Manuel Alberca
La máscara o la vida. De la autoficción a la antificción
Málaga, Pálido Fuego, 2017
354 páginas, 19.90 €
POR IÑIGO AMO

 

Tiene Manuel Alberca la habilidad de desbordar las expectativas de sus lectores con cada obra nueva. Es, y en esto coincidirán fieles y detractores, un autor original con una voz honesta y bien labrada, que huye de los burladeros y busca la arena. Así hizo con Valle (Alberca, 2015) cuando —por poner sólo un ejemplo— se inmiscuyó en el territorio impúdico de sus dineros, para ofrecernos una perspectiva material imprescindible para entender a don Ramón. Y así afrontó también El pacto ambiguo, cuyo éxito fue en ocasiones mal leído como una defensa de la autoficción, otras, desaprovechado (qué fue de aquel regalo teórico de su taxonomía), las más, aplaudido como un referente teórico ineludible en la tormenta de nieve que envuelve lo biográfico. Posee, además, el raro don entre los teóricos de convertir lo abstruso en nítido, de no olvidar a su lector, al que respeta e invita a acompañarlo al alféizar de su ventana incierta como un francotirador certero pero apacible. Incierta, sí, porque en esta ocasión, si algo se le puede reprochar, o agradecer, según se mire, es la duda acerca de quién escribe: si el Alberca lector o el Alberca crítico.

De antemano, nos advierte que La máscara o la vida no es una secuela de El pacto ambiguo, aunque para los lectores del ensayo de 2007 es inevitable establecer paralelismos. Este ejercicio comparativo permite desentrañar la profundidad del giro metodológico acerca de la dimensión ética, íntima, literaria y también sociocultural que marca el recorrido de la autobiografía española. Y, si hablamos de lo ético, el antagonista, como veremos, no es la ficción, y menos aún la literariedad.

Más allá de esta precisión, que ilustra la valentía de los raros autores que se cuestionan permanentemente, se reconducen y superan, La máscara o la vida funciona como un texto autónomo en la medida en que su objeto de estudio reorienta la perspectiva del autor y amplía el campo de batalla.

La mira apunta ahora al corazón del discurso autobiográfico, en cuyo seno resitúa la autoficción sin ambages. En El pacto ambiguo, Alberca conjeturaba acerca del futuro de ésta, anunciando ya la intuición de su carácter anciliar con la autobiografía. No obstante, es cierto también que entornaba la puerta a la emergencia de un nuevo género narrativo. El mero hecho de haber cartografiado aquel fenómeno es razón suficiente.

Pero los géneros narrativos son realidades temporales que emergen, desaparecen o se transmutan. Y, en el caso de la autoficción, podría decirse que ha emprendido de forma definitiva un camino de vuelta a casa. Es significativo cómo Alberca no dedica ya tiempo a lo que en aquel libro de 2007 denominaba «autoficción fantástica»: aquella península insólita que habitaban propuestas radicales como la de César Aira (Cómo me hice monja).

Ahora bien, El pacto ambiguo apuntaba casi únicamente a la batalla reciente, a partir de 1975, cuando en pocos años el número de ejemplos autobiográficos había superado el registrado en toda la historia literaria española, justamente, el año en el que Philippe Lejeune publicaba Le Pacte Autobiographique. Fils, de Doubrovsky, se publica en 1977, y su celebérrima contraportada hacía la puesta de largo de la autoficción.

El nacimiento casi novelesco del género es ya un lugar común en los libros y artículos sobre autoficción. Una casilla ciega en un cuadro cartesiano de Le Pacte Autobiographique (¿puede el protagonista de una novela tener el mismo nombre que su autor?); la contraportada de Fils, que acuña el término como «ficción sobre hechos estrictamente reales»; el posterior entusiasmo de crítica, creación y público que acuna y alimenta con fervor a una criatura posmoderna que nace casi adulta y con la mesa teórica puesta. Pasados los años y las páginas de y sobre autoficción, no faltan propuestas para un final acorde a su periplo bizantino, a partir del estudio del manuscrito que dio origen a Fils: «Si escribo en mi coche mi autobiografía, será mi autoficción» (Grell, 2007).

