Ramón Andrés
Claudio Monteverdi. «Lamento della Ninfa»
Editorial Acantilado, Barcelona, 2017
144 páginas, 12.00 €
Probablemente el lector recordará el escándalo que se organizó el año pasado en Mánchester al ser retirada del museo una pintura de William Waterhouse, titulada Hylas y las ninfas. Una artista, Sonya Boyce, hizo descolgar la obra como parte de una performance experimental con la que se proponía reavivar el debate sobre la manera de exponer el desnudo femenino. El cuadro resulta en verdad tan inofensivo desde este o cualquier otro punto de vista que la ocurrencia parece no haber servido más que para poner de manifiesto que la señora Boyce y las comprometidas damas que la secundaron en nombre de los derechos femeninos ignoraban que sus protagonistas no son mujeres, sino ninfas. La semejanza entre unas y otras es incuestionable, aunque también lo son sus diferencias, algo que no se debería pasar por alto cuando uno escoge a modo de ilustración reivindicativa una obra que relata un mito griego cuya víctima es el muchacho.
Hylas, uno de los argonautas que acompañaban a Jasón en su periplo en busca del vellocino de oro, se aparta un día del campamento para recoger agua de un lago. Allí encuentra a una o varias ninfas de belleza irresistible (los poetas antiguos discrepaban sobre su número; Waterhouse elige la versión de Teócrito y representa siete). Enardecidas con su apostura, sienten la urgencia de poseerlo y empiezan a seducirlo con insinuaciones y movimientos. Cuando el muchacho se acerca a la orilla, una le echa los brazos al cuello para besarlo en la boca mientras lo arrastra hacia el agua, donde, a la postre, entre nenúfares y arrumacos, morirá ahogado.
¿Por qué las feministas pusieron el grito en el cielo frente a un cuadro como éste? Es difícil saberlo. El puritanismo lleva a menudo a situaciones ridículas. Acuchillar salvajemente la Venus de Velázquez como hizo Mary Richardson en 1914 es una barbaridad, pero cualquiera comprende que una mente poco acostumbrada a sutilezas pueda asociar esta pintura con algún vicio masculino. En cambio, el cuadro de Waterhouse, tan victoriano, carece por entero de insinuaciones picantes. Hay que sufrir alguna de las perturbaciones que trastornan a los fanáticos para percibir en la escena que representa el momento en que Hylas se aproxima al lago donde nadan las ninfas algo ofensivo hacia las mujeres. ¿Imagina el lector cómo reaccionarían en el Museo Arqueológico de Sevilla al tropezar con un mosaico procedente de Itálica en el que una de las ninfas que intenta seducir a Hylas tira con fuerza de él agarrándole por el pene?
Produce rubor recordar a estas alturas que griegos y romanos tuvieron una concepción de la sexualidad muy diferente de la cristiana. La existencia de seres poseídos por el deseo nunca fue para ellos motivo de escándalo. Los propios dioses a menudo sucumbían a él. El ejemplo mitológico por antonomasia de pasión sexual desenfrenada es el sátiro, una criatura a medio camino entre la bestia y el hombre al que un apetito sexual insaciable empuja a perseguir mujeres sin importarle lo que ellas quieran. Las ninfas son su equivalente femenino. Si los poetas de la Antigüedad imaginaron a los primeros como híbridos con cabeza y torso humano, rabo, cuernos, orejas puntiagudas, patas de macho cabrío, cuerpo cubierto de vello y un enorme falo invariablemente erecto; concibieron a las segundas como jóvenes hermosas y húmedas, o sea, en perpetuo celo, aunque ellas, a diferencia de sus correspondientes masculinos, no aceptaban a cualquier pretendiente, razón por la cual solían mostrarse huidizas y reticentes.
