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Sheila Fitzpatrick
El equipo de Stalin. Los años más peligrosos de la Rusia soviética, de Lenin a Jrushchov
Traducción de Gonzalo García
Crítica, Barcelona, 2016
512 páginas, 26.90 € (ebook 12.99 €)
POR JOSÉ ANTONIO GARCÍA SIMÓN

«El primer deber del historiador es intentar que la realidad tenga sentido, lo que exige criterios distintos a los de la fiscalía o la defensa», reza Sheila Fitzpatrick en la introducción de su libro El equipo de Stalin. Acotar, pues, el juicio moral, privilegiando el análisis político —o, dicho de otro modo, sacar los hechos del limbo teológico y resituarlos en la contingencia histórica—. Éste es el reto que se plantea la historiadora australiana al devolver la figura de Stalin (encarnación del mal en el siglo pasado) al fragor de la vida política.

Un desafío que se plantea en dos planos. El primero, que aparece por intermitencias y sustenta la coherencia del conjunto, atiene a la figura misma del georgiano. Trotski acuñó de éste una imagen que duró décadas: personaje secundario, simple criatura de la maquinaria del partido —fue justamente su escasa dimensión política el factor determinante en su ascenso a la cima del poder soviético, aupado por la burocracia—. Error de apreciación en el que no sólo incurriría Trotski, sino el resto de sus contrincantes en la dura lucha de facciones que siguiera a la muerte de Lenin. Lejos de encallarse en la formación intelectual deficiente que lo caracterizó en su juventud, Stalin mostró siempre un extraordinario afán de superación: «Se ha calculado que leía por norma quinientas páginas al día, sobre historia, sociología, economía, literatura rusa (clásica y contemporánea) y también asuntos de actualidad. Seguía la prensa en ruso (tanto la local como la de los emigrados) e hizo traducir publicaciones importantes de lenguas europeas. Acudía a menudo a la ópera y al teatro». Aunque no procediera de la élite intelectual cosmopolita y políglota, como Lenin o Trotski, sí conjugaba inteligencia y cultura. Y, además, según sus allegados, talento, iniciativa y claridad de miras.

El otro plano de esta actualización de la figura del padre de los pueblos lo constituye el objeto explícito del libro: desmontar el mito del dictador todopoderoso. «Durante mucho tiempo, los estudios sobre Stalin se centraron en el hombre solitario, haciendo hincapié en su carisma, en el culto a su figura y en su omnipotencia», pero, con la apertura de los archivos en la década de 1990, salen a relucir mecanismos antes desconocidos de la política bajo el estalinismo. Y entre ellos destaca el «equipo de Stalin». A diferencia de Hitler y Mussolini, el mandatario soviético gobernaba con el respaldo «de un grupo de figuras poderosas, que no sólo le prestaban lealtad, sino que actuaban como un equipo» —que distaba de ser un simple séquito, poseían de por sí peso político real—. Una cuadrilla que a lo largo de treinta años conocería diversos cambios —algunos desaparecían en las purgas de la década de 1930 mientras otros eran reclutados en ese mismo periodo—, pero en la que persistiría un núcleo —Mólotov, Kaganóvich, Mikoyán y Voroshílov— hasta la muerte de Stalin.

Básicamente, el grupo emerge en los años veinte, interviniendo en la lucha de facciones en la cúpula del partido. Por lo general, sus miembros compartían con Stalin orígenes modestos y el no haber conocido el exilio europeo a la par de la élite bolchevique de antes de la revolución. Además, manejaban con destreza el engranaje burocrático: Mólotov, Kaganóvich, Kúibyshev, Rudzutak, Andréyev «fueron secretarios del partido en algún momento de la primera mitad de la década de 1920». Luego pasarían a integrar sistemáticamente el Politburó, órgano supremo del partido —una condición necesaria (aunque no suficiente) para la inclusión en el equipo—.

