Verónica Jaffé
De la metáfora, fluida
Prólogo de Igor Barreto
Visor, Madrid, 2019
170 páginas, 12.00 €
POR JOSÉ LUIS GÓMEZ TORÉ

 

Al comienzo del prólogo a este poemario de Verónica Jaffé (Caracas, 1957), Igor Barreto reflexiona sobre el título del libro: «Un título que exhibe en medio, una coma cortante y disruptiva. Se trata de un mínimo signo que introduce de entrada esa fisura en la representación orgánica y unitaria de la vida y la obra del hombre moderno. Pero más íntimamente, se trata de un signo que anuncia un mundo de relaciones atadas con emoción y dolor» (pág. 7). Tal énfasis en un signo de puntuación puede parecer exagerado y más, cuando se comprueba, que el título remite a un verso de un poema incluido al final del poemario, que —al menos, en una primera lectura— parece aludir más a cuestiones formales que a una actitud ante la existencia: «De la metáfora, fluida / forma: estas gotas / y la forma / informe. / Que la forma / da la meta / y la meta / la forma» (pág. 145). Y, sin embargo, por poco que releamos el texto (y más, en el contexto del libro), parece abrirse paso una interpretación menos formalista. O tal vez ni siquiera tenga sentido plantear tales etiquetas, puesto que habrá que convenir con Nietzsche que se es artista a condición de considerar contenido lo que otros llaman «forma». Así, este poema-poética parece ofrecer, a la par, una manera de estar en el mundo, o al menos un deseo de habitar en él. Como si dar forma a lo informe constituyera una suerte de deber ético a la par que estético. Ya en el pensamiento griego —Aristóteles, a la cabeza— una vida lograda se identifica con la posibilidad de trazar un perfil, una forma más o menos memorable. Se insinúa así, entre los griegos y también en estas páginas, la necesidad de un trabajo sobre la memoria, de extraer del magma del recuerdo aquello que merece ser salvado y trabajarlo, como un herrero sobre la fragua. La poética de Jaffé se constituye así como un viaje de ida y vuelta entre recuerdo, imaginación, palabra y pensamiento. Se trata de rescatar los fragmentos de una vida herida (¿hay alguna que no lo sea?) para otorgarles una dirección, un perfil. Un deseo de armonía (como apunta Barreto) que se ve constantemente amenazado. Y es que, si hay una cierta voluntad clásica (no clasicista) en la escritura de Jaffé, no menos cierto es que el yo poético es muy consciente de las grietas, por lo que tal vez no resulte descabellado hablar también de un romanticismo de fondo (no en el sentido superficial del término, sino desde esa modernidad que nace herida y de la cual la torre de Hölderlin se convierte en un doloroso símbolo en un texto al que luego habrá que referirse).

Y en efecto, esa coma se presenta, en el poema y en el título, como una llamada de atención, como si escondiera una suerte de oxímoron, puesto que la palabra «fluida» parece desmentida por la coma que la precede, que actúa así como dique o, al menos, como obstáculo, para la corriente de las palabras. No es casual que, en el universo simbólico de estos poemas, no falte la presencia de un río, tan importante en la obra de Hölderlin, cuyos Cantos hespéricos tradujo Jaffé en una doble versión que combinaba literalidad y creación. Pero en este libro, el Rin, el Neckar o el Danubio dejan paso al Orinoco: «Sí es verdad. Hace / tiempo traduje que / tampoco el Orinoco / sabe desde un principio / a dónde ir y qué hacer / con el caño Casiquiare / tal como el Rin, el Danubio, / según dijo el poeta» (pág. 35). El río, como el lenguaje, parece arrastrar a la poeta a una suerte de confusión, que puede ser fecunda pero que no está exenta de riesgos. Y más, cuando ese Orinoco se acaba transformando, merced a las penosas circunstancias, en imagen del exilio, de una tierra venezolana que es paisaje, pero, ante todo, historia, un relato tejido con conflictos y pérdidas.

Pero volvamos a la coma y a la peculiar mecánica de fluidos que sugiere. Jaffé, traductora del alemán y de ascendencia alemana por línea paterna, tal vez recuerde un poema «Canto y figura», del Diván de Oriente y Occidente, en el que Goethe imagina su propia poética como una paradójica forma de dar solidez al agua. Creo que no muy lejos se encuentra Jaffé de ese propósito: lograr ese difícil equilibrio entre captar el flujo de lo real sin congelarlo y ofrecer, al mismo tiempo, una forma siquiera provisoria, como una promesa de plenitud, de sentido, en un mundo atravesado por todo tipo de fealdades y violencias. Esa ética de la escritura se asienta así en un estilo que aúna lo reflexivo y lo simbólico, tratando de dar una imagen de la propia vida y de lo que le rodea, una forma que se sabe nunca definitiva. De ahí también la brevedad de muchos de los textos (que puede relacionarse, como hace Barreto con la lírica venezolana, pero tal vez también con autoras alemanas como Hilde Domin), la cual nos remite con frecuencia a la concesión del epigrama, pero sin el tono a menudo autoritario de lo epigramático. Aquí el yo lírico no quiere sentar cátedra, sino más bien dar cuenta de su propia perplejidad. Tal vez también porque su propia historia le ha enseñado a desconfiar de cuantos no dudan, de quienes tratan de imponer sus certezas a los otros, del riesgo de las grandes palabras, como revolución o patria. Así escribe Jaffé: «Sólo mi paisaje adentro / es patria y sus palabras / traducción / del recuerdo / padremadrepoeta / de tu poesía» (pág. 98). La patria se hace lejana por la dolorosa situación del transterrado, para quien la propia noción de pertenencia se ha vuelto sospechosa. Y, si no me equivoco, el contexto venezolano no es el único que explica esa necesidad de poner entre paréntesis los vocablos solemnes. También son importantes los vínculos, familiares y culturales, con el mundo alemán, del que no se ha borrado la sombra de Auschwitz. No en vano en estas páginas se invoca el nombre de Celan. Las palabras no pueden hacer gala de ninguna inocencia. Tan sólo parecen salvarse alejándose de su literalidad, haciéndose metáfora o traducción de sí mismas.