Como criaturas elementales que encarnan el deseo amoroso, no hay que extrañarse de que las ninfas fueran a menudo violadas por los dioses. Estos no se andaban con miramientos. Atraídos por ellas, se transformaban en toda clase de animales para poseerlas. Quizá no esté de más recordar que someter el deseo al acuerdo entre las partes es uno de los grandes logros de la civilización y que los dioses, como tantas veces han demostrado, no pertenecen a ella. Para las ninfas, tales uniones encerraban, sin embargo, serios peligros. De ahí que, presas del horror, prefirieran ahogarse en los ríos. Muchos tienen nombres que las evocan, una costumbre vigente aún en el siglo xv en zonas de influencia helénica. Un afluente del Arges, en Valaquia, se llama «río de la dama» (Râul Doamnei) en memoria de la princesa Cnaejna, esposa de Vlad Dracul, personaje que inspiró a Brad Stocker su vampiro. La princesa prefirió suicidarse a caer en manos de los turcos, enemigos de su marido de los que únicamente esperaba vejaciones y violencias.
Ramón Andrés, en el libro que ha dedicado al maravilloso «Lamento della ninfa» de Claudio Monteverdi, explica con todo lujo de interesantes detalles cómo fueron concebidas originariamente y de qué manera evolucionaron en el imaginario europeo tras la instauración del cristianismo. Un momento clave en este proceso lo representa Paracelso, el célebre alquimista suizo, quien sostuvo que existen cuatro tipos de criaturas elementales vinculadas a cada uno de los cuatro elementos: los silfos al aire, los gnomos a la tierra, la salamandra al fuego y las ninfas (u ondinas) al agua. Aunque el aspecto de éstas sea similar al de las mujeres, su principal característica es que carecen de alma y, por consiguiente, que están al margen del problema de la salvación. Las ninfas, sin embargo, no se conforman; anhelan poseer un alma y solamente conocen una forma de conseguirla: copulando con los hombres y siendo madres con ellos. La urgencia de alma es, pues, la causa del deseo irrefrenable que les empuja a unirse carnalmente a los humanos. La voz «ninfomanía» guarda relación con esta ansiedad a la que deben su fama de depredadoras sexuales.
La ninfa desea al hombre y los hombres desean a las ninfas. Éstos, cuando se relacionan con ellas, ya no pueden olvidarlas. ¿Cómo olvidar a quien en el trasiego de los cuerpos busca nada más y nada menos que un alma inmortal? No es extraño, por eso, que queden atrapados por su recuerdo, esclavizados por una imagen en la que, en adelante, proyectarán siempre su pasión, ya que una vez consumado el encuentro, la ninfa huye sin remedio y desaparece. El único lugar donde es posible encontrarla de nuevo es en la imaginación, aunque su presencia allí suele ser a un tiempo fascinante y devastadora. En la Ética a Eudemo, Aristóteles se refiere al hombre poseído por las ninfas como a alguien a medio camino entre la embriaguez y el entusiasmo. Lejos de ser este camino intermedio un estado negativo, lo considera una de las formas de la felicidad. La posibilidad de que la mente pueda estar dominada en algún momento por fuerzas que escapan a su control no necesariamente fue para los filósofos griegos una catástrofe. Confundimos, a menudo, su confianza en el poder de la inteligencia humana para conocer el orden lógico de la realidad con el desprecio de las dimensiones oscuras del alma. La contraposición entre lo apolíneo y lo dionisíaco de Nietzsche es más discutible de lo que suele suponerse. Por ejemplo, la pasión erótica, que Platón juzgaba una especie de locura, constituye a la par un impulso positivo, aunque, a menudo, la persona sumida en esta pasión pueda acabar convirtiéndose en personaje de tragedia. De ahí la recomendación de los poetas griegos de ser cautelosos con las ninfas. Nabokov retomó esta idea en Lolita, a la que llamó nínfula, y también Roberto Calasso en La locura que viene de las ninfas.