Esta trayectoria común cimentó la solidaridad del grupo y, hasta las purgas de los años treinta, un ambiente de franca camaradería definía sus relaciones. Algo que también se reflejaba en su funcionamiento. Stalin oficiaba de primus inter pares, pero nunca tomaba decisiones clave sin el respaldo de los demás. Con ese espíritu lograron imponerse a los bandos contrincantes en la pugna por el poder: la oposición de izquierda (Trotski), la de derecha (Bujarin) o los tenores del partido (por ejemplo, Zinóviev y Kámenev). La estrategia de Stalin (que era la del equipo) a la hora de lidiar con sus enemigos consistía en ir «socavando su posición paso a paso, en vez de liquidarlos de un solo golpe». La «dosificación» fue el nombre que le atribuyera Bujarin —otro dosificado de los juicios de Moscú—. Y una variante de este método le servía a Stalin para mantener el liderazgo del grupo, reuniendo a un círculo aún más selecto que no comprendía a todos los miembros del Politburó. «La lista de los “miembros” de ese bando iba cambiando porque, en lo esencial, era un mecanismo por el que Stalin ejercía el control sobre sus socios mediante el poder de la exclusión/inclusión». Por lo tanto, la posición de fuerza, en un espacio de tiempo determinado, de algún miembro del Politburó podía juzgarse según su inclusión o no en dicho círculo, que variaba a su vez en número: los Siete, los Cinco, etcétera.

No era, sin embargo, la etapa de la lucha de facciones la que los asociados consideraban como el periodo fundacional (o épico), sino más bien los primeros años treinta en que la colectivización de las tierras y la industrialización constituyeron el eje de la política económica soviética. Este lapso puede ser interpretado justamente como una condensación del estalinismo: la mezcla de paranoia (que veía en la insuficiencia de las cosechas el sabotaje tramado por los campesinos) y de voluntarismo (en que la ausencia de los incentivos de mercado y las resultantes carencias del sistema productivo se suplían a base dictados draconianos), impulsada por la violencia del Estado (heredada del zarismo y atizada por la falta de contrapoderes). Pero el saldo trágico de tal empeño —deportaciones masivas, hambruna, más de un millón de muertos— se diluía, a ojos de la dirigencia, ante la pujanza industrial del país: «Nuevas siderúrgicas, altos hornos, plantas de fabricación de tractores y centrales de energía».

Una euforia, no obstante, de corta duración. En 1934 el asesinato de Serguéi Kírov, uno de los miembros del equipo más allegados a Stalin, será el detonante de las grandes purgas, cuya escenificación tragicómica (los acusados autoinculpándose) se daría en los juicios de Moscú. «Hasta este punto, se había respetado el tabú que impedía matar a los opositores derrotados dentro del partido». Un punto de inflexión que suponía el hundimiento de los estamentos del Estado en el pozo ciego del terror. El «setenta por ciento de los miembros y candidatos del Comité Central elegidos de 1934» acabó fusilado —e igual suerte corrieron más de seiscientas cincuenta mil personas—. A lo que habría que agregar dos millones de detenidos. La espiral llegó a tal extremo que el propio jefe de la policía secreta, Nikolái Yezhov, fue a su vez sometido a la «dosificación», varios miembros del equipo fueron ejecutados y no hubo entre ellos hombre que no sufriera en su entorno más cercano (amigos, familiares) estragos considerables —el más dañado, Stalin, quien debía someterse, al igual que sus colaboradores, a un estricto código revolucionario—: «Subordinar los intereses personales a los intereses de la revolución»; algo que se traducía en una norma tácita respetada por todos: no intervenir en defensa de los suyos. Un detalle curioso que demuestra que el terror seguía (hasta cierto punto) rumbos imprevisibles era la existencia, en manos de la policía secreta, de un dosier sobre el propio Stalin. Sin embargo, se cumplió el objetivo de las purgas: barrer los residuos de oposición y afianzar la autoridad de Stalin.