En el fragor de la batalla y el parto extemporáneo, se intercambian las salvas de Colonna, Gasparini, Genette, Schmitt, el propio Alberca y tantos otros. Se proponen nuevos caminos, se reformulan definiciones y se trata de imponer, sin éxito, nuevos términos como «autonarración». La crítica, como explica Alberca, acaricia por momentos la idea de dirigir el fenómeno mientras Lejeune guardaba un elocuente silencio.

Pero ahora, a través de su ventana, el campo de batalla se ofrece calmo por un momento. La cantera francesa de la autoficción hace unos años que da muestras de un doble agotamiento literario y teórico. En España, algunos autores de autoficciones han cambiado también el rumbo en sus últimas obras. Es el momento de volverse y otear por la otra ventana. Quedan todavía unas horas, todas las horas, la hora de la verdad. Garabatea algo en una cuartilla, «La autoficción es la enfermedad infantil de la autobiografía»; «Es peligroso asomarse al exterior»; «Por la autobiografía», añade a sus apuntes. Asoma la mitad de su cuerpo por la ventana, respira y mira. «El coraje de escribir la verdad», anota. Y ve. Esa parte del campo apenas transitada, el otro lado de la línea de fuego, por donde empiezan a aparecer algunas huellas sobre la nieve.

No hay crítica más dolorosa que la de los tuyos ni furia más efectiva que la del converso. No, no hablamos de Alberca. Ni de su manera de disparar —recordemos su disposición apacible, acodado en aquella ventana indeterminada, apuntando al lector nuevos objetivos—. Se trata, más bien, de la munición. Hacía falta —y esto es algo que Alberca no reconoce abiertamente— un buen neologismo, un buen proyectil, una bala, «antificción», que Alberca toma prestada de la paciente y laboriosa orfebrería de Lejeune. Si el combate de la autoficción se entendía, en gran medida, a partir de la mercadotecnia editorial, cierta ansiedad teórica y el rechazo atávico a la autobiografía de los autores, lo era también por el efectismo de aquel neologismo, que funcionó casi como un eslogan. El proyectil bien moldeado de la antificción (No ficción, escribe hoy Verdú; «No más novelas», dice Landero) posee unos efectos similares a aquel otro neologismo concentrado y desconcertante de la autoficción. Con una ventaja: ahora no hay promesas, prescripciones ni trampantojos, sólo la visión cercana de la recomposición de filas de una autobiografía, a unos pocos metros del lugar donde Alberca sigue apostado contemplando a esa otra criatura que, recordémoslo, no es tan antigua. Qué es la ampliación del término en Alberca sino un bautismo posmoderno de la autobiografía. ¿Era demasiado pesada la metralla parasintética de lo auto-bio-gráfico? Bien, pues aquí lo tenemos. Un solo proyectil derivado: antificción.

Así que Alberca, desarrollando una idea ya expuesta en El pacto ambiguo, detalla no sólo la lucha entre el flujo y reflujo del yo desde la explosión autobiográfica de la Transición. Traza ahora, asimismo, lo previo y lo futuro, cuando la ficción en tiempos de crisis salva su agotamiento recurriendo a la autobiografía. Más allá del xvi y la irrupción de la novela del yo con el Lazarillo y la picaresca —o incluso antes, con Hita y su plausible autoficción avant la lettre—, es aquel 98 el que comienza a dar ejemplos palmarios de la intuición.

Son los capítulos centrales una de las partes más jugosas del libro, de las que el lector atento podrá extraer no sólo la génesis de las aporías futuras de una autoficción nonata, sino también el germen de evolución estructural del periplo autobiográfico hispánico y las dificultades, cuando no el malestar, que deparó a sus autores este ámbito exigente.