Uno de los conceptos centrales de la poética de Jaffé es precisamente la concepción de la poesía como traducción. Resultaría en exceso simplificador aludir sin más a la doble condición de traductora y poeta de la autora, por más que esa experiencia haya resultado, sin duda, enriquecedora. Más determinante resulta desde el punto de vista biográfico (pero sin que quepa tampoco reducirlo a ello) el origen familiar: «Mi padre tierra patria hablaba alemán / y español con fuerte acento extranjero. / Era mi madre tierra natal la que hablaba español / y alemán con mezcla indistinta del inglés. / Será por eso que sólo logro traducirme / sentidos cuando sueño poemas / truncos / en el desvelo» (pág. 22). La venezolana parece muy consciente de que la poesía se escribe siempre en tierra de nadie. Así, De la metáfora, fluida denota un doble exilio, el de quien se ve obligado a vivir lejos de una tierra natal y el exilio del propio lenguaje. Ese carácter errante, nómada, mestizo de la palabra destierra toda tentación de pureza y de identidad demasiado firme. Así escribe, con una probable alusión al Fausto, «¿quién no teme / al país de las madres / como al lobo» (pág. 129). Escribir como quien traduce es situarse en un constante desplazamiento, donde es posible atisbar una orilla imprevista pero también perder pie.

Si la poesía es traducción, ello quiere decir que no existe una literalidad de la que partir, que no hay un lenguaje propio y otro figurado. Estamos de nuevo ante esa (po)ética, ante una moral del estilo que se plantea incluso si no habría que escribir siempre «En diminutivos»: «Después pensé que la poesía / era para lo poquito / […] Para pocos recuerdos / pocas palabras / pocos instantes / en los que / creo ver algo / algo / alguito / poca cosa» (pág. 24). Escribir exige una humildad, saber, como el irónico «Loros», que el poema tiene algo de grito animal y que el poeta siempre corre el riesgo de convertirse en un charlatán más. Por ello, en una evidente referencia a Hamlet, cabe desear: «Lo demás / que quede en / blanco / luminoso / impoluto / silencio» (págs. 141-142). Desde luego, en estos poemas el silencio es un componente fundamental. Pero no se trata del silencio del místico, sino de un saber callar a tiempo, de la reticencia necesaria para no dejarse ahogar por las palabras. El homenaje que se hace a Emily Dickinson en «Por plumas» —a la vez traducción y lectura libre de un texto de la norteamericana— nos muestra bien las querencias de Jaffé por una escritura que sabe tomar aliento antes de dar el próximo paso.

Volvemos así a la coma, en el sentido ahora de una pausa necesaria, como esa mínima pausa versal que quiebra a menudo la frase, incluso los sintagmas (es llamativo el uso del encabalgamiento), para exigir una detención, un alto en el camino. Como si cada palabra y cada idea exigiera la atención que se le debe. Así, estos poemas, de tan transparentes, pueden parecer opacos, como si su secreto fuera, como el del agua, su propia transparencia. No se trata de levantar torres de marfil, tal vez porque éstas, en la mayor parte de los casos, no fueron tales, y la torre que albergó a Scardanelli-Hölderlin, en la intemperie de su locura, es un espacio mucho más modesto y menos protegido: «No era de marfil / la torre, era la casa / de un carpintero / llamado Habitación, / que hospedó / la modernidad / hecha / poesía» (pág. 155).  En un tiempo tan poco dado a la escucha, el poema suena como una especie de confusa algarabía, como esos loros de una Caracas que se aleja en el recuerdo: «lo ruidosos y / en desorden que van / como lo hace / este poema» (pág. 161). Pero el poema insiste, con la terquedad de un río, en tejer una imagen de la fidelidad. Fidelidad a sí mismo, pero también a la vida que escapa y que, a veces, sólo es posible leer en las heridas que deja: «Tus heridas son / tu historia / apunté / de ya no sé qué / lectura / pero entonces las / cicatrices serían / las promesas / esperanza / y cura / porque son ellas / las que hacen / sólo tuya la vida» (pág. 156).