POR  GIOCONDA BELLI

Hacia el final de los Cuatro Cuartetos, en «Little Gidding» T.S. Eliot escribe: «Nunca cesaremos de explorar/y el final de todas nuestras exploraciones/será llegar al lugar de donde partimos/y conocerlo por primera vez».

Vuelvo a España y este tiempo de comienzo de una nueva vida que alcanzará dentro de la vida que hasta ahora conocí, tiene el sabor del regreso. Me hice adolescente en España. Mi madre, que era una deliciosa snob, decidió que Europa era un mejor lugar para educarme que mi Nicaragua natal. 

Yo tenía catorce años cuando, luego de un periplo para culturizarme por varios países europeos y sus respectivos museos, ella me depositó en el Real Colegio de Santa Isabel, calle Santa Isabel 46, la calle donde ahora se encuentra el Museo Reina Sofia. El colegio, regentado por la orden de las monjas de La Asunción, era un edificio gris sin adornos. Decían las monjas que el edificio había sido donado por la Reina Mercedes a la congregación. Las religiosas me eran familiares. Conocía el hábito morado, el tocado blanco que sólo dejaba ver el rostro, el velo de un blanco que quería ser amarillo, el ruido pedregoso del largo rosario con sus cuentas de olivo a la cintura. Desde niña había sido alumna del Colegio de La Asunción en Managua. 

Recuerdo la llegada: la enorme puerta de madera y herrajes, la puerta más pequeña por donde se entraba y que al cerrarse sonaba su aislamiento con un eco que retumbaba mientras uno avanzaba por un pasillo de azulejos hasta el parloir adusto, de piso y paredes de madera, con muebles tapizados rojo vino. Allí, sonriente, nos recibió la madre superiora, para darme la bienvenida al internado donde yo viviría los dos años siguientes. Mi estoica madre, a la que rara vez vi llorar, se despidió, sin llanto, trazándome en la frente la pequeña cruz que me hacía por las noches antes de irme a dormir. 

España era entonces tan lúgubre como los pasillos grises de cemento del colegio. Era el final de los años sesenta y a Franco sólo lo tocaba la sutil broma del periódico cuando el meteorólogo anunciaba «que un fresco general soplaba sobre Galicia». Aunque yo llegaba de un país también regido por un tirano y su familia, el paisaje tropical, el verdor intenso, las lluvias torrenciales de la estación lluviosa, no permitían que el aire de la dictadura, como lograba hacerlo en España, ensombreciera la atmósfera, las calles y los ánimos. En ese entonces, el vecindario del colegio en la Calle Santa Isabel se componía de un edificio que recuerdo albergaba la morgue, y que no sé a ciencia cierta si era un hospital también. Había una iglesia con un claustro de monjas de clausura que, a la hora de la comunión aparecían detrás de una pequeña ventana enrejada en una de las paredes cerca del altar, para recibir la hostia y cuyos rostros me causaban una conmoción interior de sólo imaginar cómo serían sus vidas fuera de la vida. 

Subiendo hacia Antón Martín en las salidas del domingo, recuerdo papelerías fascinantes para mí, y la pastelería que era visita obligada para retornar al encierro de la semana al menos con un sabor dulce en la boca. No recuerdo otro tiempo más solitario que aquel que pasé en mi primer año de internado donde me sentí foránea entre las alegres muchachas que volvían cada día a sus casas, el seseo del castellano, y el primer invierno frío de mi vida. Sufrí de terribles insomnios y creo que fue entonces donde, sin saberlo aún, descubrí que escribir podía sacarme de aquella sensación de soledad. A la hora del estudio por la noche, que las monjas llamaban «el gran silencio» porque para ellas, después de las ocho o así, les era prohibido hablar, yo estudiaba y hacía tareas, pero luego sacaba el papel aéreo crujiente y escribía cartas larguísimas a mis padres, amigas y a un noviecito del que mis padres no aprobaban por razones inescrutables. Escribía de mi aire interior, mis lecturas y me mostraba ante mi amor adolescente como un personaje fascinante, una dama medieval encerrada, viendo el mundo desde una almena lejana. 

Creo que fue el día que caminé por la Castellana y me percaté de la cercanía del Museo del Prado al que podía entrar libremente, cuando descubrí un oficio para mis domingos. Iba allí casi todos. Lo recorrí varias veces de arriba abajo y las grandes pinturas, los Velásquez, los Goya, el Greco, los holandeses me enseñaron la historia del arte igual que la mejor maestra que tuve en esos años, pequeña, menuda, y apasionada, que daba contexto a mis exploraciones.

Ahora vuelvo a Madrid donde me ha puesto una curva inesperada de mi existencia. Ya no veo las señoras enlutadas, el aire y el sol tienen otra calidad. A pesar de la pandemia, Madrid es una ciudad alegre y transgresora, una ciudad que me acoge y donde gozo de amigos solidarios, sabios y divertidos. No pasa el tiempo en vano. Conoceré España otra vez por primera vez, como dice Eliot. Yo también cambiaré, me adaptaré al exilio. Sé que siempre la escritura, como entonces, me salvará. 

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