La primera parte de esta panorámica crítica se articula por autores: Unamuno, Azorín, Baroja y Valle. La segunda se organiza según los criterios temáticos y geográficos de las sombras de 1939: el exilio y el interior; Barcelona y Madrid; la religión o los testimonios íntimos sobre la sexualidad o la evolución política. Entremedias, Azorín y Baroja reaparecen en este capítulo para corroborar con sus silencios acerca de la guerra la refutación de los tópicos de la escasez autobiográfica hispánica. Tópicos que para nuestro autor tienen más que ver con el peso del ojo público y el poder que con un presunto carácter nacional, como explica en extenso en el primer capítulo. Las cien páginas justas del tercer bloque de autobiografías se corresponden con la explosión autobiográfica posterior a 1975 en las que Alberca repasa algunos de los autores que constituyeron el nudo del inventario que había ilustrado la autoficción española como Vicent o Marías y añade otros más plenamente comprometidos con la innovación autobiográfica como Juan Goytisolo. Añadiduras, expansiones y eliminaciones de un territorio revisitado en el que desaparace ahora la distancia y curiosidad de taxónomo con la que se acercó por vez primera al universo ambiguo de la autoficción. Su nueva apuesta de método reivindica el riesgo que supone escribir autobiografías hoy, subrayando el regalo que ofrece al lector el compromiso ético de tratar de decir la verdad entre la impudicia y el exhibicionismo de nuestros días. Aunque la verdad sea sólo la máscara, como apunta Lejeune, que fija el verdadero rostro.

Ahora bien, el pacto de lectura autobiográfico no concierne únicamente al autor y su identidad con el narrador y el personaje. El compromiso de veracidad tampoco agota el contrato. La verdad autobiográfica está sometida, además, a una reconstrucción permanente donde la voluntad desafía a la verdad inasible de la vida. Ni siquiera la propia capacidad del autor para establecer un «diálogo de cercanía y complicidad» es suficiente. Para cerrar el círculo Alberca reivindica el acto de lectura como una aventura intelectual proteica que va más allá de la identificación de la fórmulas de escape, el contraste biográfico y el paratexto. Un proceso en el que se pone en juego no sólo la competencia hermenéutica del lector, sino también su capacidad de «empatía y comprensión del prójimo» y, en último término, sus destrezas para enfrentarse al vértigo del espejo y leer, a través del otro, su propia vida.

La autobiografía como simple recuento se descarta y, en la misma medida, el recurso a los modelos adocenados, donde ya hay que incluir las fórmulas estereotipadas de la autoficción. Ahora la autobiografía busca su encaje natural en el campo de batalla de la literatura, expandiendo el campo de batalla más allá de antiguos cálculos: «Cada experiencia humana debería tener una forma de relato original». Es precisamente por eso por lo que Alberca parte de las cuatro novelas de 1902, descartando, para este borrador de futuro, los proyectos precursores de Zorrilla y Sawa, y finaliza con el comentario de seis ejemplos autobiográficos del siglo xxi, alumbrados, probablemente, por los reflejos de aquella luz de estrella muerta a la que nos referíamos antes. Las antificciones (autobiografías) de Verdú, Sanz, Giralt Torrente, Argullol, Landero, Martín coinciden en su rechazo de un narcisismo estéril, del balance último y también del exhibicionismo y desplazan los fundamentos semánticos de la autobiografía hacia un nuevo ámbito, fragmentario, de «autobiografía permanente», que lucha por la redemarcación de su estatuto literario.

Nos encontramos, en definitiva, ante un libro que, como aquel de 2007, no sólo pasará a ser una referencia obligada en el ámbito teórico, sino una guía ineludible para los lectores de la nueva hora de la autobiografía hispánica. Es el momento de limpiar el fusil, encajarlo cuidadosamente en su funda y volver a contemplar las huellas que van poblando la nieve.

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