El comienzo de la guerra le permitirá al equipo recuperar protagonismo y espacios de poder —Stalin, abatido en un inicio por sus errores de previsión respecto a las maniobras bélicas de los alemanes, dejó en manos de las principales figuras de la camarilla por aquel entonces (Beria, Malenkov, Mikoyán, Mólotov) la conducción de los primeros pasos en la reorganización de la defensa nacional—. No es azar que fuera Mólotov quien lanzara el primer mensaje de radio a la nación. Así pues, en los años de guerra volvió el modelo de «liderazgo colectivo» que al inicio de la década anterior «coexistía con la dictadura de facto de Stalin». Y fue (hasta la muerte del georgiano) la modalidad que prevaleció. Aunque tras la guerra Stalin se empeñara en oficiar de mandamás, alentando —mediante su viejo método de exclusión/inclusión— las rivalidades en el grupo.

El liderazgo colectivo no sólo sobrevivió a la muerte de Stalin, sino que con rapidez dio paso a toda una serie de medidas que consideraba indispensables (y que tenían en Stalin su opositor principal): reducción del gulag, rebajar las cargas aplicadas al campesinado, aminorar el nivel de la represión, dar marcha atrás a la rusificación de las repúblicas no rusas, etcétera. El único que intentara saltarse el pacto de colegialidad, Beria, fue de manera fulminante aniquilado en 1953 —servía, además, de chivo expiatorio por los horrores del estalinismo, al haber asumido la dirección de la policía secreta en los últimos quince años—. Aun así, los conflictos internos se resolverían en adelante con la simple destitución del cargo —como fuera el caso de Kaganóvich, Malenkov y Mólotov en 1957—. Finalmente, en 1964, con el reemplazo de Jrushchov por Brézhnev, se cierra el ciclo del equipo de Stalin.

El libro de Fitzpatrick posee la virtud de focalizarse en el núcleo duro de las altas esferas de la política soviética, aportando así nuevas luces sobre el modo de funcionamiento del Politburó, de las interacciones entre sus integrantes, a la vez que traza el perfil de Stalin, y los resortes y límites de su poderío, desde otra perspectiva. Ahora bien, al no relacionarse estas miras en un marco más amplio, el estudio queda trunco. Y es que el auge y la persistencia del liderazgo de Stalin y su equipo no se entiende, así como las confluencias y disensiones en su seno, si no se lo sitúa, al menos, en tres planos indisociables: ideológico, institucional, sociopolítico. Quizá la abundante bibliografía sobre las luchas de facciones en el partido bolchevique después de la muerte de Lenin haya pesado en la decisión de la autora de no detenerse en ello. Pero, al pasar por alto los detalles de este enfrentamiento, la actuación del equipo se vuelve hermética: ¿por qué atacar primero a Trotski para luego aplicar un símil de sus políticas?, ¿qué implicaban las distintas partes en pugna como modelo de implementación del Estado?, ¿había elementos que hicieran que la alternativa de Stalin fuera la más factible? Lo cual nos conduce directamente a la cuestión institucional. En primer lugar, respecto a los miembros del equipo: si, como señala Fitzpatrick, tenían una «entidad política», ¿en qué redes de patrocinio, bases burocráticas o del partido reposaba ese peso? Y ¿cómo las relaciones de fuerza entre las diferentes instituciones del Estado o bien entre las distintas líneas del partido determinaban la caída en desgracia (o no) de los afiliados del equipo? ¿De qué modo funcionaba la división entre el partido y el Estado, el Politburó y el Gobierno? Pese a su fuerte imbricación, no menos real era la autonomía de la que éstos disponían. Por último, ¿en qué sectores de la sociedad se apoyaban las facciones en pugna o bien las políticas de Estado? Tal respuesta nos permitiría entender qué determinara el lanzamiento de las grandes purgas, por qué en ese momento y no antes. O bien cómo se pudo llevar a cabo una industrialización exitosa a la par de la tremebunda colectivización. Sin duda, el estudio de Fitzpatrick despoja a Stalin del estigma teológico (el mal por antonomasia), pero no lo inscribe (o tan sólo a medias) en el espesor de la política.

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