Desde que el hombre occidental comenzó en el Renacimiento a interesarse de nuevo por las ninfas —esa «brisa imaginaria» que Warburg detectó en tantos cuadros de la época y Ramón Andrés recuerda para colocar la cuestión que le interesa en su justo lugar— se les ha prestado más atención generalmente como objeto de deseo que como seres que desean. Una excepción en esta manera de abordar la cuestión es la música, especialmente la que empieza a componerse a principios del xvii gracias a Monteverdi. Monteverdi fue para la música lo que Shakespeare para el teatro, Cervantes para la novela, Caravaggio para la pintura o Descartes para la filosofía. Del mismo modo que ellos, se desvinculó de las abstracciones medievales para concentrarse en el individuo. Su mayor logro fue liberar la melodía de las complejidades polifónicas que volvían incomprensible el texto. Con ello, hizo posible la expresión de los afectos individuales, fundamento de la música moderna y, sobre todo, de la ópera. Maestro durante treinta años de la capilla de San Marcos de Venecia, el principal centro musical de la época, su inagotable genio le llevó a abrir nuevos caminos en todas direcciones y propagar un nuevo estilo caracterizado por la claridad de la línea melódica y el acompañamiento armónico del bajo continuo. Este estilo encontró una fórmula particularmente feliz en los llamados lamenti, canciones tristes, acompañadas por lo común sólo con las cuerdas, en la que alguien, con frecuencia una mujer (Ariadna, Dido, María Estuardo…), expresa el dolor que siente debido a la pérdida, abandono o ausencia del amado. Los más grandes músicos de la época (Cesti, Carissimi, Cavalli, Barbara Strozzi, Purcell) compusieron piezas extraordinarias de este tipo, pero, entre ellas, ocupa un lugar destacado el «Lamento della Ninfa» de Monteverdi, obra de singular belleza sobre la que ha volcado su inmenso saber Ramón Andrés en su último libro.
Sacar a la luz cuanto es menester para que la escucha del lamento constituya una experiencia memorable —y la experiencia es memorable cuando la música, cargada de sentido, penetra con su luz el alma de quien oye— es lo que ha hecho el escritor navarro con su habitual destreza. Yo tuve la gran suerte de poder comprobarlo el mismo día que concluí la lectura del libro gracias a un concierto de Música Ficta en el Auditorio Manuel de Falla de Granada. Oír el madrigal de Monteverdi con toda esa información en la cabeza fue un privilegio. Todavía no me había liberado de la fuerte impresión del libro cuando la música acudió a confirmarlo. Pensando en ello me vino a la cabeza la imagen que, según creo, explica la manera de trabajar de Andrés, y no sólo en este libro. Él coge al lector de la mano, lo introduce por caminos cada vez más oscuros en el laberinto de la historia hasta que, de pronto, en el momento en que comienza a sentirse perdido, se hace la luz y el lector se ve devuelto al presente, aunque ahora con una sabiduría de la que antes carecía. Se trata de un camino de ida y vuelta cuyo premio es una sensación parecida a lo que Calasso llama paradoja de la ninfa: «poseerla significa ser poseído». ¿Fue algo parecido a esto lo que le ocurrió a Monteverdi cuando, hojeando un volumen con las poesías de Rinuccini, tropezó por casualidad con la canzonetta que le inspiraría el «Lamento della ninfa»?
No quiero decir más. El libro de Ramón Andrés merece ser leído como si se tratara de una ceremonia iniciática en la que se revelan a los participantes insondables misterios. Los lectores de esta reseña lo único que necesitan saber para hacerse una idea del alcance de su proyecto es que Claudio Monteverdi, escogiendo el poema de Rinuccini, hizo algo que nunca antes se había hecho con las ninfas: componer una música en la que la protagonista, al tiempo que lamenta su soledad, trata de seducir al oyente como si fuera una sirena encallada en su isla. El gran descubrimiento de Andrés (¿y quién podrá cuestionar ahora que fue esto exactamente lo que pretendió Monteverdi?) es la sospecha de que el amante que la ninfa evoca desgarradoramente no haya existido jamás. ¿Será el de la ninfa «un alucinado deseo de salvación, una incontenible espera del “otro”, la insoportable certidumbre de morir sin haber sido de nadie?». Y ese otro, ese nadie, ¿no seremos también, de algún modo, nosotros?