desierta de esponsales y exequias.»

 

Tras la superación histórica del Romanticismo, el poeta está condenado a una exploración del misterio desde su ineludible condición efímera. Una operación en la que, pese a todo, se insiste en la correspondencia que surge entre sujeto y objeto a través de la imaginación o del conocimiento directo del dolor. El más allá que abre la poesía implica, por lo tanto, una transfiguración, un instante distinto que permite intuir un sentido transmutado y trascendente (reducido, en ocasiones, a una representación, a un ritual sin convicción). La alternativa que sugiere el poeta, con sutileza y pudor, propone invocar y encomendarse a Mercurio, el viajero, la divinidad del misterio y la transformación, o a Venus, diosa «que incendia y adormece el mundo».

En otras palabras, Eduardo Chirinos en Siete días para la eternidad postula una escritura entre el descreimiento y la esperanza, propia de una época cuyo sistema de valores y creencias deslegitima cualquier anhelo de permanencia. Siempre será difícil ejercer los poderes de la imaginación que transforman mágicamente la realidad y, si aquel es su destino, el poeta de nuestro tiempo deberá acostumbrarse a vivir en un autoengaño: «Tendré que conformarme con pájaros que parecen ángeles. Con ángeles que parecen pájaros».

Más allá de la dimensión simbólica y las referencias culturalistas, la poesía de Chirinos señala, además, que cualquier lectura supone un proceso en el que tienen igual importancia la memoria y el olvido. Es decir, la palabra poética brinda un registro de la experiencia humana en su conjunto, en todos sus matices, dibujando el rostro unificado del secreto. Al no ser ésta una facultad que defina sólo a un individuo, todo poema es una recreación de muchos otros anteriores.

Quizá allí radique el secreto de una sacralidad posible, viable para un tiempo de descreimiento. La lectura de Siete días para la eternidad nos brinda una variación y una depuración de la personalísima escritura impersonal de Eduardo Chirinos que, sin alardes o grandilocuencias, se acerca cada vez más a lo esencial.